Cuando el lodo es el alma
Al final —para desgracia de la patria—, Zavaleta no se equivocó en la descripción del alma enlodada de la generación de clase media que le tocó vivir (“las clases medias de Bolivia son las más ignorantes, racistas y antina-cionales del continente”), y de la siguiente generación que vio asomar.
En un reciente artículo en La Razón [Animal Político del domingo 10 de abril], Erick Ortega nos recuerda aquella lapidaria sentencia que René Zavaleta, en 1962, lanzara sobre las clases medias bolivianas: “son las más ignorantes, racistas y antinacionales del continente”. Y claro, razones no le faltaban para llegar a esa conclusión.
A Zavaleta le tocó vivir el devenir de la victoriosa insurrección armada de 1952, convertida en una genuflexión inmoral por parte de sus conductores “clase medieros” ante los dictados del Departamento de Estado norteamericano.
Con seguridad, él padeció la ignorancia de las clases medias, en la charla de copetín barato de los funcionarios “cuperos” y el superfluo lenguaje acartonado de escritores y profesionales diletantes, renuentes a cualquier atisbo de profundidad y sistematicidad de razonamiento.
En los 60, el racismo de las clases ascendentes es el mismo que el de las clases decadentes del gamonalismo abatido (son primas-hermanas). Es así que mientras las últimas consideran a los indios como seres inferiores que necesitan ser educados y civilizados para acceder a la ciudadanía, las primeras (encaramadas en el poder sobre los hombros de los mineros armados) piensan lo mismo, solo que camuflan su rechazo a cualquier tipo de consideración de los derechos colectivos de los pueblos indígenas, detrás de un supuesto “mestizaje” fallido.
En cuanto al espíritu antinacional de las clases medias, el código Davenport, que privatiza los campos gasíferos de YPFB en pleno apogeo revolucionario (1956), y la sumisión gubernamental a las políticas de contrainsurgencia temprana, adheridas a los acuerdos de la “Alianza para el progreso”, justifican no solo la dureza de la apreciación zavaletiana sino, sobre todo, el hecho de que la revolución del 52, lejos de ser “traicionada” fue abortada, desde un inicio, por la clase social que la conduce.
Evidentemente, las personas no son solo lo que hacen en un momento dado, sino también la historia acumulada de todo lo hecho tiempo después. Y, hoy, la estructura de clases sociales boliviana se ha modificado notablemente.
Tenemos nuevas clases medias, una gran parte de ellas emergentes del mundo popular e indígena, vinculadas a la academia y a la mundialización comercial que, a tiempo de optar electoralmente por un presidente indígena y por la indianización de la identidad boliviana, le han dado viabilidad técnica a los actuales procesos de nacionalización e industrialización, que son los soportes materiales de una soberanía nacional real.
Sin embargo, en medio de esa nueva generación y la que conduce la revolución del 52, hay una generación de clase media que es el retrato fiel —incluso aumentado— de la descripción de Zavaleta.
Nos referimos a la generación del “entronque histórico”, que dejará los sueños de una revolución armada continental por la prosaica realidad de los dólares preferenciales, las comisiones de las empresas públicas privatizadas y la sumisión a los caprichos hollywoodenses de los embajadores norteamericanos.
Se trata, no cabe duda, de una generación frustrada, conformada por miristas, “socialistas” y extrostkistas que, seducidos por el neoliberalismo (en general) y por el gonismo (en particular), serán incapaces de lograr nada de aquello que alguna vez soñaron y harán todo lo que alguna vez juraron combatir: entregar las riquezas del país y el mando del Estado a manos extranjeras.
Como parte de esta generación extraviada, habrá otro segmento de clase media más culta, de distinto origen y textura discursiva, pero que comparte la desventura de esa época, aunque no la estética de prostíbulo de sus compañeros de ruta. Tiene un apego señorial a la modernidad y, debido a ello, los fuegos de la plebe insurrecta del 52 le resultarán una incómoda y caótica curiosidad histórica. Así, cuando las pasiones guerrilleras y obreristas de los años 70 arrastrarán a todo el país, mantendrán una distancia melindrosa; pero cuando las trompetas de una nueva modernización, ahora con estética empresarial, toma el relevo histórico (tras el fracaso de la UDP), correrán presurosas a sumarse con entusiasmo y compromiso.
Se trata de toda una corriente generacional, que halla en el gonismo la realización de todas sus ilusiones de progreso y orden democrático controlado: disciplinamiento de las clases peligrosas mediante la desindicalización; apaciguamiento y domesticación de indios mediante políticas multiculturalistas de minorización de “etnias”; acceso a la modernidad económica de la mano de eficientes empresas extranjeras; pactos políticos de “caballeros” que atemperan y viabilizan la gobernabilidad; y un educado relacionamiento con los organismos extranjeros, que tutelan el encuentro con una globalización vertiginosa e implacable.
Son ellos quienes desde los medios de comunicación, la cátedra de gestión de negocios, las consultorías o las fundaciones defenderán —con envidiable locuacidad— el desmantelamiento de cada una de las empresas estatales en los 90. La enajenación de campos de gas, ductos de petróleo, aviones, hidroeléctricas y centrales telefónicas, producidas con el trabajo de dos generaciones, les resultará justa e inevitable para acceder a la buena voluntad de los exigentes empresarios extranjeros, promotores de la ansiada modernidad.
Para ellos (igual que para sus abuelos liberales de principios del siglo XX), patriotismo y soberanía son arcaísmos que deben rendirse ante el altar de la eficiencia y la mano “invisible” del mercado. Y, cuando el andamiaje de la impostura neoliberal comenzará a agrietarse, no dudarán —en un acto de “audacia” personal— arriesgar el apellido y sumarse a la candidatura vicepresidencial, a fin de salvar el último refugio histórico del “progreso”, ante el asedio de una plebe levantisca y de malos modales.
Una vez en gestión de gobierno, cualquier indicio de enojo de los empresarios extranjeros del petróleo les causa zozobra, pues lejos de interesarse por la patria, velan por el cumplimiento de la “seguridad jurídica” de los depredadores. Los gastos reservados corren por sus manos y no tienen ningún imperativo moral en rechazar este tipo de malversación personal de millonarios recursos públicos, como si se tratara de un derecho de casta ante el cual ningún reparo ético puede sobreponerse.
Sin dinero en las arcas públicas ni voluntad política para recuperar lo que es de los bolivianos, viajan al extranjero cada fin de año, sin decoro, en busca de la conmiseración de los organismos extranjeros, a fin de acceder a créditos para el pago de aguinaldos. Y cuando el Gobierno norteamericano exige la contraparte gubernamental para soltar alguna limosna, no dudan en ponerle precio a la soberanía, a la Constitución y a la dignidad de los bolivianos, aceptando la inmunidad de las tropas del país del norte, en el ejercicio de su intervención armada en territorio boliviano.
Al final —y para desgracia de la patria—, Zavaleta no se equivocó en la descripción del alma enlodada de la generación de clase media que le tocó vivir, y de la siguiente generación que vio asomar. Quizá en lo único en lo que careció de precisión, es en subestimar dosis de cultura general con la que la segunda generación movimientista suplió a la primera.