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Para el fondo no hay sitio

El 2003 se saldó en Bolivia con más de un centenar de muertos y casi un millar de heridos, decenas de ellos mutilados y con lesiones irreversibles. Hablamos de los trágicos 13 y 14 de febrero de ese año y de las sangrientas jornadas del denominado “octubre negro”.

Ese fatídico febrero halló en La Paz a una misión del Fondo Monetario Internacional (FMI) reuniéndose con autoridades del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada para plantear la reducción el déficit fiscal de 8,7% a 5,5%. Los gobernantes estudiaron subir impuestos a empresas petroleras transnacionales que años antes se habían adueñado del negocio vía capitalización. Y un impuesto al salario.

En esa segunda opción, el FMI recomendó aplicar el tributo a partir de quienes ganaban más de $us 555. Sin embargo, Sánchez de Lozada anunció, el 9 de febrero de 2003, que la medida se aplicaba desde los dos salarios mínimos, un equivalente a $us 110.

¿Por qué el gobierno del MNR y sus aliados MIR y NFR prefirió impuestos al trabajador y no a las petroleras? Pues porque en ese momento Goni alentaba, junto a las compañías transnacionales, la posibilidad de exportar por Chile gas natural a Estados Unidos, y él consideró que gravar a las petroleras ahuyentaría esa su inversión.

La receta “sugerida” por el FMI, afilada por el gobierno de Goni, debía asegurarle al erario público $us 90 millones, pero le dejó 34 muertos y más de dos centenares de heridos.

En Desafiando la globalización (2008), Jim Shultz y Melissa Crane, ambos estadounidenses, cuentan que “mientras la violencia tomaba las calles, los funcionarios del FMI abandonaron Bolivia. Rumbo al aeropuerto, debieron haber pasado por el edificio donde Ana Colque fue asesinada. Al día siguiente, el Fondo dijo que lamentaba los trágicos eventos en Bolivia y expresaba su interés por “continuar negociando con el Gobierno boliviano”.

Y las “negociaciones” continuaron en octubre de 2003 y fueron hasta 2005, cuando el país pasó a ser gobernado por Carlos Mesa. Tras la “guerra del gas” de octubre de 2003, que arrojó un saldo de 80 personas muertas y medio millar de heridas, el FMI condicionó su “apoyo” a los resultados del referéndum de 2004: un préstamo de $us 150 millones dependía de una respuesta a favor de exportar gas.

En marzo de 2005, para asegurar la aprobación de un paquete anual de préstamos del FMI a Bolivia, Mesa prometió que no renegociaría los contratos con las petroleras que controlaban el negocio. Luego, en mayo de 2005, tras la aprobación de la nueva Ley de Hidrocarburos, tanto el FMI como el Banco Mundial se apresuraron en advertir que con esa nueva norma habría una fuga de inversiones.

No deja de ser llamativo que tras la capitalización de YPFB, la empresa generó menos de la mitad de los ingresos que brindaba cuando era estatal. Es más curioso que mientras Bolivia producía 135% más de petróleo y gas, los ingresos se congelaron. Ergo, el pronóstico del FMI sobre mejoras en la economía se hizo añicos.

En 2003, Bolivia tenía un PIB que apenas superaba los $us 8.000 millones, mientras que el ingreso per cápita anual rozaba los $us 900. Cerca del 80% de la población rural y el 60% de la población urbana vivía en situación de pobreza. La renta petrolera bordeaba los $us 300 millones, mientras que las exportaciones eran de $us 800 millones. El salario mínimo fue de Bs 440, equivalentes a $us 55. El desempleo golpeaba al 14% de la población. La inversión pública era de casi $us 500 millones, de los que el 65% venía de donaciones y créditos. Las reservas sumaban $us 1.700 millones.

El déficit fiscal rondaba el 8% y los recursos del Tesoro no alcanzaban para pagar el aguinaldo a empleados públicos, maestros, uniformados y trabajadores en salud. Era cuando entraba en escena el FMI “recomendándole” a Bolivia suscribir un pacto stand by, algo parecido a un salvavidas de plomo: medidas extremas de ajuste, de shock, que ignoraban el sufrimiento de los más pobres, asegurando, en contrapartida, ganancias para firmas extranjeras, entre ellas las petroleras.

Con los decretos de nacionalización del 1 de mayo de 2006, el Estado recuperó los hidrocarburos, además de servicios estratégicos y emprendió una nueva forma de planificar y ejecutar el desarrollo. Con una fuerte inversión estatal, con industrialización y una justa redistribución de la riqueza, los números en rojo desaparecieron y así la obligación de acatar a pie juntillas las “recomendaciones” del FMI.

Fue así que, por ejemplo, en 2016, el PIB llegó a los $us 35.000 millones, mientras que ese mismo año, el ingreso per cápita sobrepasó los $us 3.000. En la última década, cerca de dos millones dejaron la condición de pobreza. La renta petrolera creció exponencialmente llegando en 2013 a $us 5.000 millones. Las exportaciones en estos últimos 11 años bordearon los $us 10.000 millones y el salario mínimo se sitúa hoy en Bs 2.000, esto es $us 290. Las reservas internacionales rondan los $us 10.000 millones y la inversión pública pasará este año los $us 6.000 millones. Entre 2006 y 2016, en lugar de déficit, hubo superávit.

Si antes de 2006 el FMI llegaba a Bolivia para “recomendar” ajustes que bajen el déficit a 5,5% anual, pregunto: ¿Qué podría venir a recomendar si hay superávit? El Fondo vino y lo hizo con una delegación de cinco funcionarios que permanecieron 10 días en el país.

El martes 31 de octubre, la presidenta de Diputados y el suscrito recibimos en la Asamblea a Nicole Lafromboise, Deputy Division Chief, Western Hemisphere Department (sic). Tras el protocolo de rigor y para sorpresa nuestra, llegaron las “recomendaciones modelo 2017”. Por favor, tome nota: subir el dólar, congelar los salarios, levantar el subsidio a los combustibles y bajar los impuestos a los empresarios. Todo eso rociado por la molestia que le provoca al FMI todo aquello que sea intervención estatal.

Nos queda claro que en estos casi 12 años, Bolivia cambió, pero el FMI no: sus recetas lucen tan perversas cuanto anacrónicas. Con esa misma claridad, vemos que la entidad aún no se percata de que su razón de ser es la lucha contra la pobreza, no la lucha contra los pobres. Por eso, la diputada Gabriela Montaño y yo, además de hablar de viejas recetas que nos dejaron más pobreza, luto y dolor, le dijimos a la señora de apellido raro: “No, gracias”.

Parafraseando a Shultz y Crane, diríamos que en ese inicio de noviembre de 2017, mientras la calma tomaba las calles paceñas, los funcionarios del FMI abandonaron el hotel, se dirigieron al aeropuerto de El Alto y dejaron Bolivia. En su ruta debieron haber pasado por el edificio donde, ese aciago febrero de 2003, la enfermera Ana Colque y el albañil Wilmer Collanque fueron abatidos, y la médica Carla Espinoza miró a los ojos a la muerte.

Abrigo la esperanza de que esa ceguera intencional que suelen tener algunos burócratas internacionales no les haya impedido a estos ilustres visitantes ver el teleférico que pasaba sobre sus cabezas, sufrir la construcción de la moderna autopista La Paz-El Alto, disfrutar de la nueva terminal aérea y de los aviones BoA, todas exitosas iniciativas del Gobierno, sin muertos ni heridos. Sin sufrimiento para los pobres. Sin “recomendaciones” del FMI. Con dignidad y soberanía.