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Tensiones en el ‘socialismo comunitario’

La relación entre las cooperativas mineras y los gobiernos siempre fue importante. Estas entidades, mayormente de condiciones laborales precarias y sobre la base de la explotación desregulada de la fuerza de trabajo, nacieron temprano en la historia del país; hay quienes señalan que emergieron con la misma minería, aunque legalmente solo se las reconoció en los años 50. Hay consenso sobre que su emergencia se debió a la persistencia de un elevado desempleo, agudizado en épocas de crisis económica.

Durante los gobiernos nacionalistas, las cooperativas fueron toleradas y hasta impulsadas debido a la incapacidad estatal de crear fuentes de trabajo. La Corporación Minera de Bolivia (Comibol) redujo la presión social mediante la otorgación de áreas de trabajo a grupos de obreros desocupados —generalmente en yacimientos en declinación o en reservorios marginales de residuos (desmontes, colas, relaves y otros).

En determinado momento inclusive la Comibol subsumió esa forma de producción “informal” para aprovechar las ventajas del bajo costo de la mano de obra, a través de los denominados “locatarios”, fenómeno que persiste hasta hoy.

La privatización neoliberal impulsó las cooperativas como tabla de salvación de muchos obreros “relocalizados”. Ante la inminencia de conflictos sociales por el desempleo y la ruina económica en las regiones mineras, los sucesivos gobiernos apoyaron la conformación de cooperativas, entregándoles bajo diferentes formas de contrato áreas pertenecientes a Comibol. Por esto, el mismo Código Minero incluyó una disposición que les permitía suscribir cualquier tipo de contratos con empresas privadas “sin perder su naturaleza de entidades de interés social”; orientación comprensible, además, por la orientación ideológica capitalista de esos regímenes. Las cooperativas alcanzaron un gran crecimiento, constituyéndose en el principal generador de empleo en la minería. Así, el crecimiento de una masa de trabajadores cooperativistas con elevada capacidad de movilización, les dio el poder para negociar mejores condiciones de acceso a los recursos mineros y hasta para sellar alianzas con los partidos neoliberales.

Así, lo que fuera considerada una solución de emergencia se fue transformando en un fenómeno económico importante, que dio lugar a una creciente diferenciación social, reflejada en la aparición de grupos de medianos empresarios mineros que aprovechaban las numerosas ventajas legales para acumular riqueza de manera típicamente capitalista.

Sin embargo, es con la llegada del Movimiento Al Socialismo (MAS) al poder en 2006 —coincidente con un ciclo de precios internacionales altos de los minerales— que las cooperativas dejan de ser consideradas únicamente un refugio frente al desempleo para alcanzar el reconocimiento estatal, como una forma privilegiada de desarrollo económico y un factor de poder político determinante.

El antecedente del romance entre el MAS y las cooperativas es el descubrimiento de intereses comunes en 2005, en ocasión de la aprobación de la Ley de Hidrocarburos propiciada por la movilización popular. La dirigencia cooperativista decidió entonces brindar su apoyo al partido de Evo Morales a cambio de nuevos privilegios y prebendas similares a lo otorgado por gobiernos neoliberales: más y mejores áreas mineras, donación y venta de maquinaria y equipo de Comibol, permanencia de los programas de empleo subsidiados. Más aún, los cooperativistas se aseguraron de que esas demandas fueran plasmadas en el parlamento y el mismo Poder Ejecutivo. El ejemplo más dramático del límite al que puede llegar esa capacidad para imponer sus intereses corporativos, fueron los cruentos conflictos de Huanuni y Colquiri.

El propio MAS, a través de su principal teórico, Álvaro García, atribuye un papel histórico a las cooperativas en su afán de presentar este proceso como el tránsito hacia el socialismo. Con la concepción de la Economía Plural —convivencia armónica del capital monopólico con la pequeña producción mercantil y la comunitaria— cuyo desarrollo conduciría a la construcción, lenta pero segura, del socialismo comunitario, les asigna un lugar privilegiado en la tarea de “expandir y producir otras modernidades” distintas a la capitalista.

En esa construcción del socialismo sui géneris, el Estado controlaría, planificaría y potenciaría la alianza entre “el pequeño productor, el artesano,  la comunidad campesina, la asociación laboral y la cooperativa”. Desde el Gobierno se apuntaría a fortalecer esos sectores para generar la riqueza que constituiría la base de la socialización del país: “la socialización de la que hablamos no es hacia abajo, es decir, no pensamos socializar la pobreza, eso no conduciría a ningún lado, lo que sí pensamos socializar es la riqueza, más riqueza producida, internalizada, reinvertida y redistribuida en el país. Estado, inversión privada, economía comunitaria, artesanal, microproductores, medianos productores, con sus distintas relaciones de fidelidad” .

Esta teoría desconoce el hecho de que en las cooperativas rigen relaciones capitalistas de producción, producto de la creciente diferenciación social promovida por su relación con los capitales privados —mediante vínculos comerciales o directamente a través de su subcontratación—  que conduce a la generación de empresarios capitalistas con capacidad de acumular.

El discurso oficial solo  disfraza la difusión de las relaciones capitalistas y la formación de nuevas fracciones burguesas con el barniz de formas “social-comunitarias”.

La atribución legal de las cooperativas de suscribir contratos con empresas privadas es consecuencia de la política gubernamental de fomentar este cooperativismo incluso a costa de los intereses de la Comibol. La defensa gubernamental de la soberanía, al oponerse a esa norma, no es sincera, pues contradice sus propios actos. El artículo 351 de la Constitución —consensuado con los cooperativistas— que determina que el Estado asume el control de  la minería “a través de entidades públicas, cooperativas o comunitarias, las que podrán a su vez contratar a empresas privadas y constituir empresas mixtas”, delata las verdaderas intenciones gubernamentales.

Un aspecto interesante, surgido en pleno conflicto, es la demostración de la debilidad de las “fidelidades” de los “movimiento sociales”, entre ellos y con relación al “proceso de cambio”. La amenaza de algún dirigente cooperativista de que “a este Gobierno lo subimos nosotros y nosotros también lo bajaremos”, por un lado, y la acusación recíproca entre cooperativistas y cocaleros de ser evasores de impuestos, por otro, demuestra que la moral “comunitaria” no resiste el embate de los mundanos intereses mercantiles y que los sujetos históricos del “cambio de época” se contentan con mantener ésta, la capitalista.

Por ello, creo que por ahora el impasse acabará con algunos acuerdos que mantendrán el espíritu de la Ley de Minería de ampliar los privilegios de las transnacionales y las cooperativas, y que el permiso para suscribir contratos de asociación será sustituido por la “obligación” del Estado de financiar las inversiones de las cooperativas bajo el paraguas de contratos de asociación con la Comibol, permitiéndoles ganar como empresas y tributar como entidades “no lucrativas”. De lo que también estoy seguro es que este camino no nos conducirá al socialismo.