18 años del fin del secuestro de la Embajada de Japón en Lima
‘En la increíble tensión de esos minutos, me doy cuenta que voy a morir. Estamos en medio de un combate infernal. No sé en qué momento aparecerá en la puerta, frente a mí, el terrorista encargado de liquidarnos con una ráfaga o una granada: alguna de aquellas que durante meses he visto colgadas en sus chalecos’ (Juan Wicht en ‘El rehén voluntario’).
El día de la liberación, después del almuerzo, unos hacían una siesta. Entonces nos avisan que había llegado la Marina. Empezó el tiroteo y el ataque a la embajada (de Japón en Lima). Ahí, cada uno tomó sus recaudos. Los propios policías rehenes nos organizaron para tratar de evitar estar en la primera línea. Ingresaron las tropas que eran del Ejército y fueron liberando habitación por habitación. Nos sacaron por una puerta que daba al jardín y llevaba a la piscina, que ya estaba clausurada. Salimos por ahí y esperamos que acabara la operación”, cuenta el entonces embajador de Bolivia en Perú, ese momento rehén del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), Jorge Gumucio Granier (en una entrevista con Animal Político el 22 de abril de 2015, justo el día en que se cumplieron 18 años del operativo Chavín de Huántar, acción militar por la cual el Ejército peruano liberó a los 72 secuestrados que habían quedado de cientos iniciales, cuatro meses antes).
El 17 de diciembre de 1996 (126 días antes de la liberación) los invitados a la recepción en honor al natalicio del emperador del Japón Akihito vacilan entre asistir a la mansión del embajador nipón o al concierto ofrecido por la municipalidad de Lima en el que se interpretaría El Mesías de Händel, al que políticos, cuerpo diplomático y grandes empresarios peruanos estaban invitados.
Es el caso del sacerdote Juan Julio Wicht —quien tras ser secuestrado por el MRTA, decide permanecer en la cautividad a pesar de que los guerrilleros le ofrecieron la libertad— según cuenta en su libro Rehén voluntario, escrito en colaboración con el periodista Luis Rey de Castro.
El 17 de diciembre de 1996, el embajador japonés, Morihisa Aoki, y su esposa Naoko esperan a sus cerca de 1.000 invitados en la puerta de su residencia en el barrio San Isidro, en Lima. La recepción comenzó con cientos de invitados, entre los que estaban los más importantes políticos del Perú (oficialistas y opositores), un gran número de miembros del cuerpo diplomático en Lima, empresarios, militares y académicos peruanos.
Quienes se retiraron antes de las 20.20, como el Embajador de los Estados Unidos y el de Israel, se libraron de un largo cautiverio, de al menos cuatro meses, y con ello tal vez también evitaron su muerte en esos días.
“A las 8 y 19 de esa noche, los invitados seguían llegando a la residencia y el buffet se mantenía casi sin mella. (…) El rumor de sonrisas y cortesías intercambiadas entre brindis y brindis iba aflojando las tensiones iniciales”, narra el libro del periódico peruano El Comercio titulado: La crisis de los rehenes en el Perú. Base Tokio. El verano sangriento.
A las 20.21 se escucha una explosión: “La mayoría de los invitados pensamos que se trata del estallido de un coche bomba en una calle próxima”, relata Wicht en su libro. La ráfaga de ametralladoras comienza. Los rehenes son conducidos al salón de la mansión, todos puestos al suelo por sujetos con los rostros cubiertos por pañoletas que llevan la inscripción MRTA.
Del exterior, la Policía dispara y el cruce de fuego es intenso. El embajador Aoki pide: “La embajada está controlada por el MRTA. ¡Por favor no disparen!”, reproduce Wicht. Luego, la Policía gasifica la casa, pero los guerrilleros están equipados con máscaras antigases, solo los rehenes sufren a causa de este ataque.
El operativo del MRTA es un éxito. La organización guerrillera exige el canje de los rehenes con sus militantes prisioneros en cárceles del Perú. Asimismo, demandan la liberación de los plagiadores del empresario Samuel Doria Medina, presos en Bolivia, a cambio de la libertad del embajador Gumucio, quien por esto deberá permanecer los 126 días del secuestro y ser considerado parte de los cautivos llamados “rehenes VIP” (Very Important Person).
“Se inició en vísperas de Navidad, aprovechando la fiesta del Japón. Al final quedó una veintena de japoneses, y el único no japonés o peruano fui yo, precisamente porque había un grupo del MRTA preso en Bolivia y querían canjearme con ellos”, relata el diplomático boliviano.
La rutina durante esos cuatro meses, cuenta el diplomático boliviano, consistía en un desayuno de pan molde y café a las 07.00. A las 12.00 del día llegaba el almuerzo, “que normalmente era un poco de arroz con pollo o arroz con carne. La cena (el mismo plato) a las 18.00”.
“Toda la comida era revisada por los del MRTA para ver si había armas o mensajes. Ésa era la rutina. Entre los secuestrados estaba al inicio un colombiano de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Fue el que organizó un sistema de gimnasia para botar los nervios y las energías. De esa manera se pasaba el día a día. Había gente que se entretenía con naipes o leyendo libros. Los del MRTA practicaban su defensa frente a un presunto ataque militar o policial”.
Los días, semanas y meses pasan entre negociaciones que no dan fruto. El 5 de marzo de 1997 (dos meses y medio de la crisis), el líder del MRTA, Néstor Cerpa Cartolini, escucha ruidos de maquinaria en el piso: “¡Están cavando un túnel, justamente cuando comenzamos las conversaciones para una solución sin sangre! ¡Es una traición del Gobierno!”, dice el emerretista. Cerpa no se equivoca, pues el túnel que oye perforar será vital para el operativo Chavín de Huántar con el que un grupo de élite liberará a los rehenes semanas después. La acción tiene este nombre por la similitud de los túneles que se cavaron con pasillos subterráneos de los templos de la cultura ancestral denominada Chavín de Huántar.
El periódico La República saca al día siguiente un reportaje confirmando lo que Cerpa había escuchado: los túneles. El presidente Alberto Fujimori no confirma ni niega que se realicen esos trabajos. Cerpa rompe las negociaciones. “Si hay un ataque armado, nadie sale de aquí vivo”, amenaza el emerretista según la crónica de Wicht.
Desde hace un tiempo, los rehenes militares y policías han establecido contacto con el exterior. Mediante un bipper informan de los movimientos de los secuestradores. Es por esta vía que algunos de los cautivos sabían, minutos antes, de la liberación militar, por lo que dieron indicaciones al resto, antes de las primeras explosiones del plan Chavín de Huántar. En el pabellón C, el de los rehenes VIP, donde está Gumucio, todos saben del ataque.
DÍA 126. El libro del sacerdote Wicht relata a grandes rasgos y desde su enfoque como narrador-personaje el día 126, el de la liberación. Antes de las 09.00, los miembros del MRTA cantan sus himnos. Una arenga comienza después de que Cerpa grita: “¡Un mes no es nada, dos meses son nada!”. “¡Un año no es nada!”, responden los 13 guerrilleros a su mando (Wicht).
Luego viene el desayuno. A las 09.00 los secuestradores piden a Wicht (que además de cura es economista) un cursillo de hora y media sobre su campo de conocimiento. El sacerdote dedica ese tiempo a tratar de convencer a los emerretistas que la economía socialista “ha fracasado”.
Luego, Cerpa escribe una carta personal al cardenal Juan Luis Cipriani, mediador de las negociaciones, que se encuentra enfermo. A las 11.30, Wicht se encuentra con Luis Chang Ching, jefe de la mayoría parlamentaria del Perú. Juegan cinco partidas, Wicht gana cuatro; Chang, la quinta, 21 minutos antes de la explosión.
A las 15.10, los rehenes son informados del ataque, corre la voz en medio del escepticismo de muchos. “Vienen a rescatarnos en unos minutos”, dice el vicealmirante Luis Giampietri y pide calma.
Eduardo Pando (entonces congresista del Perú) pide a Wicht ayuda para mover un escritorio que obstruye el acceso a una puerta que conduce a unas gradas hacia el jardín. Detrás de todas las puertas hay minas antipersonales caseras.
A las 15.21 detonan los explosivos de los túneles y comienza el ataque y con éste el caos. Del túnel salen los comandos con las caras pintadas (en total son 140), lanzan bombas de humo y van liberando a los secuestrados cuarto por cuarto, eliminando a los emerretistas. Después de la parálisis inicial de los rehenes (descrita tanto por Wicht como por el libro de El Comercio), agazapados en el piso comienzan a arrastrarse hacia un balcón que tiene acceso al jardín.
“En la increíble tensión de esos minutos, me doy cuenta que voy a morir. Estamos en medio de un combate infernal. No sé en qué momento aparecerá en la puerta, frente a mí, el terrorista encargado de liquidarnos con una ráfaga o una granada: alguna de aquellas que durante meses he visto colgadas en sus chalecos”, narra Wicht.
Ocho rehenes salen por la terraza, escoltados por los comandos, en medio de órdenes contradictorias que dicen “rápido”, “espere”.
“Los terroristas jugaban (fútbol, en el primer piso) abajo y nosotros estábamos obligados a estar arriba. Nosotros no veíamos el espectáculo. Ellos jugaban para tratar de entretenerse y no subir de peso. Comían mucho, más de lo normal, entonces todos estaban con sobrepeso. De los rehenes murió un juez (el vocal supremo del Perú Carlos Giusti). El canciller Francisco Tudela (Perú) fue herido de bala y los emerretistas fueron muertos. Ahora, ¿en qué condiciones? No puedo decir porque no vi”, cuenta Gumucio.
De los soldados del operativo, mueren Juan Valer Sandóval y el teniente Jiménez. 12 de ellos fueron heridos. Todos los emerretistas fueron muertos. Hay testimonios que dicen que tres de los 14 secuestradores fueron ejecutados tras ser reducidos.
A los 36 minutos de la operación alguien dice: “La situación está totalmente controlada. Los catorce emerretistas están muertos”. “Me impresionaron los rayos del sol. Cuando salí al aire libre sentí el sol y tuve una nueva sensación. Luego nos llevaron al hospital y todo volvió a la normalidad”, expresa su sentimiento al salir del cautiverio Gumucio.