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La selección y el nacionalismo escolar

El fútbol y su relación con la política solían pensarse dicotómicamente en las ciencias sociales: “Opio del pueblo” versus “Espacio de libertad”. Si el fútbol va perdiendo su faceta lúdica y se va transformando en un producto más de la cosificación y mercantilización capitalista, es un espacio de dominación. Ratifica la alienación y permite, gracias a sus plenos poderes de distracción y entretenimiento, mantener a los poderosos en el poder. En cambio, si a través del balompié se anulan las diferencias sociales, entonces se construye un espacio de libertad con reglas democráticas. Siempre he creído que uno y otro bando piensan el fútbol y sus efectos desde miradas un tanto reduccionistas.

Visto así, el fútbol es tanto “opio del pueblo” como “espacio de libertad”. Cuentan que Gonzalo Sánchez de Lozada solía repetir que la capitalización había sido más fácil de implementar porque los bolivianos estaban preocupados por la participación de la selección boliviana en el Mundial de Estados Unidos de 1994. Pero también conviene recordar la cita de Luis H. Antezana en Un pajarillo llamado Mané: “En El katarismo de (Javier) Hurtado se lee que don Genaro Flores reunía a las comunidades del altiplano con encuentros de fútbol y que, por ahí, se habría ido conformando la CSUTCB”. Sin embargo, el fútbol es mucho más que dominación y libertad. Es un hecho social que permite mirarnos desnudos y descarnados.

La participación de la selección boliviana en las jornadas inaugurales de las eliminatorias para Rusia 2018 parece mostrar la aparición de un nacionalismo escolar que es excusa y obstáculo para no ver la realidad. Las actuaciones del equipo boliviano han desencadenado un irracionalismo exacerbado por un fervor colectivo que se concentra en el orgullo y la autocomplacencia nacionales. Pero que deja de lado el quid del asunto: las condiciones institucionales y las características deportivas en las que se apoya —o en la que trastabilla— esta selección.

El claustro inexpugnable. La palabra cambio se repite con frecuencia cuando se habla del momento que vive el fútbol boliviano. En algunos contextos, con ella se refiere a “nuevos dirigentes”, ahora a cargo de la Federación Boliviana de Fútbol (FBF) después de la oscura época chavista. La época anterior fue oscura pero sus protagonistas no han cambiado. Estos “otros” o “nuevos” dirigentes son, en el fondo, los mismos. Forman parte de la misma estructura, e incluso algunos de ellos eran aliados importantes de Carlos Chávez. El fútbol profesional boliviano sigue siendo dirigido por una institución cerrada, dominada por un grupo de dirigentes sin representación y elegidos de manera poco legítima. Son ellos los que deciden el destino de algo que nos pertenece, y emociona, a muchos.

En el fervor irracionalista que vivimos estos días se pierde de vista la falta de un verdadero recambio a nivel de instituciones y de actores. Sin embargo, “renovación” repiten los dirigentes, los medios y los aficionados, seguros de que soplan nuevos vientos.

Todo menos fútbol. Tal vez el evento que mejor retrate el momento que vive nuestra selección, como un artefacto de patriotismo barato, sea la excursión motivacional que cuerpo técnico y futbolistas emprendieron rumbo al Colegio Militar. Allí izaron con unción patriótica dos banderas nacionales y practicaron tiro —mejor hubiera sido que estuviesen practicando fútbol, pero eso es menos importante. “El entrenador destacó ‘los matices de civismo’ de la jornada”, se puede leer en una nota de prensa de aquella fecha. La población boliviana compartió las opiniones de Julio César Baldivieso. A pesar de la admiración que merece esa unión bien intencionada en torno al equipo de todos, en ese apoyo, sin embargo, parecieran nunca importar las cuestiones relevantes.

Nadie se pregunta sobre cómo deberíamos planificar el “proceso” de aquí en adelante. Nadie se pregunta quiénes jugarán y cuáles deberían ser los requisitos para las convocatorias. Nadie se pregunta qué responsabilidad tiene nuestro técnico para que nuestros cuatro mejores jugadores estén fuera de la selección. Esas no son preocupaciones relevantes frente a los argumentos esperanzados de periodistas y aficionados: el sacrificio de los “jóvenes”, la defensa a muerte de la camiseta, el sagrado amor por la patria.

Las palabras vacías. Después de la derrota sufrida contra Uruguay, los periodistas que transmitían justificaron el hecho machacando la palabra “proceso-cambio”, “proceso”, “renovación”, “juventud” se han vuelto etiquetas esenciales de cualquier discurso actual en referencia a la selección. Aunque nunca quedaba claro qué entendían por proceso, parece que se referían a que nos tocaba un camino largo por recorrer. El futuro como esperanza. Poco de concreto había en sus alocuciones sobre “proceso”.

Un ejemplo puntual de esta confusión se observa en la palabra “juventud”. Los periodistas y aficionados coinciden en que tenemos una renovada escuadra conformada por nóveles valores que acumularán experiencia para próximas competencias. “Proceso” y “Juventud”. Sin embargo, nuestros jóvenes jugadores son en realidad poco jóvenes. Veamos la edad de los jugadores que enfrentaron a Ecuador el martes último: Vaca (36 años), Zampiery (26), Martelli (29), Zenteno (30), Eguino (27), Morales (27), Flores (21), Veizaga (29), Galindo (23), Campos (27), Duk (27). Se podría argüir que la “juventud” es una construcción social subjetiva, pero decir que un jugador de fútbol es joven cuando tiene más de 25 años es creer que todos somos cojudos. Si pensamos que la “juventud” tiene relación con un “proceso” cuyo objetivo es clasificar al Mundial, ya no de Rusia 2018, sino de Qatar 2022, vemos que solo dos de nuestros “jóvenes” jugadores podrían llegar a dicha instancia —Flores y Galindo. El resto son unos “jóvenes viejos” que para el Mundial de Qatar ya estarán en la etapa final de sus carreras. Pero qué importan estos datos empíricos concretos, impotentes ante la esperanza y la retórica.

Esa es la más triste conclusión de las derrotas que sigue coleccionando nuestra selección: es mejor cegarse frente al patrioterismo y los lugares comunes sin fundamentos, que ver de frente la realidad compleja y jodida del fútbol profesional boliviano. Para qué reflexionar sobre el absurdo y excluyente diseño institucional de la FBF, para qué reflexionar sobre los pobres procesos de formación y competencia preprofesional, para qué reflexionar sobre el   deficitario estado económico de los clubes, para qué reflexionar sobre cuáles son los méritos de los que nos dirigen. Mejor cantar —con lágrimas en los ojos— Viva mi patria Bolivia y repetir palabras sin ton ni son. Así continúa el pacto de mediocridad que suscribimos todos. Porque postula una “realidad” solo discursiva y retórica, pero sin duda más amable que la podredumbre del reino del fútbol profesional boliviano.