Defensoría y derechos humanos
Es necesario que, por el bien del país y de nuestro pueblo como el directo beneficiario, se hagan los esfuerzos para elegir en la Asamblea Legislativa por unanimidad al mejor candidato o candidata, de modo que la autoridad elegida goce de legitimidad; ojalá.
La sociedad política nuevamente se involucró en una más de sus controversias, esta vez para la designación del nuevo Defensor del Pueblo. Es notorio el interés de oficialistas y opositores para forjar la designación a través de la Asamblea Legislativa de un defensor o defensora que cierre filas con una de las tendencias, aunque en el discurso público, exponiendo su hipocresía, ambos enfatizan que quien se haga cargo de tan importante institución debe hacer gala de su independencia política, cuando en el fondo aspiran a que sea su aliado natural.
No obstante las más de tres décadas de democracia, las organizaciones partidarias aún no comprendieron el verdadero significado y razón de existencia de esta institución, siguen pensando que hay que disputársela para tenerla bajo su control y utilizarla contra el adversario político; su mediocridad no les permite comprender a profundidad el valor superlativo que en un sistema democrático tiene dicha entidad y la autoridad que la dirige. Ésa es la razón por la que ya se encaramaron en una vulgar confrontación, tratando cada uno de llevar agua a su molino. No se enteraron que es el Estado el que requiere autocontrolarse, creando un organismo precisamente estatal para evitar que la autoridad pública abuse del poder que ostenta, atropellando a los particulares.
Así se lo entendió en siglos pasados en Suecia, creando el Ombudsman, precisamente para controlar que la autoridad pública no vulnere derechos del pueblo o para defender a este último. Ésa es la razón original de su existencia y bajo tal premisa la institución fue extendiéndose por el continente europeo, con modalidades propias de cada país.
España la introdujo en su normativa en 1978 bajo el denominativo de Defensor del Pueblo, designado por el Congreso, modelo que se impuso en América Latina, con algunas diferencias en el nombre, pero con estructuras parecidas.
En Bolivia existe un antecedente histórico sobre esta figura y se remonta a la época del incario, escenario en el cual funcionó el Tukuy Rikuj (el que todo lo ve), se refería a un funcionario nombrado por el Inca para controlar a quienes abusaban desde las instancias de poder. Obviamente, durante la Colonia desapareció y ya en el siglo XX esta institución fue incorporada en la modificación constitucional de 1994, junto al Consejo de la Judicatura y el Tribunal Constitucional. En 1998, el Congreso Nacional designa a la primera Defensora del Pueblo, gracias a un consenso entre las diferentes representaciones parlamentarias, nombrando a Ana María Romero de Campero, quien tuvo el mérito de darle vida a este organismo y ejercer su trabajo en forma impecable, lo que, obviamente, disgustó a los poderosos de entonces, que pensaron que como ellos la habían nombrado, debía subordinarse a sus intereses. Los políticos de esa época, igual que los asambleístas de hoy, jamás entendieron el verdadero significado de la institución, doña Ana María sí; comprendió claramente cuál era su trabajo, se ganó el respaldo ciudadano y lógicamente la antipatía de los que ejercían poder.
Es necesario tomar conciencia de que el sistema democrático boliviano aún tiene muchas asignaturas pendientes, sus diferentes conductores en todas las coyunturas con facilidad reciclan comportamientos provenientes de las dictaduras, impidiendo un proceso evolutivo; mantuvieron intacta la subordinación de poderes, institucionalizando la inseguridad jurídica, no hicieron nada para generar una verdadera cultura de los derechos humanos en el país. Si bien es evidente que se suscribieron y ratificaron varios convenios internacionales en esta materia y se promulgaron normas internas sobre el mismo tema, no es menos evidente que aún existe enorme distancia entre la realidad jurídica y la realidad fáctica.
A quienes ejercen poder desde instancias estatales les incomoda los derechos humanos. En ese contexto, es natural que la vigencia de la Defensoría del Pueblo como entidad fuerte, respaldada por la ciudadanía y con una autoridad independiente no les agrada porque no tienen ningún interés de perfeccionar nuestra democracia. Ésa es la razón de fondo por la que oficialistas y opositores se involucraron en una contienda para procurar que la nueva autoridad que dirija la Defensoría del Pueblo esté de su lado, o por lo menos sea enemigo de su adversario político, precisamente porque aún no comprendieron la verdadera dimensión y sentido de existencia de dicha entidad.
En mayo, la Asamblea Legislativa Plurinacional tendrá que viabilizar el nombramiento de una autoridad que dirija la Defensoría del Pueblo por los próximos seis años. La ciudadanía espera que no se repitan las mezquindades en que incurrieron sus miembros en 2010, cuando al momento de la posesión del titular del cargo unos aplaudían y otros rechiflaban a la autoridad posesionada, al haber sido impuesta por el Gobierno; no obstante que el candidato del oficialismo había apenas alcanzado el tercer lugar en el concurso de méritos.
Es irónico que quienes promovieron su nombramiento hoy descalifican su gestión, mientras que los parlamentarios que cuestionaron su designación hoy lo adulan porque en la segunda parte de su gestión incomodó a los gobernantes.
Es precisamente ese manoseo político de la institución lo que hoy debe evitarse. Al respecto, es conveniente referirnos a lo previsto en el Artículo 218, parágrafo III de la Constitución Política del Estado, que señala: “La Defensoría del Pueblo es una institución con autonomía funcional (…). En el ejercicio de sus funciones no recibe instrucciones de los órganos del Estado”. También es importante referirnos al 221, que se refiere a los requisitos para ejercer el cargo, disponiendo: “cumplir con las condiciones generales de acceso al servicio público, contar con 30 años de edad cumplidos al momento de su designación y contar con probada integridad personal y ética, determinada a través de la observación pública”.
Se advierte que ya la propia Constitución está dando una línea a la que deben someterse los asambleístas, tanto al momento de la selección de los y las postulantes, como durante el nombramiento del titular y, posteriormente, cuando empiece a ejercer el cargo. Es decir, nos habla de la necesidad de que se trate de una persona con probada credibilidad ciudadana, comportamiento ético y que durante el ejercicio de sus funciones no debe subordinarse a ningún órgano de poder, debiendo la independencia política ser el factor principal en todas sus actuaciones.
En este momento, la responsabilidad es de nuestros compatriotas asambleístas, los que están en la obligación de promover el nombramiento de una persona idónea, es decir que, además de verificar el cumplimiento de los requisitos legales, deben buscar una persona con marcada experiencia y trayectoria límpida en la defensa de los derechos humanos, que tenga sensibilidad social y humana, vocación de servicio, espíritu de sacrificio, sin antecedentes de atropello a los derechos humanos, que no milite en ningún partido político, sea del oficialismo o de la oposición.
En cuanto al título profesional, tema que generó controversia, si bien la Constitución y la ley no lo exigen, pero considero que la comisión parlamentaria que evaluará a los postulantes debe tomar en cuenta como un valor agregado el ostentar un título, el cual, debe guardar relación con las funciones que desarrollará la autoridad a designarse.
Algo fundamental que debe intentarse, aunque nunca se lo hizo, es consensuar entre oficialistas y opositores, aunque parezca imposible. Es necesario que, por el bien del país y de nuestro pueblo como el directo beneficiario, se hagan los esfuerzos para elegir en la Asamblea Legislativa por unanimidad al mejor candidato o candidata, de modo que la autoridad elegida goce desde un principio de legitimidad otorgada por el Estado y la sociedad civil, ojalá.