De manera directa considero que la situación de las izquierdas en Europa es dramática. En menos de 30 años, la izquierda moderada y llamada socialista que antiguamente proclamaba la posibilidad de la construcción democrática del socialismo, hoy ha asumido de manera entusiasta y comprometida el programa de la derecha neoliberal. La izquierda comunista que antes levantaba la bandera de una sociedad poscapitalista, se ha empequeñecido a reducidos espacios académicos y sindicales casi testimoniales; en tanto que la izquierda autonomista se ha refugiado en la ilusión de “cambiar el mundo” en microespacios de la vida cotidiana mientras que la derecha agradece el monopolio absoluto de los asuntos del Estado que golpean las condiciones de vida de todo el pueblo europeo.

No cabe duda que hoy en Europa hay un señorío político intelectual de las fuerzas conservadoras neoliberales que asfixian las pulsiones más creativas e  ilustradas de la sociedad.

Uno se pregunta qué ha pasado, cómo es posible que hayamos llegado a esta situación en la que las universidades de Economía, de Filosofía, de Ciencias Políticas, los sindicatos, los jóvenes, el sentido común de la época hayan asumido posiciones tan conservadoras en un continente que hace poco estaba caracterizado por el liderazgo cultural de las izquierdas, por grandes partidos comunistas compitiendo en las primeras posiciones electorales, y acciones colectivas, obreras y estudiantiles que validaban el contrapoder de los movimientos sociales.

No es solo una situación de derrotas políticas parciales o de cambios técnicos en la producción que explican la actual situación de desbande y de defensiva estratégica de las fuerzas revolucionarias europeas; lo que creo que hoy se vive aquí es una derrota intelectual y moral, es un vaciamiento del horizonte alternativo con la que la izquierda se define en el mundo. Y de ser así es una derrota más terrible, porque es una derrota que perforará la esperanza real en una posibilidad de vida distinta a la existente, en un porvenir que difiera del preestablecido por el orden social dominante.

Ciertamente, el fracaso de la Unión Soviética ha contribuido en parte a este vaciamiento cultural de esperanza histórica. En la medida en que las izquierdas europeas, ya sea de manera directa, como referente a imitar, o indirecta, como referente a corregir, asociaban la construcción de una sociedad alternativa con la Unión Soviética. Su derrota  económica y cultural en los años 80 anuló cualquier posibilidad de opción al capitalismo realmente existente. Y es que el llamado “bloque socialista” no sucumbió ante una guerra, en cuyos campos de batalla siempre queda la bandera de los mártires para ser levantada por las futuras generaciones. La derrota no tuvo nada de heroica y esto marcará el espíritu de la época; al contrario, fue un suicidio estatal ante la evidencia de la eficacia y el triunfo del capitalismo neoliberal en el núcleo mismo de lo que hasta entonces justificaba el “socialismo real”: a saber, el crecimiento económico, el desarrollo tecnológico, la distribución de riqueza. Y con ello vino una pérdida del sentido y dirección de la historia, es decir, un extravío de la voluntad de futuro.

La propia victoria conservadora careció de épica; el adversario se desvaneció y al frente quedaron, como siempre, las identidades fluidas de la división social, técnica y sexual del trabajo propias del capitalismo: trabajadores, si ya no sindicalizados, pero sí precarizados, fragmentados; pobres, mujeres, indígenas, migrantes recurrentemente aferrados a sentidos de pertenencia, pero, a diferencia de lo que sucedía anteriormente con las clases subalternas, carentes de un sentido de destino, o sea, sin alternativa viable de poder.

Y es que la gente no lucha solo porque es pobre o sufre agresiones. Por lo general, la gente no lucha para cambiar el orden social de las cosas; por lo general soporta, elude, busca una salida personal al interior del orden dominante. Por lo general, las clases subalternas negocian en una economía de demandas y concesiones, la tolerancia moral de las relaciones de dominación existentes.

Se lucha para cambiar las relaciones de dominación cuando se sabe que hay una opción viable a su dominación, cuando se sabe que hay una opción viable a su pobreza o a su discriminación. Solo la confianza en una opción distinta a lo prevaleciente, la esperanza en una alternativa y en un futuro distinto y viable hace del subalterno y del explotado un sujeto en lucha en búsqueda de una emancipación.

Sin horizonte viable alternativo, las luchas se presentan como una dispersión caótica y fragmentada de esfuerzos desconectados y sin futuro; y no es como señalan los posmodernistas que vivamos una época en la que han desaparecido los “metarrelatos”. Lo que sucede es que al “gran relato” de la emancipación, le ha sustituido el “metarrelato” de la resignación que es un metarrelato vergonzante, es decir, sin esperanza, sin heroísmo ante la vida. Todos los seres humanos necesitan de los grandes relatos de las grandes esperanzas que motorizan las fuerzas vitales de la sociedad, los disensos, las opciones, las divergencias y horizontes reales, es decir, la política misma. Y si bien hoy Europa se nos presenta como una sociedad abatida por la ausencia colectiva de esperanzas históricas, esto no tiene por qué ser perpetuo. Existen condiciones de malestar ante la precariedad laboral de la juventud, se expande la angustia ciudadana por la pérdida de derechos sociales para pagar la crisis financiera, pero en tanto no se ayude a producir horizonte alternativo, posibilidad de destino distinto, el malestar colectivo solo podrá engendrar la impotencia y la resignación individual. Ante ello, las izquierdas europeas tienen que dejar esa especie de procesión del luto por las antiguas derrotas; es tiempo de que se abandone la timidez autoculposa ante los errores del pasado y peor aún, hay que desertar del acompañamiento acomplejado y el rechazo sin convicción de las políticas neoliberales.

La primera tarea común que hoy tenemos las izquierdas, los revolucionarios, los socialistas, los comunistas, los libertarios, los indianistas es salir del neoliberalismo que no solamente expropia el plus valor social para depositarlo en pocas manos, la llamada “acumulación por expropiación” (Harvey); sino que también expropia la esperanza social, una especie de plus valor moral que ha desplomado la voluntad y asociatividad emancipativa. La primera tarea que tenemos hoy es romper la creencia práctica de que el neoliberalismo es un régimen natural, un régimen insuperable, un régimen que no tiene límite y que no tiene opción. Se necesita, pues, una pedagogía y un método que nos permita remontar ese sentido común de abatimiento y  desmoralización histórica de la sociedad reivindicando una sociedad de transición Posneoliberal que recupere y expanda los derechos sociales mediante la ampliación de los bienes comunes, estatales y sociales, que redistribuya la riqueza, que priorice el empleo y la nueva asociatividad laboral por encima de la renta bancaria. Se trata de una posibilidad real frente al abismo sin retorno del fosilizado recetario neoliberal.

No se trata del comunismo como inmediatez. Pero está claro que solo liberando las fuerzas sociales asfixiadas y desmoralizadas por décadas de embrutecimiento neoliberal, la interdependencia técnica del trabajo ya globalizado podrá hallar el correlato subjetivo y asociativo para plantearse no solo una transición, sino ya un horizonte de época, que objetivamente tendrá que ser planetario, comunitario y naturalmente sustentable.