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¡El Estado es Trump!

Luis XV de Francia resumió su concepto del poder en la célebre frase L’Etat c’est moi, es decir, “El Estado soy yo”. Donald Trump llegó a la presidencia hace cuatro meses más o menos con la misma idea. En el universo de Trump, él había sido juez, jurado y verdugo. Y no vio ninguna razón de que cambiara ese orden de cosas.

Trump no solo no conoce sino que tampoco se interesa en el sistema de controles y contrapesos consagrado en la Constitución. El poder acotado es para los fracasados, una categoría de la humanidad para la cual él reserva su máximo desdén. La semana pasada, después de haberle pasado información confidencial sobre el Estado Islámico a Rusia, poniendo en peligro a un agente de inteligencia de los aliados, Trump proclamó en Twitter que él tenía el “derecho absoluto” de hacerlo.

El absolutismo es la onda de Trump. Instaló a sus familiares en altos puestos de la Casa Blanca donde se cruzan las influencias con los negocios. Sus asistentes están aterrados. Su secretario de prensa se esconde en los arbustos. La familia lo sabe todo; los demás no saben nada. Le exigió fidelidad al director de la FBI al que posteriormente despidió por agravios de lesa majestad. Todo esto está sacado del curso básico para déspotas.

Sin embargo, el absolutismo no es la onda de Estados Unidos. De hecho, Estados Unidos se fundó precisamente para escapar del absolutismo. La declaración de independencia fustiga a la “tiranía absoluta sobre estos estados” ejercida por el rey Jorge III de Inglaterra. Entre las usurpaciones del rey: “Él hizo a los jueces dependientes exclusivamente de su voluntad durante todo su mandato, así como el monto y el pago de sus salarios”.

No es de extrañar que la Constitución estadounidense ratificada una docena de años después diga lo siguiente sobre el Poder Judicial: “Los jueces, tanto de la Corte Suprema como de las inferiores, mantendrán su cargo mientras muestren buena conducta, y recibirán una compensación por sus servicios en los plazos establecidos, la cual no va a disminuir”.

Pero Trump llegó al cargo con “muy poca consideración por la ley”, como me dijo Stephen Burbank, profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Pensilvania. Y un hombre con tan pocos conocimientos de historia tampoco tendría idea de que la Constitución reparte el poder entre tres ramas de gobierno, porque eso refleja la experiencia de haber lidiado con un rey. Era inevitable el choque entre un presidente autócrata y las instituciones de la libertad estadounidense, que se intensificó el 17 de mayo con el nombramiento de un fiscal especial, Robert S. Mueller III.

El presidente puede divulgar información si eso es lo que quiere, pero eso no es una invitación al descuido. Darle información delicada a Rusia, una potencia rival de Estados Unidos, podría plantear cuestiones legales. Cuando Trump usa la palabra “absoluto” en su defensa nos recuerda la muy citada frase de lord Acton: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Trump no necesita mucha corrupción. Él ya sabe bien de qué se trata. Ha menospreciado al Poder Judicial independiente (desestimando a un juez federal que falló en su contra, diciendo que era un “llamado” juez) y calificando a la prensa de “enemiga del pueblo estadounidense”.

El desprecio del Presidente por la Constitución quedó de manifiesto desde su discurso de toma de posesión, en el que invocó su “jura de fidelidad a todos los estadounidenses”. No, el Presidente jura “preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos”. Su fidelidad es con la ley. Ya sabemos a dónde puede conducirnos la fidelidad con el “Volk”.

Al despedir a James B. Comey, el director de la FBI, Trump puso como justificación una carta de Rod J. Rosenstein, el subprocurador general, antes de encontrar otros motivos. A Rosenstein lo engañaron y él lo sabe. Es evidente el desdén de Trump por el Poder Judicial, esta vez en la persona de un procurador federal con 27 años de carrera en el Departamento de Justicia.

Rosenstein después hizo lo que tenía que hacer al nombrar a Mueller para que investigue los lazos entre los miembros de la campaña de Trump y Rusia. Exdirector de la FBI, Mueller es un hombre de indisputada integridad. Él le dará fuerza a la FBI después de la partida de Comey.

La investigación de Mueller debe de complementarse con pesquisas del Congreso sobre la conexión rusa de la campaña de Trump, que muy probablemente avancen más rápida y abiertamente. Una no debe de excluir a la otra: son complementarias. Ya es hora de que empiece a desmoronarse el muro republicano que protege a Trump. Mueller, cuyo trabajo llevará varios meses cuando menos, está investigando violaciones en derecho penal, pero los “delitos y crímenes de Estado”, que dan base para el juicio político, no se limitan a eso.

“Es posible que algo que viole el derecho penal sea también un crimen o delito de Estado, pero no necesariamente viceversa”, explicó Burbank.

Es con este fondo de enfrentamiento doméstico que Trump llegó a codearse con autócratas y demócratas en su primer viaje al extranjero (a Arabia Saudita, Israel, Bélgica, el Vaticano e Italia) sin que sepa el mundo a quién prefiere. Él es el único al que puede culpar por la agitación. La Casa Blanca de Trump es un lugar sin valor que ha castrado el ideal estadounidense. Que este Presidente superficial y veleidoso ahora se considere el abanderado de la tolerancia religiosa global nos indica el grado en que el ego puede causar ceguera.

Richard Nixon dijo alguna vez que: “Cuando el presidente lo hace, eso significa que no es ilegal”. Pero el Estado no era Nixon, como él mismo pudo comprobar. Y tampoco es Trump, cuya educación en los próximos meses será muy dura. Trump la llama “cacería de brujas”. No, señor Presidente, eso se llama la ley.