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Las formas de lucha

Traducción de José Luis Exeni Rodríguez y Antoni Aguiló

Hay temas que, a pesar de tener una presencia constante en la vida de la gran mayoría de las personas, aparecen y desaparecen del radar de aquellos a quienes les corresponde reflexionar sobre ellos, sea en el plano científico, cultural o filosófico. Algunos de los temas hoy desaparecidos son, por ejemplo, la lucha social (más aún, la lucha de clases), la resistencia, la desobediencia civil, la rebeldía, la revolución y, subyacente a ellos, la violencia revolucionaria.

A lo largo de los últimos 150 años, estos temas tuvieron un papel central en la filosofía y la sociología políticas porque sin ellos era virtualmente imposible hablar de transformación social y de justicia. Hoy, la violencia está omnipresente en los noticieros y columnas de opinión, pero raramente se refiere a los temas anteriores. La violencia de que se habla es la violencia despolitizada, o concebida como tal: la violencia doméstica, la criminalidad, el crimen organizado. Por otro lado, siempre se habla de violencia física, rara vez de violencia psicológica, cultural o simbólica y, nunca, de la violencia estructural. Los únicos contextos en los que a veces la violencia adquiere condición política es la violencia en los países “menos desarrollados” o “Estados fallidos” y la violencia terrorista, considerada (y bien) como un modo inaceptable de lucha política.

En términos de debate filosófico y político, nuestro tiempo es un tiempo simultáneamente infantil y senil. Gatea, por un lado, entre ideas que lo atraen por la novedad y le confieren el orgullo de ser protagonista de algo inaugural (autonomía, competencia, empoderamiento, creatividad, redes sociales). Y, por otro, se deja perturbar por una ausencia, una falta que no puede nombrar exactamente (solidaridad, cohesión social, justicia, cooperación, dignidad, reconocimiento de la diferencia), una falta obsoleta pero lo suficientemente impertinente como para hacerle tropezar en su propia ruina.

Como la lucha, la resistencia, la rebeldía, la desobediencia, la revolución siguen constituyendo la experiencia cotidiana de la gran mayoría de la población mundial, que, además, paga un precio muy alto por eso, la disyunción entre el modo en que se vive y lo que se dice públicamente sobre el que hace que nuestro tiempo sea un tiempo dividido entre dos grupos muy asimétricos: los que no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los primeros solo en apariencia son seniles y los segundos solo en apariencia son infantiles. Son todos contemporáneos unos de otros, pero se remiten a contemporaneidades diferentes.

Revisemos, pues, los conceptos senilizados. Lucha es toda disputa o conflicto sobre un recurso escaso que confiere poder a quien lo detenta. Las luchas sociales siempre existieron y siempre tuvieron objetivos y protagonistas muy diversificados. A finales del siglo XIX, Karl Marx otorgó un papel especial a un cierto tipo de lucha: la lucha de clases. Su especificidad residía en su radicalidad (la parte perdedora perdería todo), en su naturaleza (entre grupos sociales organizados en función de su posición frente a la explotación del trabajo asalariado) y en sus objetivos incompatibles (capitalismo o socialismo). Las luchas sociales nunca se redujeron a la lucha de clases.

A mediados del siglo pasado surgió el término “nuevos movimientos sociales” para dar cuenta a actores políticos organizados en otras luchas según criterios de agregación distintos de la clase y con objetivos muy diversificados. Esta ampliación no solo ensanchaba la idea de lucha social, sino que daba más complejidad a la idea de resistencia, un concepto que pasó a designar los grupos inconformes con el estatuto de víctima.

Es resistente todo aquel que se niega a ser víctima. Esta ampliación recuperaba algunos debates de finales del siglo XIX entre anarquistas y marxistas, en particular el debate sobre la revolución y la rebeldía.

La revolución implicaba la sustitución de un orden político por otro, mientras que la rebeldía significaba el rechazo de un determinado orden político. La rebeldía se distinguía de la desobediencia civil porque ésta, al contrario de la primera, cuestionaba una determinación específica (por ejemplo, servicio militar obligatorio) pero no el orden político en su conjunto. El concepto de revolución se fue alimentando con la Revolución Rusa, la Revolución China, la Revolución Cubana, la Revolución Argelina, la Revolución Egipcia, la Revolución Vietnamita o la Revolución Portuguesa del 25 de abril de 1974 (aunque muchos, como yo, dudásemos de su carácter revolucionario).

La caída del Muro de Berlín restó actualidad al concepto de revolución, aunque el mismo resucitase algunos años después en América Latina con la Revolución bolivariana (Venezuela), la Revolución comunitaria (Bolivia) y la Revolución ciudadana (Ecuador), incluso si en estos casos hubiesen muchas dudas sobre el carácter revolucionario de tales procesos. Con el levantamiento neozapatista de 1994, el Foro Social Mundial de 2001 y años siguientes, y los movimientos indígenas y afrodescendientes, los conceptos de rebeldía y de dignidad volvieron a ser predominantes hasta hoy.

Subyacente a las vicisitudes de estos diferentes modos de nombrar las luchas sociales contra el statu quo, estuvieron presentes siempre dos cuestiones: la dialéctica entre institucionalidad y extrainstitucionalidad; y la dialéctica entre lucha violenta o armada y lucha pacífica. Las dos cuestiones son autónomas, aunque están relacionadas: la lucha institucional puede o no ser violenta y la lucha armada, si es duradera, crea su propia institucionalidad. Ambas cuestiones empezaron a ser discutidas a lo largo del siglo XIX y explosionaron en momentos diferentes al final del siglo XIX e inicio del siglo XX.

¿Por qué las menciono aquí? Porque a pesar, en los últimos 30 años, de haber sido consideradas obsoletas o residuales, ganaron últimamente una nueva vida.

Institucional versus extrainstitucional. Esta cuestión se agudizó con las divisiones en el seno del partido socialdemócrata alemán en vísperas de la Primera Guerra Mundial. ¿Luchar dentro de las instituciones? ¿O presionarlas y hasta transformarlas desde fuera por vías consideradas ilegales? La cuestión siguió su curso durante 50 años y pareció haberse agotado con el fin de la revuelta estudiantil de mayo de 1968.

Obviamente que en diferentes partes del mundo continuaron habiendo insurrecciones, guerrillas, protestas, huelgas generales, luchas de liberación; pero de algún modo se fue consolidando la idea de que representaban el pasado y no el futuro, toda vez que la democracia liberal, ahora apadrinada por el neoliberalismo global, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, la Organización de Naciones Unidas (ONU), acabaría por imponerse como el único modo legítimo de dirimir los conflictos políticos.

Todo cambió en 2011 con la ola de movimientos de protesta en diferentes países: las distintas primaveras de revuelta, el movimiento Occupy Wall Street, los movimientos de los indignados, etcétera. ¿Por qué este cambio? Sospecho que la crisis de la democracia liberal se ha venido profundizando de tal modo que movimientos y protestas por fuera de las instituciones pueden pasar a ser parte de la nueva normalidad política.

Lucha armada versus lucha pacífica. La cuestión de la violencia es el tema que el pensamiento político dominante (tan viciado en el estudio de los sistemas electorales) evitó a toda costa a lo largo del siglo pasado. Empero, los protagonistas de las luchas se enfrentaron continuamente con la cuestión en el terreno.

Obviamente que no toda violencia es revolucionaria. Durante el siglo XX quienes más recurrieron a ella fueron los contrarrevolucionarios, los nazis, los fascistas, los colonialistas, los fundamentalistas de todas las confesiones y los propios estalinistas después de la perversión de la revolución que emprendieron. Pero en el campo revolucionario las divisiones fueron encendidas: entre los marxistas y maoístas de la India y Gandhi, entre Martín Luther King Junior y Malcom X, entre diferentes movimientos de liberación del colonialismo europeo y Frantz Fanon, entre movimientos independentistas en Europa (País Vasco, Irlanda del Norte) y movimientos revolucionarios de América Latina.

También aquí —pese a la continuidad de la lucha armada en el Delta del Níger y en zonas rurales de la India dominadas por los naxalitas (maoístas)— la idea de violencia revolucionaria y de lucha armada perdió legitimidad, por lo que las negociaciones de paz en curso en Colombia son una demostración elocuente.

Empero, hay dos elementos perturbadores que quiero dar cuenta. En muchos países donde la violencia política terminó con negociaciones de paz, la violencia volvió (muchas veces contra líderes políticos y de movimientos sociales) bajo la forma de violencia despolitizada o criminalidad común. El Salvador y Honduras son casos paradigmáticos y Colombia podría serlo. Por otro lado, la lucha armada fue deslegitimada porque falló muchas veces en sus objetivos y porque se creyó que éstos serían más eficazmente alcanzados por la vía pacífica y democrática.

¿Y si se profundizara la crisis de la democracia? Uno de los revolucionarios que más admiro y que pagó con la vida su dedicación a la revolución socialista fue el padre Camilo Torres, de Colombia, doctorado en sociología por la Universidad de Lovaina. Y respondió así en 1965 cuando un periodista le preguntó sobre la legitimidad de la lucha armada: “El fin no justifica los medios”.

No obstante, en la acción concreta, muchos medios comienzan a ser impracticables. De acuerdo con la moral tradicional de la Iglesia la lucha armada es permitida a una sociedad en las siguientes condiciones.

En el libro del padre Camilo Torres Textos inéditos y poco conocidos (2016) se establece que la primera condición para que la lucha armada sea permitida es que se haya agotado todos los medios pacíficos. El segundo requisito es que se tenga una probabilidad bastante cierta de éxito; el tercero es que los males resultantes de esta lucha no sean peores que la situación que se quiere remediar, y cuarto es que haya el concepto de algunas personas de criterio ilustrado y correcto sobre el cumplimiento de esos requisitos.

A un pacifista como yo, que siempre luchó por la radicalización de la democracia como vía no violenta para construir una sociedad más justa, provoca estremecimientos pensar si en muchos países los patrones de convivencia pacífica y democrática no se estarán degradando a tal punto de que las cuatro condiciones del padre Camilo Torres puedan tener una respuesta positiva.