Icono del sitio La Razón

Un duelo aparte: la Alcaldía de La Paz

A diferencia de las elecciones nacionales de 2014, marcadas por una clara tendencia del voto a favor de Evo Morales y, por tanto, previsibles, la competencia electoral de 2015 se presenta como un puzle (rompecabezas) de varias dimensiones y colores, sobre todo en las gobernaciones y alcaldías de las ciudades capitales. En esa geografía electoral accidentada y discontinua, atiborrada de matices y particularidades, se juega un apasionante clásico, un duelo aparte: la elección del alcalde de la ciudad de La Paz.

De hecho, las elecciones subnacionales se organizan en torno a liderazgos locales, con fuerte arraigo territorial, que suelen interpelar al electorado con demandas y expectativas muy específicas que forman parte de los imaginarios políticos locales. Los candidatos se aglutinan en organizaciones transitorias y precarias, que en la mayoría de los casos se desvanecen después del acto electoral. La excepción es el MAS porque cuenta con una estructura política nacional que le permite postular candidatos en todos los municipios y gobernaciones. Pero incluso en este caso, el partido está obligado a concertar alianzas circunstanciales con líderes y agrupaciones locales, sacrificando la coherencia ideológica a cambio de la eficacia electoral.

En todo caso, el campo político municipal (sobre todo en las ciudades capitales) goza de amplios márgenes de autonomía respecto al campo político nacional, de tal manera que las fuerzas opositoras al partido de gobierno, que cuenta con fuertes liderazgos locales (Rubén Costas, Percy Fernández, Ernesto Suárez, Soledad Chapetón, Félix Patzi, entre otros) tienen mayores posibilidades de acceder al control de las instituciones estatales subnacionales.  

¿Por qué es tan importante ganar la Alcaldía de La Paz?, ¿por qué nos fascina esta contienda? La respuesta es simple: La Paz es la capital política de Bolivia. Si en las últimas décadas el poder económico se ha desplazado paulatinamente hacia el oriente del país, el poder político ha permanecido en occidente, cuyo centro simbólico es justamente la ciudad de La Paz. Aunque este municipio hoy tiene menos habitantes y menos recursos que la principal comuna cruceña, su peso específico en el tablero político nacional es mucho más significativo. Así, en la gran urbe altiplánica han convergido tres factores imprescindibles para construir la hegemonía política: la concentración de la maquinaria burocrática gubernamental; poderosas organizaciones sociales (indígenas, barrios pobres, comerciantes, transportistas, obreros, clases medias) con capacidades para paralizar el país entero con sus movilizaciones; intelectuales, técnicos y políticos profesionales que influyen en la elaboración de la agenda pública, el pensamiento indianista aymara es una prueba de esta aseveración.

Pero La Paz no es solamente la sede de los poderes ejecutivo y legislativo, los  ministerios, las embajadas, las instituciones políticas, económicas y culturales estratégicas del país, es también el lugar simbólico e imaginario del poder. La plaza Murillo, San Francisco, el Palacio Quemado o el edificio del Parlamento son los símbolos del poder, lugares de la historia que han forjado el imaginario de la política boliviana. Es comprensible entonces la fascinación que ejerce la elección de su gobierno municipal, tanto para los bolivianos que viven en otras regiones como para los observadores extranjeros. En alguna medida, el alcalde paceño encarna en su investidura ese poder simbólico e imaginario. No es extraño, por lo tanto, que la política sea algo omnipresente en la vida de los paceños y paceñas; la política se respira, se contempla, se impone; todos los días se plebiscita y se conjura. 

Pero hay algo más, un pequeño elemento de suspenso que añade una pizca de interés, conflicto y dramatismo a la próxima competencia electoral, y es el hecho de que el futuro alcalde puede ser un candidato opositor al Gobierno central, como de hecho ya ocurrió en el pasado con Juan del Granado y Luis Revilla, entre otras figuras. Una elección se vuelve apasionante cuando asume la forma de una lucha agonística entre opciones diferentes y cuando los candidatos tienen casi las mismas chances de ganar, por lo menos así lo afirman las recientes y todavía confusas encuestas de intención de voto a favor de los principales postulantes: Luis Revilla y Guillermo Mendoza.

Sea como fuere, la posibilidad de que los electores de Evo puedan votar por un aspirante opositor para el cargo de alcalde de La Paz me parece uno de los hechos novedosos de la coyuntura; este acontecimiento también podría ser leído como un síntoma de “reflexividad política”, entendido este concepto como una cualidad del elector para identificar, en cada ocasión, al mejor candidato, preservando así intereses y expectativas concretas.

Para ser presidente de Bolivia no es necesario haber sido alcalde de La Paz; todo lo contrario, tengo la impresión de que ese cargo constituye una meta política en sí misma y no un objetivo intermedio. Aunque esa autoridad se convierte en un personaje político importante (recordemos entre los más destacados a Juan del Granado, Julio Mantilla y Ronald MacLean), en una voz autorizada para pronunciarse sobre tal o cual problema, paradójicamente ese poder puede convertirse en una prisión política, en una especie de encierro territorial, que limita otras ambiciones, como lo prueba el dramático caso del líder del Movimiento Sin Miedo (MSM).

Para terminar, juguemos con las analogías entre el ajedrez y la política. Si el cargo de Presidente del Estado tiene un valor comparable al que tiene el rey y la reina en el tablero de ajedrez, el alcalde de la ciudad de La Paz sería como un alfil, una ficha menor pero capaz de situarse en la diagonal del campo de fuerzas (“oblicuo alfil”, diría Borges en un célebre poema); en algunos casos, una fuerza de equilibrio respecto al poder central y, en otras situaciones, una baza estratégica para consolidar el proyecto político del oficialismo.