Crónica sobre el final de una guerra
Me sorprendió la cordialidad y confianza entre quienes hasta hace poco se “agarraban a tiros”. Una carcajada colectiva estalló entre guerrilleros, ministros y embajadores cuando se advirtió que un guerrillero le “echaba flores” a uno de los responsables del cumplimiento del acuerdo: el general del Ejército colombiano Javier Alberto Flórez.
El nombre de Clara Rojas no tenía un rostro. Para mí no estaba relacionado a ninguna persona. La primera vez que lo escuché fue en diciembre de 2007 cuando viajé a Villavicencio, Colombia, como representante de Bolivia en la “Operación Emanuel”.
En 2002, Clara Rojas era asesora de la candidata a la presidencia de Colombia Ingrid Betancourt. En plena campaña electoral, cuando iba a la zona San Vicente del Caguán, fue secuestrada por las FARC. Durante su cautiverio, tuvo un hijo a quien llamó Emanuel. Retenida seis años, se convirtió en uno de los rostros que resumían el drama del conflicto, la angustia de los secuestrados, el vía crucis de los desplazados y el dolor de un país ensangrentado por más de medio siglo de guerra. Una guerra que cobró más de 8 millones de víctimas, entre ellas 200.000 personas muertas.
La “Operación Emanuel” fue un esfuerzo humanitario organizado por el presidente Hugo Chávez Frías por el que las FARC comprometieron la entrega de tres personas secuestras: Clara, Emanuel y la diputada Consuelo González. Para ello se conformó una comisión de garantes con representantes de varios países, destacando la presencia del expresidente argentino Néstor Kirchner. La comisión se trasladó a Villavicencio para esperar las coordenadas que las FARC debían proporcionar sobre el lugar de entrega de las secuestradas.
Las FARC arguyeron que debido a la fuerte presencia del Ejército les era imposible garantizar un lugar seguro de entrega, por ello la postergaron. El gobierno de Álvaro Uribe manifestó que las FARC no podrían cumplir porque no tenían en su poder a Emanuel. Los miembros de la comisión de garantes retornamos a nuestros lugares de origen. Días después, las FARC dieron las coordenadas y las secuestradas fueron puestas en libertad. Emanuel fue encontrado en una institución estatal de asistencia y pudo reencontrarse con su madre.
Flores amarillas. Diez años después, en 2017, viajé a Colombia en la primera visita en pleno del Consejo de Seguridad a un país de Sudamérica. Esto en el marco de la conformación de una misión del Consejo para que, a través de un mecanismo tripartito (Gobierno-FARC-ONU), se verifique el cese del fuego y de las hostilidades, la dejación de armas y la resolución de controversias.
Colombia demuestra que el requisito fundamental e insustituible para lograr un acuerdo de esta naturaleza es el liderazgo, la decisión y el coraje de las partes; para el caso, del presidente Juan Manuel Santos y de los líderes de las FARC, quienes a través de sus representantes negociaron la paz durante cuatro años en La Habana.
Santos nos recibió en la Casa de Nariño. La mesa que compartimos estaba adornada por unas flores amarillas que no dejaban de evocar a Gabriel García Márquez. El Presidente tenía en la solapa un pin que representaba la paloma de la paz; estaba flanqueado por su ministra de Relaciones Exteriores, María Ángela Holguín, y su embajadora ante la ONU, María Emma Mejía; dos mujeres que ayudaron a esculpir el acuerdo y la participación de la ONU en el proceso.
El acuerdo de paz es el más integral y, por tanto, más complejo de la historia. Tiene previsiones que trascienden el silenciamiento de los fusiles y crean un marco de responsabilidades y oportunidades para resolver los asuntos estructurales que fueron la causa del conflicto armado, entre ellos, la reforma rural.
El presidente Santos calificó el proceso como exitoso; describió los obstáculos de la arquitectura legal, incluida la amnistía, que se construye a distintas velocidades; advirtió del peligro de permitir demasiado tiempo entre la firma y la implementación, entre la entrega de armas y las garantías para los firmantes, entre el paso de la justicia punitiva a la justicia transicional y restaurativa.
Flores para el general Flórez. Después de un largo viaje en avión y helicóptero, el Consejo de Seguridad llegó a un campamento de las FARC. Hace no mucho tiempo, esas eran zonas de sangrientos combates a muchos frentes. Las FARC, el Ejército y los grupos paramilitares se disputaban el control de esa porción de selva. Ahora se han convertido en lugares de encuentro y esperanza.
“Gracias por ayudarnos a salir de la oscura noche de la violencia y del enfrentamiento”, nos dijo un guerrillero después de estrechar nuestras manos. Nos encontramos a guerrilleros de todas las edades, viejos combatientes, hombres y mujeres jóvenes, que tenían en su mirada la complejidad del momento que vivían: los años de la guerra, la convicción por la paz, la certeza de que el preciso momento en que depusieran las armas dejaban de ser combatientes, la angustia y temores sobre el futuro, pero sobre todo la seguridad de haber tomado el camino correcto: continuar la lucha política abandonando la violencia, dejando las armas.
Me sorprendió el grado de cordialidad y la confianza construida entre quienes hasta hace poco se “agarraban a tiros”. Como ejemplo, una carcajada colectiva estalló entre guerrilleros, ministros y embajadores cuando se advirtió que un guerrillero le “echaba flores” a uno de los responsables del cumplimiento del acuerdo: el general del Ejército colombiano Javier Alberto Flórez.
Los enemigos de la paz. Entrar en una guerra es más fácil que salir de ella. Tras cuatro años de difíciles negociaciones y firmado el acuerdo, éste fue sometido a un referéndum; la mayoría no lo aprobó. Según congresistas con quienes nos reunimos, la campaña por el No estaba cargada de mentiras, apelaban al miedo y a la venganza. Para los saboteadores del proceso de paz, la guerra solo podría terminar sometiendo al enemigo, rindiéndolo, erradicándolo.
Temores del pasado. Uno de los asuntos más delicados y que provoca preocupación general es el relacionado con el asesinato de más de 100 líderes sociales, de defensores de derechos humanos y de familiares o combatientes de la guerrilla. Para las FARC, la posibilidad de que se desate una “guerra sucia” trae el amargo recuerdo de lo sucedido a miles de militantes de la Unión Patriótica, quienes después de ser amnistiados fueron asesinados en la década de los ochenta. Este es un asunto de alta prioridad para Santos y las FARC.
Con la presencia de grupos herederos del paramilitarismo, el vacío que dejan las FARC en los territorios que ocupaban está siendo copado por traficantes de minerales y drogas; la disputa por la tierra y la venganza son algunas de las causas de esos asesinatos. Una segunda misión de la ONU se desplegaría para contribuir a garantizar la seguridad de quienes están abandonando las armas.
Existen, por supuesto, muchísimos desafíos: la arquitectura legal; el tratamiento a los disidentes de las FARC; el avance en las negociaciones con el ELN; la proximidad de las elecciones y la polarización política. Sin embargo, como reiteraron el presidente Santos y los líderes de las FARC: este es un proceso irreversible.
La utopía de la vida. El aporte a la humanidad del proceso de paz colombiano es incalculable porque se basa en los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Además, porque tiene el compromiso de resolver las causas estructurales de la guerra. Es un deber apoyarlo.
Por fin, después de diez años, conocí a Clara Rojas. En la reunión que mantuvimos con parlamentarios, la ahora diputada tomó la palabra y nos corrigió cuando reconocíamos el coraje de quiénes firmaron la paz.
Ella nos recordó que además de los firmantes el tercer vértice de este triángulo virtuoso es el de las víctimas, quienes sufriendo todavía las consecuencias de la guerra supieron perdonar y ahora apoyan la paz. Mientras ella hablaba, yo recordaba las flores amarillas de la Casa de Nariño y me daba cuenta de que la paz y la justicia son el triunfo perfecto de la arrasadora utopía de la vida.