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Con o sin picante?

Los aires de la campaña electoral iniciaron su despegue hace más de un año, inicialmente con el impulso de las declaraciones del señor Presidente-candidato y de sus numerosas proclamaciones que luego, poco a poco, se fueron sucediendo (ya sabemos que es el tiempo en el que mejor se siente). Después, ya casi a mitad del año, las expresiones de la oposición nos tuvieron entretenidos mientras deshojaban margaritas, ¿voy con éste o con ésta? ¿Me llama o no me llama? Me ofrecen, pero me niego, yaaaa, ¿estitos qué candidatos serán? Y pasaban nombres y caras, ofertas y solicitudes, y una larga lista de trámites más administrativos que políticos.

Sin embargo, recién desde hace unas cuantas semanas se comenzó a sentir el aire malicioso de la verdadera campaña, la contienda electoral propiamente dicha. Es decir, ese tiempo de ofrecimientos con los que las y los candidatos intentan seducir el esquivo voto, pero, sobre todo, la fase de disputa entre los propios oferentes: los debates.

Solo que, hasta ahora, están pasando dos cosas llamativas. En primer lugar, la voz que suena más fuerte se niega a debatir con unos contendores que, según cree, no le llegan ni a los talones, entonces ¿para qué perder el tiempo? Y segundo, aunque muchas personas se llenan la boca llamando a un debate respetuoso entre las partes, en realidad, la población disfruta enormemente cuando hay pelea abierta y guerra de insultos. De ese modo se entiende el interés que están despertando candidatos que se atreven a una confrontación abierta, que otros que apenas logran diferenciar su discurso del que se supone el caballo ganador. Parece nomás que, en general, de boca para afuera decimos que la competencia tiene que ser limpia, pero los raitings de los programas audiovisuales muestran otra cosa, de hecho, un fuerte interés por la pelea sucia.

¿Pelea sucia? Quizá es un término muy fuerte y hay que diferenciar la necesidad ciudadana de saber quiénes son y qué proponen realmente quienes tercian en las elecciones, de la costumbre primaria de muchos políticos de diferenciarse de sus opositores a través del insulto.

Al revés de la pelea callejera, lo que realmente se valora entre la ciudadanía es la voluntad de expresar discursos y posiciones más claros. Inevitablemente esto lleva a la confrontación. Y ésta no es mala por sí misma, porque confrontación quiere decir contraponer ideas diferentes y enfrentadas. Debatir ideas diferentes enriquece los debates y alimenta el ejercicio del derecho a la libre elección que tenemos las y los ciudadanos (elección informada, como le dicen).

Una campaña electoral tiene varios protagonistas que aparecen en distintos planos según qué momentos. Desde los protagonistas evidentes, que son las y los candidatos ocupando diversas posiciones en las “planchas”, quienes tienen que hacer el trabajo duro de ofrecer y ofrecerse frente a la población votante a conquistar. Parece que los políticos de cepa disfrutan mucho esta etapa y la asumen con entusiasmo. En el otro lado está la ciudadanía, el soberano, protagonista que tiene entre sus manos ese objeto de deseo político, la bendición del voto. Las y los ciudadanos son protagonistas durante la época de campaña acudiendo a las proclamaciones, demandando información y defendiendo o atacando posiciones propias y de adherentes de otros candidatos.

Hay una trama simple pero extensa de otros sujetos que participan en el proceso de la campaña, como las y los militantes, que suelen aparecer más bien en grupo, como parte indiferenciada pero fundamental de las estructuras que arropan a los candidatos y les facilitan desplazamientos y visualización pública. También están los periodistas, comentaristas y activistas que, desde posiciones aparentemente neutrales, transmiten, critican o aplauden acciones y propuestas.

Por todo ese entramado, en Bolivia los períodos de las campañas electorales tienen un clima de feria, participativo, acuciante y, ciertamente, malicioso. Por ver a quienes mandan arrogantemente durante cuatro años de gobierno, ofreciéndose, seductores, hay un cierto gusto con picardía, porque durante unas cuantas semanas la situación de poder medio que se invierte. Desde hace 30 años, cuando el país retornó a la democracia y la mantiene ininterrumpida aunque zarandeada, la población no ha dejado de asistir y participar en las campañas, cerrando el círculo con su asistencia a las urnas.

Pero no hay que olvidar lo prin-cipal: el período de la campaña electoral debería ser un tiempo para la confrontación de ideas. La ciudadanía tiene derecho a ser informada, a saber qué le proponen y a votar en función sus propias decisiones. En la misma medida las y los candidatos deberían sentirse obligados a expresar públicamente las posiciones que sustentan y representan. Y a debatirlas.

Volviendo al inicio de este artículo, parece importante reconocer que la población votante espera más debates con ají, bien picantito y que esto es parte del ejercicio democrático. La negativa de los candidatos oficialistas a debatir es un signo de soberbia y, por decir lo menos, una actitud poco democrática.