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Alabado sea

Hace apenas unas semanas, el Vaticano ha publicado un contundente manifiesto que nos interpela a viva voz respecto de las responsabilidades de nuestras sociedades y gobiernos sobre el terrible deterioro ambiental que hemos provocado a nuestro planeta (nuestra casa común), especialmente en los dos últimos siglos. Es genial que su visita a nuestro país coincida con el lanzamiento de este manifiesto, ya que seguramente la temática socioambiental será parte central de las reflexiones que Francisco compartirá con todos nosotros, y que tanta falta nos hacen.

No me cabe duda de que entre todas las encíclicas publicadas en las últimas décadas, ésta es la más importante porque ha sido capaz de combinar el mensaje evangélico con la lectura de la realidad mediante el apoyo de la ciencia para establecer de manera categórica que nuestra casa común (la tierra, con todo lo que ella contiene, los seres humanos y la naturaleza en su integridad) está literalmente a punto de destruirse de manera irreversible. Para evitarlo tenemos que cambiar radicalmente la forma de concebir nuestras economías y sociedades centradas ahora en el fetichismo mercantil, como si los recursos naturales fueran infinitos y el desarrollismo materialista no tuviera fin. Esta carta es una vigorosa llamada para hacer un alto en el camino y repensar la manera en que la humanidad, pero especialmente las naciones y élites poderosas, conciben el desarrollo material como si el aire, el agua, los bosques y los animales fueran meros objetos de explotación para transformarlos y convertirlos en cosas, en bienes, que finalmente acaban sirviendo principalmente a las pequeñas minorías enriquecidas.

El manifiesto interpela a los sistemas socioeconómicos que han dominado la reciente historia de la humanidad. O paramos ahora y reflexionamos para cambiar nuestra naturaleza humana, egoísta, materialista, individualista, consumista… o en pocas décadas más el planeta Tierra que habitamos ya no reunirá las condiciones para garantizar la vida.

Francisco hace una invocatoria desde el pueblo y la sociedad hacia los Estados, sus gobiernos y las instituciones internacionales, porque ellos son los principales responsables —claro que cada uno en su debida proporción— del desastre actual. Y no se anda con miramientos y medias tintas. Dice lo que muchos no quisiéramos escuchar y emplaza a que adoptemos decisiones y cambios de conducta radicales ahora, o mañana será muy tarde. Él no hace diferencias entre la cuestión social y la ambiental, ya que desde su punto de vista son la misma cosa. La pobreza, el hambre, la desnutrición, el desempleo, el maltrato, la exclusión, son parte integral de los gravísimos problemas de contaminación, deforestación, envenenamiento de los ríos y el aire, eliminación de especies, que —mediante el uso indiscriminado de combustibles fósiles— han conducido al calentamiento global y  a la crisis energética actual. Son dos caras de una misma medalla que interactúan como una espiral de autodestrucción. Los grandes desplazamientos poblacionales del hemisferio sur hacia el norte rico y desarrollado, las migraciones de millones de agricultores que abandonan el campo, la pérdida de rendimiento de los suelos que ocurren simultáneamente a un régimen alimentario corporativo dominado por gigantescas transnacionales del agronegocio son analizados detalladamente, con sustento científico, pero también con pasión y energía, en esta encíclica que ciertamente marcará historia.

Es un grito atrevido e intransigente que ciertamente no gustará a los poderosos del mundo. Francisco nos plantea que no es solo cuestión de emitir menos gases de efecto invernadero o de contaminar menos con la explotación minera y de hidrocarburos, ni tampoco destinar algunos miles de millones de dólares o de euros para compensar los desastrosos efectos en las condiciones de vida y de producción de centenares de millones de personas en el hemisferio sur, atrapados en situaciones de pobreza y exclusión estructural. No, se trata de cambiar radicalmente nuestra matriz energética, abandonar los combustibles fósiles, ni que se diga la energía nuclear, y construir una nueva civilización en base a energías alternativas, verazmente respetuosas del medio ambiente, el agua, el aire, los bosques. Pero para eso es necesario cambiar los sistemas socioeconómicos hoy imperantes. Para esto necesitamos pensar de manera distinta, cambiar nuestra manera de concebirnos como parte del planeta en el que convivimos con los animales y vegetales de distintas especies. Por eso, Francisco condena el antropomorfismo, es decir, la visión centrada única y exclusivamente en el ser humano, despreciando o menos valorando a los otros componentes de nuestro ecosistema. Francisco nos invita a ser cocreadores de una nueva humanidad divinizada, alegre, compasiva con todo el resto de elementos y seres vivos que conforman la naturaleza.

El Papa verde nos invoca explícitamente a eliminar el latifundio y el acaparamiento de tierras, a evitar los monocultivos y la monoproducción, a desechar los transgénicos y los agroquímicos, a promover la agricultura familiar de base campesina, a combatir a aquellos que hacen de los alimentos un mero negocio. Todo eso requiere transformar las actuales estructuras comerciales mundiales, terminar con el predominio de los sistemas bancarios y financieros que se han impuesto por encima de la economía real en la que se desenvuelve la amplia mayoría de la población del planeta. Es un angustioso pero esperanzador llamado a ser solidarios, a ser responsables, a prever las consecuencias de nuestros actos en las futuras generaciones, a usar la ciencia y la tecnología como herramientas al servicio de la humanidad y la naturaleza y no —como es ahora— al servicio de minorías ricas y privilegiadas.

Pero Francisco no se queda ahí, nos interpela a no ser falsos y mentirosos. Nos invita a practicar lo que decimos, a terminar con los discursos hipócritas, nos interpela con una ética de la verdad, con una ética que nos haga consecuentes entre lo que decimos y lo que hacemos, como personas y como Estados. Francisco afirma de manera contundente que “la sociedad, a través de organismos no gubernamentales (ONG) y asociaciones intermedias debe obligar a los gobiernos a desarrollar normativas, procedimientos y controles más rigurosos. Si los ciudadanos no controlan al poder político —nacional, regional y municipal—, tampoco es posible un control de los daños ambientales” (179).