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Deterioro del agro de base campesina e indígena

El “proceso de cambio” que revolucionó la política boliviana está íntimamente conectado con la sociedad rural de campesinos e indígenas. Las trágicas historias por restitución de tierras, reiterados momentos de lucha y formas comunitarias de organización campesina han sido fuentes principales de inspiración no solo para encumbrar a los partidos políticos más importantes en nuestra historia (el Movimiento Nacionalista Revolucionario, MNR, y el Movimiento Al Socialismo, MAS) sino incluso ahora para plantear alternativas poscapitalistas. Sin embargo, este alegato político, asociado a los pobres rurales, también ha encubierto el olvido en que —en la práctica— ha caído la agricultura de base campesina e indígena.

Aunque en las últimas décadas el agro boliviano crece de forma sostenida, este incremento tiene su origen en la expansión de la producción de materias primas agrícolas destinadas a la exportación. La agricultura empresarial y comercial controla el 73 por ciento de las tierras cultivadas y, en términos de volúmenes de producción, alcanza al 78 por ciento. Pero al estar compuesto este sector por alrededor de tan solo 11 por ciento del total de unidades productivas agropecuarias existentes en Bolivia, principalmente en el oriente, vemos que estamos frente a un modelo agrario socialmente excluyente, oligopólico en términos económicos e insostenible en términos ambientales. En contraposición se encuentra la realidad campesina e indígena —invisible, periférica, mayoritaria— que no ha recibido mayor atención, excepto algunas propuestas precipitadas de desarrollo agrario.

  La creciente polarización dentro de la agricultura boliviana es una de las consecuencias directas de las políticas de liberalización del agro implementadas desde mediados de los años ochenta. Algunos elementos conexos son la distorsión y anulación del proceso de titulación de tierras, la incursión descontrolada de capitales transnacionales y el papel errático del Estado. Estos factores explican la emergencia y consolidación del agronegocio boliviano como el modelo dominante. Desde entonces somos testigos del crecimiento continuo de la agricultura comercial del oriente boliviano. Incluso se está instalando en el imaginario de los bolivianos, como si fuera un modelo ejemplar a imitar que contribuye al crecimiento económico y garantiza la seguridad y soberanía alimentaria del país.

Por otro lado, está el mundo rural de campesinos e indígenas cada vez más heterogéneo y complejo. Al margen de la gran mayoría que sigue practicando la agricultura de subsistencia, una parte de esta sociedad rural ha incursionado en la agricultura comercial especializada. La lista es larga e incluye pequeños soyeros, quinueros, cocaleros, lecheros, productores de café, sorgo, arroz y muchos otros; todos ellos son pequeños propietarios que buscan consolidarse, pero pocos tendrán ese final. Son parte de procesos de diferenciación económica que se deben entender en conexión con la agricultura a gran escala. Dicho de otra forma, algunos ‘agricultores consolidados’, otros ‘agricultores intermedios’ y la mayoría ‘agricultores periféricos’.

DETERIORO. La heterogeneidad y complejidad campesina también está territorializada. Hasta antes de los programas de colonización de los años sesenta y setenta del siglo pasado, la población rural estaba principalmente asentada en el altiplano y los valles interandinos, pero este enclaustramiento territorial ha sufrido cambios. Varios otros enclaves emergen en las zonas de colonización que abarcan el norte de La Paz, las regiones de transición andino-amazónica y las zonas de expansión cruceña. En conjunto, cobran una importancia significativa en términos de población, número de unidades productivas y participación económica. Dentro de estas dinámicas regionales factores como el clima, la fertilidad del suelo y el acceso a mercados tienen su peso específico y fuerza explicativa. Mientras en las zonas tradicionales de Los Andes no se observan grandes diferenciaciones campesinas, en las regiones conectadas a los eslabones agroindustriales, la pugna por el control de la renta agraria se materializa en permanentes luchas políticas y legales, crecientes prácticas de alquiler y arrendamiento de tierras, auge de microcréditos, adopción de semillas transgénicas, agroquímicos y propagación de contratos informales de producción. En esta disputa intervienen múltiples sectores: grandes y pequeños propietarios, productores bolivianos y extranjeros, unidades productivas familiares y agro-capitales sin rostro.

Quienes están al margen de estos enclaves, es decir, las mayorías rurales, sobrellevan la peor situación socioeconómica. Son campesinos parcelarios e indígenas que aún producen de forma diversificada, aplican tecnologías de la agricultura agroecológica, pero están pobremente capitalizados. En calidad de productores están débilmente conectados al mercado de alimentos aunque como consumidores son altamente dependientes de este mercado. En la actualidad, su canasta alimentaria contiene varios alimentos procesados e industrializados. La internación ilegal o de contrabando de una treintena de alimentos frescos y de origen campesino de los países vecinos no solo desplaza al agricultor parcelario del mercado, sino que socaba su aparato productivo. Estos cambios han obligado a adoptar estrategias de autodefensa y mitigación de riesgos, ya sea mediante la reasignación dinámica de tierra, trabajo y capital para conservar la habilidad de los hogares rurales de adquirir los alimentos que necesitan o mediante una mayor dependencia de remesas y transferencias estatales directas en forma de bonos. Es una situación altamente vulnerable y persistente en términos de pobreza. Si bien en áreas urbanas el 32 por ciento padece pobreza, en el área rural esta proporción alcanza al 72 por ciento.  

En suma, estamos frente a un modelo agrario bifurcado y cada vez más polarizado social y espacialmente. Es el costo de un proceso agrario que en la práctica no ha sido ni es inclusivo. Mientras el agronegocio es cada vez más intensivo en el uso de capital y adopción de biotecnología (semillas transgénicas, agroquímicos, maquinaria agrícola altamente especializada), la agricultura campesina e indígena prácticamente no ha sufrido cambios sustanciales en los últimos 40 años. Es decir, estamos frente a una ‘población rural relegada’, menos autónoma, cada vez más dependiente de recursos externos y circunscrita a relaciones desfavorables de intercambio.

¿FIN DEL CAMPESINADO? Bajo estas circunstancias cabe la pregunta, ¿este es el fin del campesinado? Una respuesta afirmativa de ningún modo sería una mala noticia para la ‘ortodoxia’ marxista boliviana, es decir, para quienes creen que la eliminación del campesinado es un paso indispensable para abrazar de lleno el capitalismo avanzado y —posteriormente— el socialismo libertario. El razonamiento es simple. La creación de una sociedad industrializada demanda la destrucción de los vestigios de la anacrónica sociedad campesina. Pero las evidencias empíricas más bien señalan que la descampesinización tiene sus propias complejidades ya que no responde a procesos de desarrollo industrial (prácticamente inexistentes) sino a las relaciones de mercado que se intensifican en el campo y a la mercantilización de los alimentos que despoja a los campesinos (y a los indígenas) de su rol productivo y derechos económicos.

Para los movimientos sociales del campo, la eliminación del campesinado es una mala noticia. Los valores intrínsecos de la pequeña agricultura andina han sido asociados estrechamente con los principios y saberes de redistribución de los excedentes, justicia social y economías solidarias. Estas convicciones han dado lugar a contemporáneos movimientos de resistencia y lucha contra el avance del capitalismo agrario. También han alimentado movimientos posmodernos, pero sin o con insignificante impacto en las bases materiales de los pobres rurales. Sin embargo, el obstáculo mayor sigue siendo el bajo nivel de productividad y producción de base campesina e indígena que no guarda proporción con las crecientes demandas nacionales y globales por más alimentos y materias primas agrícolas. La producción tradicional es a menudo considerada como ‘bienes no tran-sables’ para el mercado globalizado, estandarizado e industrializado.

Por su parte, el gobierno del MAS ha tenido la habilidad de conseguir la lealtad política de las mayorías rurales, es decir, de la población más pobre y movilizable, para convertirla en su fuerza motriz. Es una relación ambigua que se sustenta en dos hechos contradictorios. Por un lado, los pobres rurales ciertamente se representan a sí mismos en el poder estatal pero, por otro lado, no tienen autonomía ni están en posición de hacer valer su interés de clase. Todo esto se traduce en políticas agrarias débiles, desconectadas y a menudo contrapuestas unas con otras. Señalemos algunas. El comercio exterior del sector agrario no tiene regulación excepto medidas puntuales y temporales para establecer cuotas y gravámenes. Mientras Argentina grava con un impuesto del 35 por ciento sobre el valor de exportaciones de la soya, en Bolivia no se paga ni el impuesto a la tierra. Aunque las empresas públicas como la Empresa de Apoyo a la Producción de Alimentos (Emapa) tienen el mandato de mejorar la producción y provisión de alimentos a precios estables, en la práctica sus acciones han reforzado el patrón de diferenciación social y espacial. En los últimos cinco años, la institucionalidad de la reforma agraria ha sido casi desmontada. Con todo esto, es posible afirmar que el papel del Estado más bien consiste en mantener el statu quo en el sector agrario antes que revertir la penosa suerte del campesinado.

Apoyados en estas consideraciones podemos formular una proposición provisional: la marginalización de la agricultura campesina e indígena no es un proceso que conducirá a la eliminación del campesinado, sin embargo, al no ser un hecho puntual ni coyuntural, exacerbará la dependencia campesina de recursos externos (bonos, transferencias de remesas) y su rol productivo será cada vez menos relevante.

PERSPECTIVAS. Sobran argumentos para decir que una nueva agenda agropecuaria es indispensable. Los desafíos son superar las formulaciones inviables de la Ley 144 de Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria, el carácter declarativo de la Ley 300 de Madre Tierra y, sobre todo, abandonar el pragmatismo (instintivo y precipitado) de la propuesta de expansión indiscriminada de la frontera agrícola para profundizar el modelo agro-extractivista. Un número significativo de problemas complejos necesitan ser atendidos antes de nuevas improvisaciones. Aquí cabe la expresión de que la acción debe estar precedida por la reflexión.

Una evaluación detenida y exhaustiva del estado de situación del agro boliviano es una tarea pendiente que no recibió la debida atención. El Censo Nacional Agropecuario (CNA) realizado en octubre y noviembre de 2013, hasta la fecha no entregó los resultados finales. Será una fuente valiosa de información no tanto por los datos empíricos de alcance nacional, sino porque ofrecerá una imagen actualizada de la realidad agraria boliviana después de 30 años. La demora en el procesamiento de datos se puede interpretar como un problema meramente técnico pero, dentro de la cuestión agraria, la información es también un medio de lucha política, objeto de manipulación según los intereses de los actores en conflicto.

Aunque no exclusivamente, el proceso reflexivo debería girar en torno a la siguiente pregunta: ¿en el contexto actual, cuál es el papel que debería desempeñar la agricultura campesina e indígena? Hasta ahora las respuestas típicas han seguido la pauta de pequeños proyectos productivos para pequeñas unidades agropecuarias. El asociativismo y cooperativismo también han sido ofrecidos como respuestas recurrentes insertar a los campesinos e indígenas al mercado. Pero éstas y otras fórmulas simples no capturan la complejidad de los procesos actuales de transformación agraria. Tampoco se puede asumir a priori que los campesinos e indígenas deben y tienden a producir alimentos. En muchas regiones, el campesino está dedicado a la producción agrícola de materias primas (soya, hoja de coca, quinua como producto gourmet) que no están destinadas al mercado de alimentos y lo hacen introduciendo agroquímicos y bajo técnicas insostenibles. A fin de cuentas, producir cultivos más rentables —así no sean alimentos— es una elección legítima, democrática y complicada de refutar.

En definitiva, cualquier discusión sobre el campesinado y su papel sería incompleto sin su componente político. Las poblaciones rurales marginalizadas, junto a los campesinos e indígenas migrantes de las periferias urbanas, todavía son decisivas electoral y políticamente. Muchas veces han sido vistas como actores claves para cambiar las relaciones de poder. Pero también han sido ‘víctimas’ de proyectos políticos y planes de desarrollo que no crean un mercado laboral formal para este sector.

La persistencia de condiciones socioeconómicas inaceptables y similares a las de hace 40 años, inevitablemente conduce a preguntarnos si la suerte de campesinos e indígenas está predeterminada, tal como parece indicar la historia; o si finalmente están a las puertas de la transformación de su propia condición de clase relegada.

Éstos son algunos problemas tratados en Marginalización de la agricultura campesina e indígena. Dinámicas locales, seguridad y soberanía alimentaria, libro escrito por Gonzalo Colque, Miguel Urioste y Jose Luis Eyzaguirre, y resultado de una investigación desarrollada en el programa de Agricultura y Seguridad Alimentaria del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC). El trabajo de campo del estudio abarcó los municipios de Cuatro Cañadas (Santa Cruz), Yanacachi (La Paz-Los Yungas), TCO Macharetí (Chuquisaca), Villa Serrano (Chuquisaca), Rurrenabaque (Beni), Comarapa (Santa Cruz) y Tiwanaku (La Paz).