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Evaluar la evaluación del Vicepresidente

He leído con interés la evaluación del referéndum escrita por Álvaro García Linera (AGL). No me preocupa tanto su absoluta falta de autocrítica, algo que es usual, sino su lectura ciertamente errada de la realidad.

Uno, el Vicepresidente hace un análisis interesante de la nueva estructura social en el país: los cambios de una década se manifiestan en un país más urbano, con mayor clase media y menos gregario (y, por ello, más individualista). Tiene toda la razón. Sin embargo, su diagnóstico concluye de modo errado: “Acudimos a medios de movilización y de información insuficientes para (conquistar a) la nueva estructura social de clases y, en algunas ocasiones, empleamos marcos interpretativos del mundo que ya no correspondían al actual momento social”. El problema, por ende, ha sido acudir a “medios de movilización e información insuficientes” y/o a “marcos interpretativos que ya no corresponden”.

Este argumento es no solo insuficiente sino errado. Creo que aunque el MAS hubiese tenido los mejores medios de información y los más pulcros marcos interpretativos, la realidad hubiese variado poco. Y es que el problema es otro: una década de masismo ha significado una década de olvido urbano. No bastan obras de gran magnitud, como el teleférico o los trenes metropolitanos anunciados, para contentar al electorado de las ciudades. En realidad, estas políticas llevadas adelante por el Gobierno delatan su absoluto desconocimiento de la trama urbana. Comienzo recordando que la Constitución tiene un capítulo entero dedicado al “desarrollo rural”, pero no existe su equivalente al desarrollo urbano; el tema metropolitano, al margen de una ley a favor de Cochabamba, no existe en la agenda gubernamental. Y éstos son los tópicos más recurrentes, descartando que en el planeta ya se tiene enormes avances en lo que es la puesta en marcha de eco-ciudades, ciudades inteligentes, ciudades competitivas (el 80% del PIB mundial pasa por actividades productivas citadinas, algo ajeno a nuestras consideraciones productivas, extractivistas y, por ello, ruralistas), entre otras áreas de progreso planetario, ciertamente desconocidas por el Gobierno. No se puede apelar solo a los métodos clientelares clásicos o a políticas de impacto inmediato para conquistar a las clases medias urbanas.

Dos, el señor AGL cree que el problema está en el uso sucio de las redes de parte de la derecha: “Nosotros atinamos a una defensa artesanal en un escenario de gran industria comunicacional. Al final, esto también contribuyó a la derrota. A futuro, está claro que los movimientos sociales y el partido de gobierno deben incorporar en sus repertorios de movilización a las redes sociales como un escenario privilegiado de la disputa por la conducción del sentido común”. ¿Qué quiere decir esto? Pues que el problema es técnico: ellos no habrían manejado bien las redes, les faltaría capacidad o como él dice: su uso fue tan solo “artesanal”. Además de ser falsa esta tesis —el Gobierno mandó huestes virtuales en ‘modo trol’ a vilipendiar a la usanza quintanesca a diestra y siniestra—, la conclusión no solo es errada, es burda. El problema es otro, que AGL ni lo menciona: la vehemente cerrazón institucional que sufre nuestro sistema democrático. Las instituciones estatales “naturales” de control y fiscalización han sido copadas, amedrentadas o cooptadas: el Contralor es del MAS, la Unidad de Investigaciones Financieras no dijo nada respecto a las transferencias bancarias a manos de dirigentes sindicales en el caso del Fondo Indígena, la Asamblea Legislativa aplaude a quienes interpela, el Ministerio Público se convirtió en gran parte en un apéndice del Poder Ejecutivo, el Ministerio de Transparencia brilla por su ausencia y el Poder Judicial ha sido sometido dejando como saldo una justicia destrozada. Frente a ese panorama, solo queda acudir a las redes.

El problema no es técnico; no tiene que ver con la supuesta inexperiencia del oficialismo en el uso de redes. El problema es político y tiene que ver con el sesgo autoritario del Gobierno al quebrar o fagocitar a las instituciones. Si el Gobierno elimina dicho sesgo y las instituciones vuelven a funcionar para todos y no solo para sus aliados, posiblemente volveríamos a usar las redes más como vehículo de diálogo social y menos como un mecanismo de lucha política. Hay guerra sucia —claro que sí— y la habrá en la medida en que el Gobierno va cerrando las compuertas. Por ello, “mejorar técnicas” de uso de redes en filas gubernamentales solo agudizará la polarización.

Tres, AGL dice que el problema no reside en el Presidente, a quien la sociedad civil sigue amando: “El que el presidente Evo tenga una popularidad que bordea el 80% (…), constata este hecho hegemónico. Sin embargo, cuando a los entrevistados se les consulta si están de acuerdo con una nueva postulación, solo la mitad de los que apoyan la gestión responde positivamente. (Por ende), hegemonía no es directamente sinónimo de continuidad de liderazgo”. Así, AGL asevera que el Presidente sigue siendo popular y la hegemonía está intacta. Solo puedo decir que esta tesis es la que más preocupa, no solo por lo errada sino por lo mesiánica.

La promesa de transparencia que Morales hizo en 2005, y que fue el corazón de su propuesta y el rasgo más destacable de su liderazgo, quedó como eso: una promesa. La serie de actos dolosos, mentiras y estrategias envolventes —título académico inexistente, Fondo Indígena, caso Zapata, etc.—, posiblemente no han derrotado esa hegemonía de que habla, pero la han cuestionado severamente. Que AGL obvie este asunto en su evaluación tiene la clara finalidad de preservar ese tufo mesiánico del Presidente y el carácter intacto de la epísteme ideológica con la que comenzó este proceso en 2005. No lo creo. El asunto es menos idílico. Frente a un Gobierno que emprende sus contrataciones en un 98% (año 2014, datos del Sistema de Compras Estatales) vía invitación directa, debemos estar seguros (y alertas) de que el problema no solo es que la gente ame a Evo pero no quiera su repostulación. No, el asunto es que las cosas están puestas para que la corrupción sea rasgo señero de este proceso, lo que acabará quebrando la hegemonía señalada.

Cuatro y último, el Vicepresidente concluye su “autocrítica” con su arrogancia habitual: “al unificarse aquélla [la derecha] para el referéndum, se anularon temporalmente las fisuras y guerras internas que debilitaban a unas frente a otras y a todas ellas frente al MAS. Así, el ‘todos contra el MAS’ permitió que entraran, en una misma bolsa, desde los fascistas recalcitrantes y los derechistas moderados, hasta los trotskistas avergonzados. Y, en un memorable grotesco político, la noche del 21 de febrero se abrazaron quienes, pocos años atrás, estaban agarrando bates de béisbol para romper las cabezas de campesinas cocaleras…” ¿Qué nueva tesis aporta AGL? La de siempre: la del ninguneo. Parecería que solo alguna tropa de impresentables habría logrado esta victoria. Prefiero acoplarme a lo que dice Iván Arias: “la campaña ciudadana fue heroica y se impuso a las estructuras del poder controladas por un solo partido. Los miles de No fueron imparables y la estrategia del Gobierno de querer meterlos en una sola olla a todos bajo el rótulo de ‘neoliberales’ o ‘vendepatrias’ no surtió el efecto esperado”.

En suma, AGL está alejado de proponer soluciones sensatas a una derrota que las exige. Para ello, el Gobierno debería emprender sólidas reformas urbanas, respetar el pluralismo mediático, jurídico y político, luchar enfáticamente contra la corrupción y admitir que hay electorados —que conforman  casi “otra Bolivia”, me atrevería a decir— que no comulgan con el Presidente pero son igual de bolivianos. Esa es la receta. Lo demás es preservar el tono de guerra que caracteriza a este Gobierno en nombre de plantear supuestas rectificaciones. Nada más falso.