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Entre el particularismo y el bien común

Llama la atención la forma en que se desarrollan las acciones colectivas en torno a la exploración de recursos naturales, por su carácter pendular entre la expresión de los particularismos y las competencias del nivel central del Estado. Ello nos conduce a intentar una aproximación integral, para ubicar exactamente por dónde se desenvuelven los conflictos. Con ese propósito, es necesario reflexionar, al menos, sobre los siguientes asuntos: los rostros de la diferencia en clave indígena, las competencias estatales sobre recursos naturales y un aspecto de democracia intercultural que incluye ambos elementos: la consulta.

Ni exacerbación ni negación de la diferencia. La legitimidad del derecho a la diferencia se esfuma cuando una identidad se reduce a un conjunto de intereses particulares o, peor aún, cuando esos intereses solo traducen ambiciones de unos pocos miembros de las comunidades indígenas. Esto se expresa en la larga tradición de negociación indígena con el Estado neoliberal. Más allá del valor de la resistencia indígena al modelo neoliberal, en esa tradición fue común la negociación entre dirigencia indígena y empresas hidrocarburíferas, sin mediar acuerdos colectivos o, como se  señala en el Convenio 169 y la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, a partir de las decisiones de las comunidades indígenas por usos y costumbres (En realidad, normas y procedimientos propios). De ahí que se ha distorsionado el sentido de los derechos colectivos, transformándolos en simples mecanismos clientelares.

Esta “costumbre” no tiene nada que ver con los derechos indígenas. Al contrario, los niega y reduce a una negociación mercantil. Actualmente, esa “costumbre” mercantil es parte del conflicto cuando el Estado pretende implementar sus competencias privativas.

Bien vistas las cosas, cuando una movilización social no vela por la legitimidad de sus derechos, produce un acto contrario a las demandas indígenas, genera una relación mercantil que niega las propias bases de sustento de las comunidades indígenas: lo colectivo. Allí desaparece el criterio de indemnización socio-económica y aparece la compensación monetaria; desaparece la mitigación ambiental y aparece la naturaleza como mercancía.

Lamentablemente, hemos heredado esa condición del viejo Estado, y amplios sectores autoidentificados como indígenas, originarios y campesinos (por separado), la encarnan y se debaten entre la mercantilización de sus relaciones con el Estado Plurinacional y la construcción de relaciones que dejen los principios mercantiles y los reemplacen por principios comunitarios.

La exacerbación del particularismo niega la legitimidad del derecho a la diferencia y esa negación conduce a exacerbar más el particularismo. Un círculo vicioso que destruye las bases constitutivas de las naciones y pueblos indígena originario campesinos. Pero además nos enfrenta a negar lo común que nos une y que se expresa en el papel del Estado como instancia que traduce el bien común, o por lo menos debería hacerlo.

Ni Big Brother ni negación de lo común. Por definición, el Estado Plurinacional no puede desechar la legitimidad del derecho a la diferencia, pero tampoco debe aceptar el chantaje de intereses particulares que niegan lo común y, al mismo tiempo, la propia legitimidad de la diferencia.

Es necesario clarificar las competencias del nivel central del Estado, el valor de políticas públicas comunes, el significado de políticas estratégicas del Estado y su vínculo con la matriz indígena, pero como un hecho común y no una imposición gubernativa o sectorial.

La consulta como mecanismo de democracia intercultural. La consulta previa no es un nicho cerrado. Se la ideó para preservar derechos indígenas porque los Estados —por su conformación colonial— tienden a imponer decisiones que afectan los derechos colectivos y los derechos de los pueblos indígenas. Pero nada indica que sean negación de la consulta: el diálogo entre sectores que se sienten afectados y el Estado, la comunicación entre niveles del Estado sobre temas comunes, o la relación fluida entre organizaciones indígenas y órganos del Estado. No todo puede someterse a consulta. Es necesario rechazar tanto la tendencia a ver la consulta previa como un asunto autorreferencial, como la tentación de eliminarla de nuestro arsenal democrático.

Al contrario, en los conflictos sobre la explotación de recursos naturales en territorios indígenas o en tierras comunitarias, es vital, cada vez más imprescindible, definir con certeza las reglas de juego de la consulta. Ojalá la enseñanza del conflicto nos conduzca a inscribir el anteproyecto de ley de consulta en la agenda legislativa, para luego tener claridad que no se puede usar la consulta previa como chantaje ni negación de los derechos indígenas.
Dan ganas de decir… en buena hora el conflicto de Takovo Mora.