A poco más de un mes del estreno del documental El cártel de la mentira me parece oportuno hacer algunas aclaraciones públicas que gentilmente La Razón me permite publicar mediante esta columna.

Sobre el monto del documental: el contrato realizado entre mi empresa unipersonal y el Ministerio de la Presidencia establece la realización de un documental de 25 minutos por 40.000 bolivianos. Siendo el director del proyecto, al acordar el contrato desconocía cuánto tiempo me iba a insumir describir de manera didáctica y consistente el accionar de los medios que integran El cártel de la mentira en torno al caso Zapata.

El documental precisó finalmente de 70 minutos para plasmar lo que consideré pertinente y oportuno.Una producción audiovisual de 70 minutos —lo sabe cualquier profesional del medio— se puede cotizar entre 12 y 40.000 dólares, dependiendo los costos de producción del producto —que pueden ser muy variables— y el país de realización.

Aquí propuse hacerla en 40.000 bolivianos, unos 5.700 dólares. De ese monto, un 17% se paga en impuestos. Los costos de la producción entre los que se incluyen los honorarios de los profesionales que colaboraron, entre tres y cuatro meses con el proyecto, insumieron alrededor de 25.000 bolivianos. Saque sus cuentas y quedará claro que ni el director ni sus colaboradores se hicieron millonarios.

Pude haberle pedido al Estado que elabore un nuevo contrato por otros 40.000 bolivianos y aún más, pues mis servicios se habían contratado para una producción de 25 minutos y no para una de 70. Aun multiplicando estos ingresos el precio todavía estaría por debajo de los estándares internacionales.

Si no lo hice no fue por no defender mis derechos o por no necesitar de esos ingresos, sino por mi nula tolerancia a los trámites burocráticos. Pero en cualquier caso era mi legítimo derecho.

Claro que mucha gente ve los titulares sobre El cártel de la mentira, sobre todo de Raúl Peñaranda, y la impresión que queda es que me embolsillé 40.000 bolivianos del Estado sin mover un dedo. La canalla mediática no se privó de publicar que habían sido 40.000 dólares, lo que quedó bien instalado en buena parte de la ciudadanía. Bajo la bandera de la libertad de expresión cualquier método vale para destruir la imagen pública de quienes no están dispuestos a seguir su discurso.

Acostumbrados y convencidos acerca de la intangibilidad de su eterna impunidad, los medios del Cártel y sus analistos no tuvieron mejor idea que abrir su agenda profundamente antidemocrática y xenófoba desde varios meses antes del estreno; que el director es argentino, que el documental debería censurarse, que está hecho para desprestigiar a los medios, que la pareja del director es tal, que no es un documental, es una consultoría, un panfleto, que no es objetivo o que los entrevistados son tales o cuales. La mezquindad les ha llevado al límite de cuestionar el derecho de recibir un pago por un trabajo realizado.

Ideal sería que el Estado Plurinacional pudiera tener una institucionalidad definida para promover la producción audiovisual con mayor énfasis y sistematicidad. La dictadura cultural que pretenden mantener dichos medios se atreve a cuestionar hasta el elemental derecho del Estado a promover una producción cultural que no responda a los patrones del norte.

Este espíritu de cuerpo llegó hasta el New York Times, que publicó que en el documental “se critica a los medios que revelaron que la exnovia de Morales había dirigido contratos estatales por millones de dólares”.

Falso otra vez: no se critica a los medios por revelar la relación de Zapata con el Presidente, se demuestra con hechos irrefutables que se orquestó una campaña de desprestigio contra el gobierno y el Presidente. Es la misma línea argumental de Peñaranda, el documental estaría hecho para “desprestigiar a los periodistas”.

Bajo esa misma lógica, un audiovisual que muestre los crímenes del nazismo no serviría para denunciar crímenes de lesa humanidad, sólo sería un documental pagado para desprestigiar a Adolfo Hitler.

Me gustaría preguntarle a Peñaranda por qué insistió en instalar mediante distintos titulares que Zapata era menor de edad al embarazarse del supuesto hijo del Presidente cuando él sabía muy bien que eso no era cierto. O por qué desmereció las aclaraciones del gobierno en este sentido. Podría usar más ejemplos. El documental no se hizo para desprestigiarlo, se hizo para demostrar que ejerce el periodismo de una manera absolutamente antiética. Y se demostró.

Me cuesta tolerar la hipocresía de unos periodistas y medios que sistemáticamente levantan las banderas de la objetividad, la independencia o la imparcialidad para llevar adelante una agenda opositora, y encima basada en mentiras.

Ese es el gran debate: ¿a alguien puede parecerle objetivo, ético o imparcial todo el montaje periodístico que Juan Carlos Salazar o Juan Carlos Rivero Jordán armaron en torno a este caso y que puede evidenciarse en el documental?

Ojo, que una cosa es criticar las nacionalizaciones porque la línea editorial del medio es defender las privatizaciones, y una muy diferente es mentirle a la opinión pública y ocultar de manera sistemática las pruebas que demostraban que el supuesto hijo del Presidente no existía.

Y no es que simplemente le oculten a la opinión pública su agenda opositora, además buscan derrocar al gobierno, por la vía que fuera.

Nunca creí en la objetividad, por eso siempre consideré muy importante informar al espectador desde qué posición difundo y analizo las principales noticias del mundo; tener esa mínima honestidad intelectual me parece algo básico.

Me permito insistir; bajo la falsa e insoportablemente hipócrita bandera del periodismo libre e independiente, estos medios llevan una guerra mediática continua contra el gobierno con el objetivo de reinstalar un régimen oligárquico en Bolivia. El caso Zapata solo fue el ejemplo más obsceno. Así, teledirigen nuestra indignación y alimentan un clima de crispación social que le hace un enorme daño a la democracia.

Desde un plano estrictamente personal, puedo tener muchas críticas a los procesos de cambio y a sus líderes —y ojalá tuviéramos más espacio para la crítica—; pero quienes están enfrente no luchan por un sistema más justo, solo persiguen recuperar los privilegios de una clase racista y excluyente. Por eso mi trabajo —sin llunkeríos, que los detesto— será seguir defendiéndolos; al obrero metalúrgico, a la yegua y al indio. Eso no se negocia.