En enero de 1995 —como resultado de la Ronda Uruguay— se establecía un nuevo marco regulatorio para el comercio internacional y quedaba constituida la Organización Mundial de Comercio. Esta nueva regulación multilateral, que sustituía un sistema de comercio de casi 50 años de existencia, traía  novedades ya que al  complejo conjunto de normas  para el comercio de mercancías se sumaban también normas para comercio de servicios y para el comercio de las ideas, es decir la propiedad intelectual vinculada al comercio.

La agenda que orientó estas negociaciones de tan amplia cobertura, resultó que era muy parecida a la  que había guiado las negociaciones y la conformación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, suscrito por Canadá, Estados Unidos y  México en diciembre de 1992. Este hecho fue interpretado, en ese entonces, como el resultado de la gran influencia que en la Ronda Uruguay tuvo Estados Unidos.

Quedó así constituida la OMC como un foro abierto de negociaciones para concertar normas que liberalicen el comercio y donde también los países acudan para solucionar sus diferencias comerciales. La definición con la que el  mundo la conoció textualmente señala: “La Organización Mundial del Comercio (OMC) es la única organización internacional que se ocupa de las normas que rigen el comercio entre los países”.

Transcurridas dos décadas de este acontecimiento —y sin que la OMC hubiera podido destrabar la Ronda de Doha también denominada como la “Ronda del Desarrollo”, lanzada  a fines de 2001 para perfeccionar los acuerdos existentes y avanzar en regulaciones sobre nuevos temas vinculados al comercio— actualmente nos encontramos con que el rol exclusivo de la OMC de regular el comercio internacional está en entredicho. Por fuera de esta organización se acaba de negociar el Acuerdo de Asociación Transpacífico, conocido por sus siglas en inglés como TPP, que involucra a 12 países de la Cuenca del Pacífico, y está en curso de negociación el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) entre Estados Unidos y la Unión Europea.

Estos dos “megaacuerdos” representan una nueva generación de acuerdos comerciales, que  seguramente tendrán la capacidad de dictar sus condiciones y sus estándares más allá de sus fronteras.

Es evidente que el primero en incursionar en esta nueva senda de regulación del comercio internacional es el Acuerdo Transpacífico, cuyo alcance es amplio y profundo, no solo por el peso económico de los 12 países que lo integran, sino porque da cobertura —bajo una concepción  muy amplia del comercio internacional— a un número sin precedentes de temas y áreas, que van desde los aranceles hasta los aspectos laborales, los derechos humanos y el medio ambiente.

Si de peso económico se trata, estos 12 países representan el 19% de las exportaciones mundiales y el 22% de las importaciones globales. El pacto de libre comercio que se está concretando entre ellos va a unir al 40% de la economía mundial sustentada en una población de 800 millones de habitantes, con el 28% de los flujos mundiales de entrada de inversión extranjera directa y el 48% de salida de la misma.

Por tanto, este Acuerdo también refleja el cambio de eje respecto del dinamismo económico y comercial en el escenario global, toda vez que después de varios siglos que el mundo tuvo como eje de la economía internacional  al Atlántico, ahora el foco de  atención se ha trasladado al Pacífico, región en la cual Estados Unidos y China están pulseando por la hegemonía comercial y geopolítica.

En este contexto, la concertación el Acuerdo Transpacífico es interpretada como un arma comercial de  Estados Unidos para enfrentar la presencia de China. Su amplio contenido temático, con altos estándares comunes, particularmente en materia laboral y de medio ambiente, da cuenta de una agenda estructurada bajo la influencia de este país. Se repite la historia, Estados Unidos en gran medida marcó la agenda de la OMC y ahora marca una nueva agenda para regular  el comercio mundial. Esta apreciación no es subjetiva, el presidente Obama en un artículo de defensa del TPP, publicado en abril en el Wall Street Journal, decía “si los Estados Unidos no escriben las reglas, lo hará la China”.

Las negociaciones de  este acuerdo han sido realizadas durante cinco años, en una gran reserva, lo cual hace que muchos sectores de la sociedad civil de los países participantes reclamen su poca transparencia y, en  consecuencia, observen su legitimidad. La limitada información que se tiene sobre sus diversos alcances imposibilitan un análisis más específico, habrá que esperar su difusión pública. Los trascendidos dan cuenta de una negociación compleja, en la cual se han tenido que encontrar distintos equilibrios para atender las diferentes sensibilidades de cada país. Los negociadores coinciden en señalar que el acuerdo final es “ambicioso, integral, balanceado y de alto estándar”.

Probablemente también resulte complejo el equilibrio que este Acuerdo tenga que lograr con la “Agenda 2030 para el desarrollo sostenible”, recientemente aprobada dentro del marco de las Naciones Unidas y que busca renovar el compromiso internacional, así como los esfuerzos nacionales, frente a las dos grandes problemáticas de la sociedad actual:  la inequidad y la sustentabilidad. Esta agenda, en varios de sus objetivos así como en sus metas específicas, asigna al comercio el rol de instrumento para el desarrollo.  ¿Será posible que la apertura comercial regulada por normas que consagran altos estándares —probablemente no alcanzables por muchos países en desarrollo— pueda compatibilizarse con los Objetivos de Desa-rrollo Sostenible?.

En este contexto, cabe una reflexión final sobre la situación de América Latina. Esta región está asistiendo al nacimiento de un nuevo escenario internacional, con nuevas normas, en un momento en el que atraviesa fuertes divisiones y discrepancias respecto a su inserción en la globalidad. Por una parte, están los países de la Alianza del Pacífico, a los cuales el TPP los fortalece, y por la otra, están aquellos que rechazan el libre comercio. ¿En estas circunstancias, será posible retomar los cauces de la integración en la región? ¿Será factible trascender la retórica que actualmente caracteriza el discurso político al respecto?