14 días del Presidente número 45
Con mayoría republicana en el Congreso, la capacidad de Trump para cumplir promesas de campaña parece ilimitada. Aunque hasta ahora no se ha materializado ni una sola de las consecuencias benéficas que él anticipó; y está por verse si alguna vez algún bienestar, propio o ajeno, llegará de sus políticas.
Los semanas cumplidas en el gobierno, ante quejas vistosas e inefectivas de la misma oposición que se quejaba primero de que le fuera bien en los sondeos y después de que ganara las elecciones, demuestran que Donald Trump ha encontrado su estilo personal de gobernar, que es de un presidencialismo expansivo.
Con mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso, su capacidad para cumplir promesas de campaña parece ilimitada. Poner freno a la migración económica, levantar un muro de control militar a lo largo de la frontera con México, deportar a los migrantes sin papeles, negar la existencia del cambio climático, rescindir unilateralmente los tratados de libre comercio: todo eso ha hecho o empezado a hacer. Hasta ahora, no se ha materializado ni una sola de las consecuencias benéficas para el pueblo norteamericano que Trump había anticipado para estas políticas, y está por verse si alguna vez algún bienestar, propio o ajeno, llegará de ellas. La superioridad de Trump ha sido intelectual, no de gestión. El presidente 45 ha reconocido el cambio, y ha sabido surfear esa ola.
No es mi presidente. Desde sus vacaciones, el presidente Barack Obama ha tuiteado su emoción ante la defensa de los valores norteamericanos en tantos lugares, tantas comunidades de los 50 Estados de la Unión. Se refiere a los vencidos en las elecciones del 8 de noviembre, que en sus marchas del orgullo se manifiestan y gritan que “Trump no es mi presidente”. Parece irrefutable.
Trump es del de los trabajadores de cuello azul, el proletariado lesionado por la globalización, no el de trabajadores de los servicios, progresistas de cuello blanco que viven en entornos suburbanos con jardines o en entornos urbanos arquitectónicamente reciclados. En términos paceños, el núcleo de los opositores a Trump formaría una suerte de “Partido de Sopocachi”.
A sangre y fuego contra el neoliberalismo. Trump ataca con una furia verbal comparable, si sus orígenes no fueran otros, a la de la izquierda sudamericana de la última década y media, al libre comercio y a la globalización. Estos principios neoliberales, esta apertura de los mercados mundiales, o esta transformación del mundo en un solo, único mercado, regido por leyes y alternancias de una oferta y una demanda planetaria, son la fuente de los sufrimientos y penurias del proletariado blanco norteamericano, cuyo nivel de vida y horizontes de expectativa mutaron a condiciones que ellos encuentran intolerables.
Un presidente nacional, popular y revolucionario. Indetenible, la ola del cambio colocó en la Casa Blanca a un empresario multimillonario y especulador, actor y protagonista sostenidamente aplaudido de suculentos talk-shows y tele realities. Fue votado por la ciudadanía que repudia a las élites, que ha sufrido la inequidad del sistema, que ha quedado fuera de los elogiados beneficios de las bodas de la democracia y el capitalismo, y que descree de lo que le dicen los medios y el sistema de educación nacional, a cuyas instituciones superiores por otra parte no puede, y en algunos casos ni siquiera quiere, acceder.
Trump atacó a Hillary Clinton como desconfiable, mentirosa, fraudulenta, falsa abogada de provincia, incapaz, corrupta, esposa que capitaliza a su esposo Presidente inmoral corruptor de pasantes en el Salón Oval de la Casa Blanca. Casi todo esto es verdad.
Arriba los de abajo. Los votantes de Trump son más pobres y menos instruidos que los que votaron por la esposa de Bill Clinton. Es cierto. Pero lo de ellos no es primitivismo, nativismo, populismo, aislacionismo. Es fatiga. Proletarios de overol de cuello azul, hartos de escuchar la lección a los desposeídos que día y noche tenían que escuchar de las élites políticas de Washington, de los medios, de Hollywood, de las corporaciones de la educación y la salud. Durante los meses que duró la campaña, fueron rutinariamente tratados de analfabetos, rústicos, racistas, xénofobos, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, supremacistas blancos, violentos, irracionales.
La parcialidad de los medios tradicionales ha sido abierta contra Trump. La consecuencia es autolesiva. De ahora en más, todas sus denuncias solo convencerán a los conversos. La mayoría que votó a Trump solo creerá a Fox News y a oscuros pero prósperos websites calculadamente conspiranoicos de la nueva derecha.
El muro a cal y canto. En las crisis, los migrantes cargan culpas. A veces, la xenofobia tiene un móvil racional, por antiético, antipolítico, y, finalmente, antieconómico que sea. Si China, si el sudeste asiático, si la globalización, quitaron trabajo al proletariado porque fabricaban más y más baratos bienes, los migrantes orientales, que califican mejor en los empleos y en la educación, quitan puestos de trabajo en el mercado laboral interno de Estados Unidos. Esto, en la franja superior de la clase media. En la franja inferior, los migrantes mexicanos, centroamericanos, haitianos, africanos, dispuestos a trabajar en negro y por pagas mínimas, también quitan empleos.
En suma, muro, control, búsqueda de antecedentes, expulsión y deportación producen lo que buscan: los barrios están más limpios, los trabajadores ‘auténticos’ tienen despejado, a su favor, el mercado. Las consecuencias a mediano plazo, obviamente, están por verse. El Washington Post, enemigo declarado de Trump, publicó un análisis según el cual el TLC de 1994 generó pobreza (y migrantes) en varios bolsones agropecuarios de México. Sin TLC, ¿menos pobreza mexicana, menos desesperada migración económica? No es en absoluto seguro, pero se verá. También se limitará radicalmente la ‘importación’ de cerebros. No más analistas de sistemas de la India. El Times of India publica: mejor para nosotros.
Nunca más invasiones militares. Trump parece una perversa respuesta a las plegarias de todos cuantos escarnecieron por un siglo la política exterior norteamericana. El ciclo que se inició en 1917 cuando Estados Unidos salió de su aislacionismo americano para intervenir decisivamente en favor de las democracias occidentales en la Primera Guerra Mundial se cierra puntualmente cien años después. La intervención militar, la ‘exportación de la democracia’, la generación por la fuerza de un ‘cambio de régimen’ en países sin sistema electoral multipartidario, que marcaron los dos periodos del último presidente correligionario de Trump, el republicano George W. Bush —que abrió dos frentes bélicos con invasiones en Afganistán y en Irak— llega a su fin. Trump no quiere que Estados Unidos sea el gendarme del mundo.
Esto no significa, por cierto, el final del Estado industrial-militar. Lo que quiere Trump es alquilar los servicios, cobrar por los sistemas de Defensa, vender armas y tecnología y experticia.
Final. En Estados Unidos, las presidenciales se han celebrado sin discontinuidad cada cuatro años desde el siglo XVIII. Desde George Washington, el agricultor que tomó las armas por la independencia, el presidente número 1 de la república federal, el que está en cada billete de 1 dólar. Las próximas son dentro de cuatro años. Muchos esperan que la regularidad se interrumpa, por primera vez en más de dos siglos.