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¿Elogio a la individualidad?

Parece que el paradigma de Robinson Crusoe (tan utilizado en la ciencia económica) ha despertado interés entre algunos sociólogos, puesto que no dudan en utilizarlo para exaltar las “bondades” del individualismo como razón de ser de toda sociedad. No otra cosa se puede inferir luego de leer el ensayo de la socióloga Pamela Alcócer —publicado en la edición de Animal Político del 23 de julio de este año (página 11e)— en el que de forma pretenciosa, al buen estilo de Francis Fukuyama, declara  “el fin de las identidades colectivas”, bajo el contexto de la globalización.

Aunque no está del todo clara la exposición de sus ideas, parece ser (al menos eso suponemos) que está en total discrepancia con los usos que se han hecho del indigenismo, de la identidad indigenista, por parte del Estado boliviano en estos últimos años. Pero, a nuestro entender, no es razón suficiente para dar por finalizado el tema de las identidades colectivas, peor aún si se opta como solución a la vana supremacía de las identidades individuales.

La autora recurre para argumentar su postura a una especie de epítome religioso, al estilo de “los seres de la luz”, cuando afirma que solo el lenguaje (interno e individual) nos permitiría hallar nuestra identidad, lo “único auténtico”, nos dirá en otra parte de su ensayo. En sus propias palabras: “Gracias al lenguaje podemos hablarnos a nosotros mismos y responder con una verdad genuina (…). En el fondo, esta es nuestra identidad: el lenguaje veraz con el que reflexionamos de manera digna. El objetivo es redescubrir nuestro ser (…). [Mediante] el acto de meditación, tranquilamente sale a la luz el ser que tenemos adentro por medio del habla sin malentendidos y sin distorsiones. La predominancia de la identidad individual es el tesoro más hermoso que nos impulsa hacia el amor y hacia una necesaria fortaleza para combatir las contradicciones éticas que nos afectan cada día.”

Pues bien, el acto del lenguaje, del habla, si bien comienza en nosotros no termina en nosotros, sino que necesita de un receptor, de una colectividad para desarrollarse, para manifestarse. En este sentido, el lenguaje es un hecho social —no solo tiene que ver con la educación formal aunque recibe mucho de ella— que sirve a las personas para reconocerse. (Intencionalmente obviamos el debate de si el subalterno puede o no hablar).

Lo cierto es que el mismo término de identidad es una construcción social y no individual, ya que etimológicamente ésta procede del latín identitas, la cual a su vez se deriva del término ídem que significa lo mismo o idéntico al género humano. Entonces, cuando uno hace referencia a “su identidad”, se la está empleando en el sentido de sí mismo con relación a otros, sus pares o similares, quienes pueden compartir una visión de mundo o una afinidad por un gusto. Sobre este último existen muy buenos estudios sobre identidades juveniles, por ejemplo.

Tratar de soslayar dicho rasgo social, como hace la socióloga Alcócer, por una individualidad maniquea, “como verdadera traza del ser”, en nada aporta a la comprensión de la realidad de una sociedad, si se la ve fuera de la historia, de la cultura, y peor aun si a estas últimas se las asocia con simples “ligaduras atávicas”, como meras ideologías simplonas. Hay que hacerle recuerdo a la autora que el individualismo también se constituye en otra ideología.     

De nada sirve si exaltas “tu poder interior, tu voluntad unívoca… [tu] historia personal, sublime y profunda”, si desconoces aquello que te constituye y permite reproducirte como individuo dentro de una sociedad; algo de lo que tanto hablo Pierre Bourdieu en términos de sus conceptos de capital simbólico y habitus.

Es cierto como dice Alcócer que la “globalización capitalista y posindustrial del siglo XXI” trajo consigo vientos “hacia un mundo abiertamente transcultural, multidimensional, agresivo pero también cosmopolita”, o lo que en otros términos quiere decir, ciudadanos de la Aldea Global, pero esto no da por concluido el capítulo de las identidades colectivas. Aun se escuchará y se hablará por mucho tiempo, en este mundo globalizado, de la identidad germana, la identidad nipona, de la identidad americana, india y judía, entre muchas otras.

No por nada Samuel Huntington, salvando las distancias teóricas e ideológicas —las cuales no compartimos—, dedicó su tiempo al estudio sobre los conflictos políticos religiosos a escala mundial de fines de siglo XX en su ya aclamada obra El choque de civilizaciones.