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Bailando al borde del precipicio

Hay un libro llamado Bailando al borde del precipicio: Una vida en la corte de María Antonieta, cuya autora es la prestigiosa periodista inglesa Caroline Moorehead, quien, basada en los diarios íntimos de una cortesana rebelde, analiza la vida de la corte de Luis XVI hasta los preludios de la Revolución Francesa. Pero en este artículo no hablaré de la autora ni de esta su obra ni de lo que aborda este texto; únicamente tomo prestado ese sugerente título que creo retrata a cabalidad la realidad de hoy.

¿Cuántas veces ha hecho gemir al mundo un político enloquecido o una turba desenfrenada? Albert Einstein soñaba con un gobierno supranacional, cosa que nunca se pudo concretar, y que acaso jamás podrá ser posible. La eficacia del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas corre el riesgo de perder su eficacia, dado que ahí están, batiéndose y sacudiéndose como nunca, Estados Unidos y Rusia. Y he ahí, en ese cónclave, la demostración fehaciente de que la conformación de estructuras políticas e instituciones es el fruto de coyunturas.

Ya todo da igual, Tabor o Parnaso. Incluso las palabras Amor y Muerte parecen sinónimas. Todos los días la palabra hiere y la acción degrada al ser humano. Intrigas, maquinaciones y maniobras que poco de todo esto sale a la luz en los medios de comunicación. La propaganda gubernamental, en casi todos sus sentidos y formas, se ha hecho inconteniblemente desmoralizadora. Los presidentes de las potencias del mundo parecerían en delirio, porque ignoran la capacidad destructiva que tienen.

Ayer el mundo vivía en ascuas por el espantajo de la bomba atómica, basada en la ecuación einsteniana E=mc2, que provocaba un bombardeo de electrones que producía la división o fisión del núcleo de un átomo, y esto, a su vez, una reacción en cadena descontrolada. Hoy, la incertidumbre gira en torno a la bomba de hidrógeno, que después de la fisión del núcleo y la respectiva reacción en cadena, gran parte del material se dispersa, dándose un fenómeno exactamente contrario al primero, o sea, una fusión, una condensación. ¿Pero cuál es, en palabras simples, el poder destructivo de estos explosivos? Una bomba atómica tiene el poder de 20 kilotoneladas de dinamita; una bomba de hidrógeno, 10.000 kilotoneladas de dinamita. Baste decir que con un par de explosiones de bombas H nuestro planeta podría desencajarse de su órbita en el espacio.

Las asimetrías de poder se han impuesto, la capacidad económica y el poder militar hoy son los que deciden el futuro de las naciones. Hoy todos dependemos de los susurros que se dicen entre ellos, los políticos de los países fuertes, y lamentablemente aquéllos parecen haber olvidado que el ser humano encierra dentro de sí un alma, un alma que además de pan, necesita verdad. Hay una gran paradoja que se presenta en este nuestro loco mundo: el vértigo del consumismo liberal por un lado, la marginación de los pobres por otro. Y ese espacio que hay entre el pudiente y el humilde se va haciendo cada vez más abismal.

Y al desquiciamiento económico y la pobreza se ha venido a sumar la amenaza de guerra. No hay derecho internacional ni diplomacia que puedan frenar su ultimátum implacable. El chantaje de los guerristas se hace incontrolable por el fanatismo religioso. Porque ayer eran el nacionalismo, los recursos naturales, el espacio vital, la gloria de la victoria; hoy la disputa la protagoniza el necio ultramontanismo, que nada tiene que ver con la sana voluntad de una deidad misericordiosa. Repitámoslo: en casos de tensión muy grave —lo ha demostrado la historia— nada valen los acuerdos ni las declaraciones ni la costumbre ni la jurisprudencia ni los más sabios principios de la doctrina del derecho, mas solamente se imponen la fuerza política y el realismo; la Realpolitik. Y es el poder el que ha dominado siempre la historia de la humanidad, ya que muy pocas veces se han impuesto la razón y el buen saber y entender como medios de resolución de controversias. Por eso los diplomáticos de las naciones débiles —económica y militarmente hablando— deben ser más hábiles y duchos que los de las naciones fuertes.

La política interna y externa de los países del mundo debe ser, ahora más que nunca, más práctica que teórica, más realista que idealista. No se habla sino de reformas constitucionales y de nuevos códigos; no hay sino partidos viejos que quieren ser jóvenes, agrupaciones ciudadanas nuevas con viejos postulados. Hay en todas partes, en fin, una política decrépita.

Si los gobernantes de las potencias orientales y de izquierda saben de un mínimo de teoría de las probabilidades, no iniciarán la guerra, y no lo harán por una razón muy sencilla: saben que la perderían, porque el viejo pacto Entente, como lo hizo en 1939, podría volver a rehacerse de las cenizas. En cambio, las naciones occidentales y cristianas sí podrían iniciarla, pero no deben hacerlo por el principio de humanitarismo para con los demás pueblos. La paz del mundo depende de las potencias cristianas y son éstas las que deben frenar la inminencia del conflicto.