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La transición de las palabras

Los acuerdos inconscientes sobre el léxico suelen servir como termómetro para analizar las posibilidades de un consenso. Por el contrario, las divergencias en el vocabulario preludian siempre el conflicto. El autor plantea el tema en el contexto español.

/ 11 de enero de 2016 / 04:03

No hay una transición política real sin una transición de las palabras. Y así ocurrió con el abrupto lenguaje usado hace 40 años en los dos lados de la trinchera, que durante los años de democracia se fue suavizando para aproximar a los distantes. La primera reconciliación tras la dictadura se empezó a producir en el vocabulario de la política. Los términos asociados a un pasado dictatorial fueron desapareciendo del primer plano, sustituidos por otros más acordes con los anhelos de paz y libertad. Lo más interesante de ese proceso es que se produjo en los dos bloques herederos de “las dos Españas”.

La palabra “camarada” puede simbolizar ese cambio. Su pro-cedencia de tintes militares (“camaradas” eran quienes dormían en la misma cámara o camarote) no impidió, sino todo lo contrario, que se llamaran a sí mismos camaradas quienes compartían la misma fe política, ya se tratara de falangistas o de comunistas y socialistas. Pero los aires de encuentro acabaron con el predominio de este término, para ser sustituido por otros más  civiles, como “compañero” en el trato personal o “correligionario” en el público.

Ese camino de muchos años constituyó un claro proceso de enfriamiento del lenguaje. Desaparecieron “búnker” (extrema derecha), “carca” (conservador), “el parte” (informativo radiofónico)… Los términos del combate durante el franquismo dejaban paso a expresiones más técnicas y, por tanto, menos acaloradas.

La dictadura de Franco formó una sociedad ideal para desarrollar la “lucha de clases” que pretendían los marxistas. Pero casi todas las ideas de conflicto se irían desvaneciendo en el lenguaje público, y desde aquella pelea se caminó hacia la búsqueda de la “igualdad social”. Para ello fue necesario superar precisamente las “clases”. El concepto de “proletariado” (se denominó así a quienes no tenían más posesión que su propia prole) aún se refugió durante un tiempo en la expresión “clase obrera”, para transfigurarse luego en “las clases populares” y más tarde en enunciados cada vez más blandos: los “productores”, los “operarios”, los “asalariados”, los “trabajadores”, los “empleados”… Engullidos todos ahora en la “población activa” y unidos a los “parados” o “desempleados”.

En el otro lado, “la oligarquía” y “la burguesía” se transformaron sucesivamente en “la clase dirigente”, “la clase alta”, “las élites sociales”… Y hoy en día son “los ricos”.

Por su parte, “los poderes fácticos” sufrieron una transformación de significante pero también de significado. Tales fuerzas de la opresión incluían en un primer momento al Gobierno, a los grandes financieros, a la Iglesia y al Ejército. Estos dos últimos componentes desaparecieron del paquete (cambio en el significado) cuando se fue adoptando la expresión “agentes sociales” (cambio de significante), que a su vez incluyó a los sindicatos (nuevo cambio en el significado).

Las ansias iniciales de “revolución” se transformaron en propuestas de “reforma”, destiladas finalmente en el concepto del “cambio” propugnado por la campaña del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) en 1982. Las palabras “patrón” y “patronos” transmitían su vieja idea del señor a quien sirven los criados, y fueron utilizadas como descalificatorias en las canciones protesta de la época, en compañía de “el capital” o “los capitalistas”. Por eso dejaron su espacio a “empresarios”, “empleadores” o, más recientemente, “emprendedores”.

Los sindicatos participaron igualmente de este proceso (porque se trata, no lo olvidemos, de una convergencia general). La palabra “huelga” (proscrita en el franquismo, escondida tras un eufemismo como “paros”) fue recuperada con todas las consecuencias en una primera etapa. Pero algunas décadas después registró sus propias rebajas: las amenazas de huelga se presentaron ya a menudo como avisos de “conflicto” o de “movilizaciones”. Solo cuando la situación llega a un punto de no retorno aparece la palabra “huelga” con toda su fuerza.

En el marco de esa edulcoración, el “despido colectivo” (en el que los sindicatos se ven obligados a colaborar con las empresas) se ha transformado en un esquelético “ere”, después de transitar por la “regulación de empleo”, las “rescisiones de contratos” o los “ajustes de plantilla”.

Esa suavización del lenguaje alcanzó al propio vocabulario de los partidos políticos, que pasaron de albergar “tendencias” enfrentadas (con la connotación que lleva asociada el término “tendencioso”) a discutir entre “corrientes”. Más tarde se llamaron “familias”, para quedar finalmente en “distintas sensibilidades”, expresiones ambas que ya no se relacionan con ningún adjetivo peyorativo, sino todo lo contrario: las familias conducen a lo familiar, y las sensibilidades corresponden a personas sensibles.

En el ámbito del terrorismo, por el contrario, el lenguaje se endureció. Ahora nos sonrojamos al recordar que a los miembros de ETA los llamábamos “activistas” en vez de “terroristas”, o al repasar noticias donde se informaba de que una persona “resultó muerta” en vez de haber sido asesinada. Tampoco era raro oír “acción armada” en vez de “atentado”.

Los fugitivos o prófugos de ETA escondidos en Francia se denominaban “refugiados” o “refugiados vascos”, mediante un término tasado en el derecho internacional que en absoluto les correspondía, y que abarcaba a cientos de terroristas que no disponían de ese estatuto. Incluso se empleó la palabra “tregua” para los momentos en que ETA decidía unilateralmente dejar de matar, cuando tal vocablo implica la existencia de una guerra donde las dos partes disparan por igual y en la que acuerdan darse un descanso. Ni había acuerdo, ni había guerra, ni había dos ejércitos en igualdad de condiciones, pero había “treguas”.

Los propios periodistas caían a menudo en denominar “ejecuciones” a los asesinatos, en llamar “prisioneros” a los secuestrados o rehenes, o “impuesto revolucionario” a los chantajes y extorsiones…, asumiendo el propio léxico de los terroristas.

Este desenmascaramiento se produjo mucho tiempo después del proceso anterior de reconciliación de las palabras, y quizás como consecuencia retardada de aquel consenso. El vocabulario sobre ETA se endureció ya para siempre.

Por supuesto, el franquismo había puesto en marcha su propias trampas de lenguaje (por ejemplo, la de llamar “democracia orgánica” a la dictadura). Pero se puede diferenciar entre los eufemismos que cada cual aplica en su propio beneficio (y que siempre existieron) y la alteración del lenguaje político asumida por todos los poderes políticos y sociales, incluida la prensa, para constituir un cambio significativo de las referencias comunes. Esa transformación paulatina que se ha desarrollado en estos 40 años sin Franco ha sido fruto de un pacto tácito, no de una imposición de parte. Los acuerdos inconscientes sobre el léxico suelen servir como termómetro para analizar las posibilidades de un consenso. Por el contrario, las divergencias en el vocabulario preludian siempre el conflicto.

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Las ‘commodities’ y la comodidad

Para ‘commodity’, una alternativa en español más precisa y corta podría ser el adjetivo “genérico”.

/ 29 de agosto de 2018 / 04:25

En las secciones de Economía de los diarios recogen a menudo la palabra commodity, casi siempre sin explicar su significado. Muchos podrán creer a primera vista que equivale a “comodidad”; pero en tal caso caerían en la trampa del “falso amigo”; es decir, una palabra con similar sonido o escritura en dos lenguas, pero con distinto significado en cada una de ellas; es decir, lo que sucedería si alguien creyese que table en inglés o en francés significa “tabla” en vez de “mesa”.

Commodity, que en España concuerda normalmente en femenino, a diferencia de lo que sucede en América, quiere decir en el inglés general “artículo de consumo” o “producto”. En el léxico de la economía, sin embargo, su uso se ha especializado en algo parecido a “materia prima”, pero además puede referirse a cualquier bien que no posea rasgos específicos. Por ejemplo, la cebada sería una commodity porque, una vez que reúne los requisitos para ser considerada como tal, lo mismo suele darnos una que otra. Las commodities suelen competir en precio, no tanto en calidad.

El Diccionario LID empresa y economía, dirigido por Marcelino Elosúa, define commodity como “mercancía genérica”. Además, incluye la expresión commodities exchange, que traduce como “Bolsa de materias primas”.

Por su parte, las Academias indican en el Diccionario Panhispánico de Dudas que ese término inglés se usa como referencia a materias primas o bienes básicos y también con la idea de “producto objeto de comercialización”. Esta obra de consulta propone para sustituirlo las opciones “mercancías”, “artículos o bienes de consumo”, “productos básicos” o “materias primas”, según los casos.

Para obtener una alternativa en español más precisa y corta podríamos acudir al adjetivo “genéricos” (“el trigo es un genérico”), pero tal casilla ha sido ocupada ya por los medicamentos que ofrecen la misma composición que un específico y que se comercializan bajo la denominación de su principio activo. En este caso, el adjetivo se convierte en un sustantivo masculino: “me recetó un genérico”. Por tanto, convendría buscar otro vocablo. Veamos.

La idea de que una commodity es un producto que no se distingue de otros de su misma especie nos evoca el concepto de “indiferenciado”. Ya tenemos, pues, una alternativa: “Mi primo se dedica a un negocio de indiferenciados”. Pero suena raro, sobre todo por la longitud del adjetivo, tal vez; o por su extraño disfraz de sustantivo. Disponemos en cambio de la alternativa “básico”, puesto que las commodities suelen carecer de complejidades técnicas o de gran valor añadido: “Mi primo se dedica a un negocio de básicos” (del mismo modo que diríamos “mi hermana ha abierto una empresa de cítricos”).

Busco en Google “negocio de básicos” y solo ofrece ¡dos! resultados, en todo su océano de profundidades kilométricas, pero ambos encajan perfectamente en lo que aquí se expone (uno de ellos, por cierto, está publicado en El País en 2007).

Este ejercicio gimnástico solo pretendía explorar opciones frente a un anglicismo concreto y mostrar que siempre hay una alternativa en español (otra cosa es que guste o no). Pese a eso, muchos economistas y redactores seguirán usando commodity. Quizás por comodidad (ahora sí). Para ellos, claro. Para otros resultará más bien una incommodity, porque produce gran desazón leer algo y no entenderlo.

(*) Artículo tomado de El País de España.

Diccionario panhispánico de dudas, 2005
Real Academia Española (RAE)

Commodity. Voz inglesa que se usa ocasionalmente en español, en el ámbito de la economía, con el sentido de ‘producto objeto de comercialización’. Se emplea más frecuentemente el plural commodities, normalmente en referencia a las materias primas o a los productos básicos. Es anglicismo innecesario, que debe sustituirse por equivalentes españoles como mercancía(s), artículo(s) o bienes de consumo, productos básicos, materias primas, según los casos.

Alex Grijelmo es doctor en periodismo (*)

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Devaluación del amigo

Tanto se ha devaluado la palabra amigo, que prolifera en los medios el extraño sintagma ‘amigo personal’.

/ 22 de junio de 2016 / 04:49

Los amigos solían contarse con los dedos de una mano, pero ahora algunos dicen tener 2.000 o 3.000 amigos. La palabra ha registrado, pues, una notoria devaluación. Seguramente el cantante brasileño Roberto Carlos no imaginaba cuando empezó a cantar Yo quiero tener un millón de amigos que se estaba arriesgando a que su deseo se cumpliera. En su cuenta oficial de Facebook reúne 5.820.421. Como para llevárselos de copas.

“Amigo” se refiere a quien mantiene con otro una relación de “afecto personal, puro y desinteresado, que nace y se fortalece con el trato”. Según los conocidos estudios del antropólogo británico Robin Dunbar, el ser humano puede alimentar una relación estrecha con no más de 150 congéneres; es decir, personas cuyo carácter conoce, con quienes conversa a menudo y a las que puede telefonear en un caso de urgencia. La entrada de nuevos individuos en el grupo suele implicar la pérdida de contacto con otros, generalmente aquellos cuya presencia se había ido diluyendo.

Las redes sociales no parecen haber cambiado eso: la verdadera relación de un usuario con otros se mantiene en los referidos parámetros: 150 personas con las que se interactúa, y de las cuales son amigos de verdad el 3%. El resto de los usuarios relacionados solo tienen de “amigo” la palabra (devaluada).
Hace unas semanas falleció en Vigo un hombre llamado José Ángel. Sufría el síndrome de Diógenes (que consiste en acumular todo tipo de objetos y basuras), y apenas se trataba con sus vecinos. El cadáver fue hallado días después de su muerte, y nadie lo reclamó para darle sepultura. En Facebook, sin embargo, sumaba 3.544 “amigos”, ninguno de los cuales sabía realmente cómo transcurría su vida.

Tanto se ha devaluado la palabra amigo, que prolifera en los medios el extraño sintagma “amigo personal”. Esta expresión debería constituir en puridad un pleonasmo (redundancia de significado) porque se supone que todos los amigos son personales mientras no se diga otra cosa. Y si alguien necesita decir “amigo personal”, eso quizás se deba a que tiene conciencia de que existen amigos impersonales.

Este deterioro progresivo de la palabra “amigo” puede aconsejar algún día que el diccionario acote mejor su definición, a fin de mantener el prestigio de tan insigne vocablo. El amigo (sin adjetivos rebajadores) sería entonces no solamente quien cuidase una relación de afecto personal, puro y desinteresado que nace y se fortalece con el trato, sino quien además estuviese dispuesto a prestar dinero al otro sin muchas esperanzas de recuperarlo. Y a ver cuántos se apuntan a eso en Facebook.

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Habría, sería, podría, estaría…

Escribir que ‘Fulano podría haber apuñalado a su socio’ implica contar una conjetura. Pero al decir ‘la Policía sospecha que Fulano lo apuñaló’ se transmite una certeza: la Policía sospecha eso.

/ 28 de junio de 2015 / 04:03

Los profesores de Periodismo obligarán seguramente dentro de unos años a que sus alumnos escriban un verbo en modo potencial cada dos o tres párrafos. Si no, castigados al rincón. Por ese camino vamos. Ya se empieza a notar que si un periodista no dice a cada rato “habría”, o “sería”, o “estaría”, o “podría”, o “aprobaría”, o “estudiaría”…, o cualquier otro condicional o potencial, es que no está en la onda.

Seguro que le suenan a usted frases como éstas: “La Policía sospecha que el hombre habría apuñalado a su víctima antes de suicidarse”. “Venezuela sugiere que podría vetar la entrada de Felipe González”. “Fuentes de la investigación creen que serían ésos los motivos del accidente”. “Los indicios apuntan a que el incendio habría sido intencionado”…

Los autores de tales oraciones, oídas o leídas en distintos medios, coinciden en un propósito: advertir de que la información no está comprobada. Y se les puede responder, para empezar, que si la noticia no está comprobada no debería difundirse. Pero resulta que sí está comprobada. Es decir, está comprobado que la Policía sospecha eso, que Venezuela sugiere lo otro, que fuentes de la investigación creen aquello y que los indicios apuntan hacia ahí. Se trata, por tanto, de verbos principales que llevan intrínseca la idea de inseguridad, y que reflejan unos hechos ciertos: las sospechas de la Policía, las insinuaciones de Venezuela o las conjeturas de unos y otros. Por tanto, no hace falta expresar la idea dos veces (también en la oración subordinada), y menos con ese uso verbal tan extraño en el lenguaje común.

En todos estos casos se pudo haber relatado con mejor estilo: “La Policía sospecha que el hombre apuñaló a su víctima antes de suicidarse”. “Venezuela sugiere que vetará la entrada de Felipe González”. “Fuentes de la investigación creen que ésos son los motivos del accidente”. “Los indicios apuntan a que el incendio fue intencionado”.

Escribir que “Fulano podría haber apuñalado a su socio” implica contar una conjetura. Pero al decir “la Policía sospecha que Fulano lo apuñaló” se transmite una certeza: la Policía sospecha eso. En el caso de “Fulano podría haber apuñalado…” ya no se atribuye a la fuente informante la precaución sobre la probabilidad, sino que se la arroga el hablante mismo y la proyecta sobre el verbo principal.

Justo cuando acabo de escribir la oración precedente, el Telediario me da otro ejemplo: “(…) Sus compañeros estarían heridos leves”. Claro, estarían si estuvieran. Porque no se trata de una suposición de pasado (como en “los niños no vinieron, estarían enfermos”), sino de un rumor de presente (están heridos leves ahora… o no).

En este segundo grupo de condicionales, en los que el propio redactor de la noticia asume la duda (sin atribuírsela a una fuente), debemos volver al principio anterior: si no estamos seguros de lo que contamos, la mejor opción es callárselo. Y en vez de escribir lo que no sabemos, elijamos lo que sí sabemos. Por ejemplo, “los médicos señalaron que las heridas de los compañeros parecían leves”.

Es curioso que en nuestra vida cotidiana digamos “a Abundio le habría alegrado que Eduviges fuera a su cumpleaños” y se deduzca que ni Eduviges fue ni Abundio se alegró. Y que en el lenguaje periodístico la frase “a Abundio le habría atropellado un camión” transmita que no sabemos si a Abundio le atropelló un camión, aun cuando Abundio no se encuentre muy bien en estos momentos. Sin embargo, podemos deducir que a Abundio le habría atropellado un camión… si le hubiera atropellado.

Pero no deseamos adentrarnos aquí en vidriosas cuestiones lingüísticas. (Dejemos que dialoguen entre sí la Nueva gramática académica, 2009, páginas 1.794 y 1.795, y El dardo en la palabra, de Lázaro Carreter, 1997, páginas 95 y 96). Hablamos sobre todo de cuestiones profesionales. Porque tanta duda, tanta frase que insinúa, tanta conjetura, tanto hecho no confirmado… llevan al público la sensación de que los periodistas cada vez comprueban menos lo que dicen.

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Lo que encubre el ‘ajuste de cuentas’

El significado de la expresión remite a la venganza; pero podemos imaginar que esa locución fue promovida por los agresores y no por los agredidos. El que “ajusta” las cuentas cree que su acción violenta queda justificada por la deuda de su víctima y que la agresión solo deja las cosas en su sitio, con el balance en orden.

/ 8 de febrero de 2015 / 04:02

Tres hombres resultan heridos en Valencia (España) por un “ajuste de cuentas”; un menor muere en un “ajuste de cuentas”; y un “ajuste de cuentas” entre ultras provoca el homicidio de un hincha del Deportivo. Cuando escuchamos esa expresión, todos nos quedamos más tranquilos. Quizá la policía lo sabe, y por ello la usa a menudo en sus comunicados: el “ajuste de cuentas” parece un asunto bilateral y privado, y aleja del suceso a los demás ciudadanos.

El asesinato de una persona que circulaba normalmente por la calle hace que podamos ponernos en su lugar, porque nosotros circulamos normalmente por la calle. El robo a mano armada en una tienda de regalos nos hace vernos dentro de ella para comprar, o al otro lado del mostrador como posibles dueños, o como amigos o parientes de alguien que trabaja en una tienda de regalos; lo mismo que el atraco en un banco, donde nos imaginamos cajeros o clientes. En esos casos no nos creeríamos tan ajenos al suceso.

Pero si alguien atribuye el acto de violencia a un “ajuste de cuentas” nos sabemos a salvo: se trata de cuentas pendientes entre el asesino y el asesinado, en las que no tenemos nada que ver. Cosas de otros.

No obstante, podemos plantearnos algunas reflexiones sobre esa expresión que tiende a poner en igualdad de condiciones al agresor y a su víctima, quienes supuestamente saldan con la sangre un desequilibrio en su balanza de agravios. Parece inevitable que la mención de “ajuste” evoque el acto de “ajustar”: “Hacer y poner algo de modo que case y venga justo con otra cosa”. Pero esos “ajustes” de cuentas suelen implicar un “desajuste” en la proporcionalidad: un insulto se arregla con una cuchillada, el impago de una mercancía (legal o ilegal) se cobra con un disparo, el grito en favor de un equipo se hace abonar con el lanzamiento de un hincha al agua helada.

El significado de la expresión se ha tasado bien en el Diccionario (de la Real Academia Española, DRAE). La entrada “ajuste” incluye la locución “ajuste de cuentas”, que remite a su vez a “arreglo” y su correspondiente “arreglo de cuentas”, definido así: “Acto de tomarse la justicia por su mano o vengarse”.

Sin embargo, sabemos que las palabras no solo significan sino que también evocan. Y evocan porque se contaminan, porque los distintos usos en que las hemos conocido influyen en cómo las procesamos.

La fuerza de “ajuste” en la expresión “ajuste de cuentas” sugiere un equilibrio de las acciones. Si un contable nos dice que está ajustando las cuentas, entenderemos que trabaja en que cuadren el activo y el pasivo de su empresa, o en que el resultado del año responda a las salidas y entradas de dinero. “Ajuste de cuentas” da título incluso un exitoso programa de la cadena (televisiva) Cuatro referido a la economía familiar.

El significado exacto de la expresión remite a la venganza, en efecto, como sucede con la novela Ajuste de cuentas, de Benjamín Prado; pero podemos imaginar que esa locución fue promovida por los agresores y no por los agredidos. El que “ajusta” las cuentas pendientes cree que su acción violenta queda justificada por la deuda de su víctima y que la agresión no hace sino dejar las cosas en su sitio, con el balance en orden. Por el contrario, el que sufre la puñalada no considerará que ése sea el justo pago por su débito ni que con ella se ajuste la cuenta pendiente mediante un equilibrio entre los ingresos y los costes.

Aun con esas trampas, la expresión “ajuste de cuentas” leída tras un suceso nos deja tranquilos, sí. Nosotros no somos ultras, ni debemos dinero a un mafioso, ni hemos dejado deudas de droga. Pero si esa locución encubre la venganza, el odio, el desquite, la ira, la salvajada, tal vez sea bueno que nos sintamos implicados al oírla, empezando por el inmediato reconocimiento del peligro que significan las palabras que desaloja.

Los ultras, los delincuentes… también forman parte del género humano, y sus acciones nos conciernen por ello. Algo habrá fallado en el lenguaje colectivo si unos violentos tienen en su mente la expresión “ajuste de cuentas” en vez de “asesinato”.

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Palabras en busca del diccionario

Estaribel, viejuno, cotolengo, vallenato, ojiplático, cabreante, pifostio... todas palabras inventadas por el uso cotidiano de la lengua en distintos países hispanohablantes; el autor reclama que no por ello se las desprecie.

/ 12 de octubre de 2014 / 04:03

Miles de palabras seguirán existiendo aunque no figuren en el nuevo Diccionario, que ya llega. (*)  Pero casi todos hemos caído alguna vez en la calamidad de decir “esa palabra no existe”, cuando el mero hecho de haberla oído certifica lo contrario.

El lexicón académico dejará fuera muchos términos cuyo uso, sin embargo, no suena extraño. Si alguien dice “esto es cabreante” no se nos ocurrirá corregirle: “Cabreante no está en el diccionario”; aunque no esté (que no está). Se trata de una creación legítima, igual que “ilusionante” o “escuchante” (ambas entran ahora) o “murmurante” (que sigue fuera); formas todas ellas derivadas de “cabrear”, “ilusionar”, “escuchar” y “murmurar” (y que se han llamado “participios presentes”, “participios activos” o “adjetivos verbales”). No estarán algunas en el diccionario, pero sí en la gramática. Porque la lengua tiene recursos creativos. Si de “anónimo” deriva “anonimato”, ¿cómo no dar validez a “seudonimato” a partir de “seudónimo”?

El idioma nos sirve para comunicarnos, y todas sus herramientas son buenas o malas en función de los interlocutores. Muchos vocablos expresan lo que tanto el emisor como el receptor entienden; y su ausencia del diccionario no les resta eficacia.

El director del diario (español) As, Alfredo Relaño, se refería en su periódico el 24 de agosto de 2013 al “estaribel” montado en el estadio Bernabéu (y luego desmontado) para la presentación del galés Gareth Bale. Muchos lectores se estarán extrañando ahora al saber por estas líneas que la voz “estaribel” no ha sido bendecida por la Academia como instalación provisional que se destina a un fin perecedero: por ejemplo, los tenderetes de feria, el escenario del grupo verbenero o el tingladillo que se monta en el estadio madridista en días de fichaje. Sin embargo, otros no la habrán oído nunca, porque no ha logrado un uso muy amplio.

Han escrito “estaribel” autores como Pérez Galdós, Valle-Inclán, Luis Mateo Díez o Juan Madrid, pero ni siquiera los significados que le otorgan todos ellos parecen coincidentes, pues el vocablo puede interpretarse en unos casos como referencia a una instalación provisional y en otros como un lío o un embrollo. El sentido que le dio Relaño quizás sea el más extendido, y no resultaría mala alternativa esa palabra ante el anglicismo stand que se va colando en las distintas ferias comerciales.

“Pifostio” tampoco ha entrado en el nuevo diccionario, y no obstante, miles de lectores entenderán la oración “se montó un pifostio” (lío, desorden, jaelo). Y no figuran igualmente “trantrán” (“ese camarero trabaja al trantrán”, es decir, sin correr demasiado, dejándose llevar) o “bocachancla”, expresión inventada para definir a la persona charlatana, indiscreta, cuya boca se abre y se cierra como la chancla en su chasquido contra el pie.

Otras palabras que siguen en su busca de diccionario pueden sorprendernos también desde sus rinconcillos: “Rompesuelas” (amante del senderismo), “vallenato” (género musical colombiano), “cotolengo” (asilo), “ojiplático” (sorprendido), “escaldasono” (calientacamas, palabra ésta que tampoco ha sido recogida), “analema” (fotos hechas desde un mismo punto para reflejar el movimiento del Sol), “viejuno”…

García Márquez lamentaba en 1997 que la voz “condoliente” (el que sufre junto a otro) aún no se hubiera inventado. Y tenía razón. No estaba documentada entonces, según se verifica en los bancos de datos académicos; pero era una palabra posible. De hecho, el corpus del siglo XXI ya registra cinco usos literarios (en autores de España, Ecuador, México, Guinea y Colombia).

El diccionario, pues, no debe ser la única referencia para criticar el empleo concreto de una palabra. También se ha de analizar si las personas a quienes nos dirigimos la entenderán o no. Y eso resulta más fácil cuando el neologismo lo forman cromosomas reconocibles. Por ejemplo, en esta expresión oída a un adolescente: “Jo, tengo la pantalla de la tableta muy dedoseada”.

Tal sentido de “tableta” ya ha sido consagrado por la Academia. El verbo “dedosear” quizás deba acreditar todavía un mayor uso. Pero se entiende de maravilla.

(*) Se refiere a la publicación de la vigésimo tercera edición del Diccionario de la lengua española, cuya publicación está prevista para el 16 de octubre, tanto en España como en los países hispanohablantes de América. El sitio web oficial de la Real Academia Española (www.rae.es) informa que esta edición es especial, pues es “el hito más destacado de las conmemoraciones del III Centenario de la Real Academia Española (RAE), es (además) fruto de la colaboración de las veintidós corporaciones integradas en la Asociación de Academias de la Lengua (ASALE)”. 

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