Icono del sitio La Razón

Paz que no vende ni cotiza alto

De octubre al presente, para aquellos que no se libran de sentir la política como algo natural y cercano, la tela para cortar ha sido extensa. Dos elecciones en dos países de Latinoamérica en menos de tres meses han agitado —si cabe llamarle así como recurso— a la opinión pública continental. Los resultados han marcado rabiosos debates en medios y redes. Por un lado, después de 12 años en el poder, el kirchnerismo fue derrotado por alguien de quien un diputado argentino dijo alguna vez que “es medio salame, pero no fascista”. Por el otro, la oposición venezolana le arrebató al chavismo, después de casi 17 años, una victoria y se hizo con 112 de los 167 escaños en la Asamblea Nacional. El “análisis” de la izquierda latinoamericana sobre el primer caso ha sido culpar al electorado argentino, se ha señalado la votación de la ciudadana argentina como un “acto irresponsable” (no citaremos más adjetivos aunque los haya), como si a uno le gustase que le digan qué hacer y qué no en su propia casa…”.

En el caso venezolano, la “lectura” de la derecha latinoamericana fue el de abrir el paraguas antes de tiempo y descalificar el proceso electoral de inicio, como quien se resigna antes de competir para que duela menos  la posible derrota; no hace falta mencionar más que, una vez conocidos los resultados, la evaluación fue simple y llanamente una transición de la amnesia al festejo. En la bolsa de valores de la opinión, esos han sido los dos productos que más alto han cotizado este último semestre, para oficialistas y para opositores, para diestros y para zurdos.

Pero abriéndose paso en medio de todo el tumulto, visto un poco desde arriba, observado como bicho raro, habiendo sido parido con pesimismo y sin haber merecido muchas menciones de parte de los líderes de la región, ni de los séquitos que les hacen eco, asoma la cabeza en escena el proceso de paz colombiano. Se trata, ni más ni menos, de la experiencia más cercana para acabar con “el más antiguo y el último conflicto armado del hemisferio occidental…”,  tal y como declaró el mismo presidente Santos en septiembre del año pasado, después de más de 50 años de enfrentamientos entre las FARC y el Estado, después de una seguidilla de intentos fallidos por terminar con el conflicto (desde los Acuerdos de la Uribe, pasando por el Plan Colombia, hasta la implementación del Plan Patriota, solo para mencionar algunos…), pero por sobre todo, después de más de 220.000 muertes y más de siete millones de víctimas, los colombianos miran esperanzados la posibilidad de voltear la página hacia algo más.

De una agenda de cinco puntos,  el diálogo en La Habana ha logrado cerrar ya cuatro a la fecha: el pacto agrario, la participación en política de las FARC, el capítulo de narcotráfico y cultivos ilícitos y el acuerdo para el fin del conflicto, generado este año y que da paso al tratamiento del último punto de la agenda, la reparación a las víctimas del conflicto con el anuncio de la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz. En resumidas cuentas, Colombia nunca ha estado tan cerca de ponerle fin a, probablemente, la herida más dolorosa de su historia republicana. ¿Qué representa esto para Latinoamérica? ¿Qué aprendizaje dejará semejante apuesta para nuestros gobiernos? ¿Son nuestras sociedades ajenas a los conflictos y al dolor? No parecen ser preguntas que se hagan actores de la política doméstica, ante lo que viene sucediendo en Colombia ha primado la indiferencia, ¿por qué? Quizás porque la confrontación como acción política es más inmediata y genera réditos más rápidamente, tal vez como recurso político confrontar es más accesible, al final de cuentas este descansa predominantemente sobre la tenacidad y no así sobre la creatividad. O puede ser que sencillamente la paz no vende como la confrontación. Las guerras se declaran con el fin de obtener ventajas materiales, aunque no raramente intervienen motivos puramente irracionales, como, por ejemplo, las necesidades, con frecuencia exageradas, de seguridad o el “odio al otro” como inferior por ser solamente el adversario. El concepto de los recursos o elementos disponibles para resolver necesidades termina concretándose en multitud de medios e intereses posibles, los cuales parecen compensar los inconvenientes de la guerra; pero las investigaciones prácticas sobre la paz enseñan que en última instancia, los beneficios del vencedor, raras veces son mayores que los costes de la guerra como tal. Siempre antes de comenzar el conflicto, las partes estiman su realización tan favorable, que el mismo  despierta esperanzas irracionales.

La indiferencia ante el hecho colombiano es también la repulsión por los procesos y el culto a los resultados; muy pocos, hombres y mujeres de la política local, pueden hacer un balance siquiera atinado de lo que ha ocurrido en La Habana entre agosto de 2012 a la fecha. Es por eso que si el proceso arriba a buen puerto seguramente tendremos a varios de los nuestros, de ambos bandos, sacando ficha para hacerse de algún beneficio con el suceso, y si no, tendremos una continuación del silencio y la indiferencia que hasta ahora ha imperado. Que no nos asombre ni nos   escandalice, porque en resumidas cuentas, el perdón es individual, la reconciliación colectiva.