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Reunión G77+China: el día después

Cuando el último delegado a la magna cumbre del G77+China parta de retorno a su tierra, quedará en el Estado Plurinacional una sola constatación irrefutable, parodiando al adagio acuñado por Mark Twain : Evo hizo el G77 para que los bolivianos aprendan geografía. Porque, evidentemente el enclavamiento de Bolivia, sofocada entre sus montañas andinas y sus llanos orientales es de tal magnitud, que aún sus versados internacionalistas tienen grandes confusiones cuando se trata de emplazar en su imaginario, estados independientes del Asia, del África, del mosaico de archipiélagos del lejano Pacífico Sur o de las cercanas Antillas caribeñas.

Si algún avispado reportero implora a los organizadores del evento recitar de memoria la lista de los 133 países invitados, descubrirá, sin asombro, lo que anoto más arriba. Y si le pide nombrar las capitales o a los jefes de Estado o de Gobierno convidados a la cumbre, esa laguna educativa quedará aún más de manifiesto. A la inversa, todos los huéspedes presentes e incluso aquellos que no pudieron llegar, de hoy en adelante, aprenderán la verdadera ubicación de Bolivia en el mapa y, al marcharse, ojalá que se lleven en el recuerdo, la razón de ser de su política exterior: la recuperación de su acceso soberano y directo al mar. Entonces la cumbre de Santa Cruz habrá cumplido para los bolivianos un propósito útil equivalente a la expectativa creada para ese encuentro y a los gastos en que se incurrió, obviamente desproporcionados ante la modesta economía nacional.

Sin embargo, confiemos en que la elocuente Declaración Final no se añada a la montaña de papel creada por el G77, al cabo de 50 años de reuniones presidenciales, ministeriales y técnicas realizadas en todos los confines del mundo con el objetivo primigenio de consolidar un sólido bloque de negociación de los pueblos explotados del sur con aquellas naciones acaudaladas e indolentes del norte. Desde aquel memorable mensaje lanzado el 15 de junio de 1964 en la sesión de clausura de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) hasta ahora, las reflexiones y protestas sobre la desigualdad global contienen iniciativas e incitaciones de todo tipo y, en cierta medida, puede afirmarse que han tenido positiva recepción, pero la realidad en los hechos muestra un escenario diferente. El planeta tiene cinco dueños con nombre definido que son las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial y que controlan desde el Consejo de Seguridad un equilibrio de paz, a través del veto, para que sus propios intereses vitales no sean mellados. Para ello, propician guerras alejadas de sus fronteras, donde los muertos provienen del sur y las armas del norte. Los intentos de ampliar los sitios permanentes del Consejo de Seguridad han sido vanos, ni el peso económico ni la condición demográfica de naciones emergentes han servido para convencer a los grandes. Los tímidos avances logrados en la Asamblea General de la ONU (Organización de las Naciones Unidas), mediante cabildeos políticos animados por el Movimiento de Países No Alineados o, en el campo económico, empleando el G77+China, han sido insuficientes. Para tratar los urgentes problemas que agobian al mundo, se crean grupos ad hoc de corta vida y grueso presupuesto burocrático y el resultado es siempre igual: más cantidad de papeles destinados a los mismos lectores.

Entretanto, el calentamiento global de la Madre Tierra sigue su mortífera senda, ante la indolencia de los centros industrializados. Fuera de las audiencias estatales, grupos de activistas jóvenes ensayan medidas radicales y exponen su seguridad física como los antiguos catecúmenos cristianos, pregonando su credo ecológico; más allá, en el mar Mediterráneo miles de africanos y magrebíes empobrecidos por la aridez de sus tierras, desempleados y hambrientos, prefieren morir intentando alcanzar costas europeas donde creen encontrar su última esperanza. Diariamente en las aguas de Lampedusa se recogen cadáveres de hombres, mujeres y niños negros que fracasaron en el intento. Simultáneamente, en las elecciones europeas gana la extrema derecha, adversa a la inmigración coloreada, cuya pobre apariencia estropea el apetito de los obesos electores. En otro ámbito de las preocupaciones del norte, los islamistas, que día a día matan y mueren en Siria, en Mali o en Afganistán, han tenido la mala idea de trasladar su estilo a capitales europeas, donde siembran el terror. En otro nivel, el creciente poder de los banqueros en los países ricos ha despertado la cólera de la juventud frustrada en sus aspiraciones básicas, que agrupada en bandas de indignados exclaman: “si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir” y arremeten contra un sistema que los margina.

En esos momentos, cuando los candentes reclamos de la humanidad toda se acumulan en las puertas de los organismos internacionales, expertos en todo quehacer discuten puntos que ya parecen exóticos: la diseminación de armas biológicas y químicas de destrucción masiva (WMD), que las llaman las bombas de los pobres, al lado de la proliferación nuclear que también se debate desde hace años. Un piso más arriba, delegados de corbata y levita, planifican las operaciones del mantenimiento de la paz, donde el sur contribuye con el 80% de las tropas y los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, con el 80% del costo. Otra vez, unos ponen la sangre y otros, la plata.

El tema de los derechos humanos, tan mediático, es materia de tratamiento especial en Ginebra y en otras capitales, donde se critican, con mesura y urbanidad, a gobiernos sanguinarios y dictatoriales asentados —casi siempre— en la parte sur del planeta. Pero se soslaya los atentados perpetrados en los países centrales, donde las cárceles están abarrotadas de inmigrantes pobres que no pueden sufragar los gastos elevados de una defensa jurídica adecuada. Tampoco se hace mucho para abrogar la pena de muerte vigente en Estados Unidos, China, Irán, Corea del Norte y otros.

En suma, ése seguirá siendo el estado del mundo después de la cumbre del G77+China, precisamente cuando se conmemoran dos hechos extraordinarios: el 70 aniversario del desembarco de las fuerzas aliadas en Normandía, evento que desencadenó el derrumbe del Tercer Reich y los 25 años de la masacre de la plaza de Tiananmen en China, donde perdura en la pupila, la figura de aquel joven pekinés que en solitario detiene el avance de los tanques rojos, poniendo su cuerpo como escudo. Simbólicos episodios que nos mueven a meditar que ninguna potencia es lo suficientemente fuerte para conculcar la libertad de los pueblos y, luego, que basta una sola voluntad para denunciar la opresión de la tiranía.