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Las clases medias en disputa

La publicación de nuestro ensayo “La asonada de las clases medias decadentes”, en el suplemento Animal Político, ha generado un extenso y sano debate que muestra hasta qué punto los conceptos sobre las clases medias son tanto un espacio de disputa como de intencionalidad performativa (Austin).

Una parte de los críticos conservadores han preferido eludir el debate conceptual o estadístico y han optado por esconder sus limitaciones intelectuales refugiándose en el expediente del agravio. En vez de proponer una manera distinta de conceptualizar las clases medias, o sus procesos de movilidad y sus discursos organizadores, han reclamado el que se les diga que son “decadentes”. Usamos esa palabra no como adjetivo descalificador, sino como categoría que describe un proceso objetivo de crecimiento demográfico de la clase media y, por tanto, de devaluación inevitable de los antiguos bienes patrimoniales, culturales o simbólicos, monopolizados por las antiguas clases medias. Son 2,2 millones de nuevos integrantes de clase media, en términos de relaciones laborales, o tres millones en términos de capacidad de consumo en apenas una década, que hablan de una saludable y necesaria ampliación de la clase media boliviana que convierte el clásico triángulo social de décadas atrás, con el que se representaba a las jerarquías sociales, en un rombo, tal como lo describe el periodista Yuri Flores.

Pero, este proceso de democratización de la riqueza, eso es, en el fondo, el significado del surgimiento de una nueva clase media, lleva, inexorablemente, a que los antiguos ocupantes de ese segmento social ahora tengan que compartir el espacio social con otros sectores advenedizos que, con su sola presencia, devalúan, por su masificación, los antiguos reconocimientos, jerarquías, privilegios y espacios que ocupaban (cines, colegios, universidades, urbanizaciones, lugares de recreación, entre otros). Y si la clase media tradicional no despliega estrategias para reconquistar la “exclusividad” de esos o nuevos recursos, bienes, posiciones y reconocimientos de clase media, está claro que tenderá a descender socialmente, es decir, a ubicarse como decadente. Se trata de un proceso objetivo de desclasamiento y reenclasamiento social, y nadie, con un poco de inteligencia, debería enojarse por ello.

En este bloque de agravios, no puedo dejar de mencionar el extravío histórico de Carlos Mesa al considerar que la “clase media” fuera la “depositaria” de los valores democráticos, dejando entender que el resto de las clases populares fueran antidemocráticas y autoritarias. Se trata, ciertamente, de un apego espontáneo a lo aristotélico del “justo medio” como depositario de las virtudes del “buen gobierno” que no solo reproduce el viejo prejuicio señorial sobre la “incivilidad” de las clases populares, sino que también borra injustamente la evidencia histórica de que quienes conquistaron la democracia en Bolivia siempre han sido las clases trabajadoras, y que la profundización de esa democracia solo es posible mediante más participación de esas clases trabajadoras a las que pareciera aborrecer.

Un segundo grupo de artículos han polemizado aspectos interesantes que hay que rescatar. Unos han observado las características de mi definición de clase media. A quienes observan por la importancia que asigno a la relación de propiedad económica, decirles que eso permite precisamente separar a obreros y trabajadores calificados que, pertenecientes a la clase obrera, debido al aumento de sus niveles de ingresos en la última década, son confundidos con “clase media”. Y a aquellos que han desempolvado el viejo manual de economía política de Nikitin para exigir una lectura exclusivamente economicista del concepto de clases, simplemente decirles que la sociología moderna y las más sofisticadas corrientes marxistas han enriquecido notablemente el concepto relacional de “clases sociales”, han incorporado otros “bienes” y tipos de “propiedades” en la estructuración estadística de una clase social, como los bienes culturales, los bienes educativos, los bienes simbólicos, los bienes organizativos, e incluso, en sociedades poscoloniales, los bienes “étnicos”. Ya el propio Marx, recomendó tomar en cuenta en el estudio de las clases sociales la lucha por la “distinción” en “los modos de vida, sus intereses y su cultura”.

Sin embargo, quiero detenerme en dos lúcidas reflexiones. La primera de Gustavo Luna que señala que en los últimos dos años ha habido una ralentización en el crecimiento de la economía (de 5,5% a 4%), de la inversión pública y del consumo de los hogares. Estas tres variables han crecido, y han sido las más altas del continente; pero han crecido a una tasa menor, entre un 20 a un 30%, que en años anteriores. Es decir que habría un dato objetivo en la economía que hubiera impactado en las subjetividades sociales. El incremento del consumo, la expansión de contrataciones, consultorías, emprendimientos personales que tenían una tasa de crecimiento elevada y habían generado expectativas y apuestas hacia futuro, en términos de inversión, estudios y empleo, se han visto obstaculizadas parcialmente en los dos últimos años, creando las condiciones de un malestar social urbano de clase media que logró ser canalizado por construcciones discursivas conservadoras y convocatorias corporativas como la de los médicos.

En todo caso, si esta hipótesis fuera cierta, la recuperación económica mundial de 2017, el incremento en más del 30% del precio del petróleo en los últimos meses y el efecto irradiante de las inversiones industriales, tanto públicas como privadas ya en marcha, dinamizarán nuevamente este año, 2018, el “segundo motor” de la economía boliviana, el sector externo, con lo que habrá de superarse a corto plazo este elemento objetivo de malestar. Todo dependerá ahora de la capacidad de construcción discursiva y simbólica con la que actúen el partido de gobierno y la oposición para significar, subjetivar y politizar estos cambios materiales.

Un segundo aporte notable viene de parte de Manuel Canelas y Amaru Villanueva quienes, por separado, observan que las clases medias tienden a satisfacer sus nuevas demandas ya no en el Estado, sino en el mercado. Es una idea interesante en tanto te exige comprender que el mediador “visible” de la clase media con sus nuevas expectativas de estatus social (Weber) ya no es directamente el Estado y sus instituciones, sino el “mercado”, los bancos, las empresas privadas, los emprendimientos personales, y demás. Sin embargo, tampoco se puede caer en la ilusión liberal de que el “mercado” es un ente al margen de las personas, los grupos, los intereses y del propio Estado. ¿Quién fija las tasas de interés bancario para la vivienda del profesional o la iniciativa productiva de los nuevos emprendedores? El Estado. ¿Quién dinamiza determinadas ramas de la economía o prioriza la demanda de ciertas profesiones en la que el joven profesional puede hallar más oportunidades de empleo? El Estado. Y en una sociedad donde el Estado controla el 60% de la inversión y el 40% de la economía, el Estado atraviesa directamente la suerte y las oportunidades del conjunto de la sociedad y, en especial, de las clases medias. Por ello, lo que ha ampliado la clase media en Bolivia en esta última década no es el “mercado”, sino el Estado, y su manera de influir o de ampliar el mercado. No hay que olvidar que el Estado se desempeña en realidad como un “Banco Central” (Bourdieu) que acumula, regula, distribuye, valora y devalúa los distintos capitales, bienes, propiedades y prestigios que acumulan todas las clases sociales. Que esto no haya podido ser “visibilizado” como un relato orgánico en el sentido común (Gramsci) de la nueva clase media habla más de una incomprensión gubernamental de los alcances de su propia obra que de una autonomía real de las clases medias respecto a la dinámica estatal.

En todo caso, lo importante de todo ello es que al lado de la antigua clase media se ha instalado una nueva clase media de origen popular, que ha satisfecho sus necesidades básicas como el acceso a agua, alcantarillado, asfaltado de calles, gas, transporte, educación, vivienda propia y que ahora se lanza a la búsqueda de otros servicios como la calidad en la atención de salud, bienes de consumo selectos, esparcimiento, viajes, entre otros.

Estamos, por tanto, ante la búsqueda de bienes que ya no están vinculados a la circunscripción territorial del hogar, la comunidad y la fábrica, que eran los lugares de la militancia sindical, de la junta de vecinos o la comunidad campesina. Es decir, estamos ante sujetos en proceso o plenamente desindicalizados y desterritorializados lo que significa que son portadores de otra concepción del mundo, del orden lógico e instrumental de las cosas.

Claro, el orden sindical boliviano en cierta medida fue una fuerza productiva de la escasez; y más que una pertenencia organizativa es una manera de ser en el mundo, de acceder a derechos, de conseguir reconocimiento social, de construir memoria colectiva, de remontar adversidades y de ubicación moral en las contingencias cotidianas. La subjetividad sindical ha construido el espíritu articulador de lo nacional-popular en los últimos cien años. Y ahora resulta que una tercera parte de la población se ha desindicalizado, se ha individuado abruptamente y con ello ha dado lugar a una nueva cultura de ubicación y de organización del mundo que tal vez ya no puede ser convocada por los antiguos códigos discursivos y que, de hecho, reclama la impronta de sus propios códigos en el espacio de los reconocimientos y articulaciones políticas.

De manera resumida, hay un importante sector social, las nuevas clases medias, que, proviniendo de las clases populares, ya no milita en ningún movimiento social territorial, pelea por una cultura de distinción y su modo de unificación política es una incógnita. Su procedencia popular, el que el padre o los parientes militen en un sindicato, junta de vecinos o gremio, sumado a que estos vínculos sindicales-comunales le permitan una interlocución instrumental más fluida con los mecanismos de contratación o inversión estatal, pueden hacer pensar que es sensible a la narrativa e interpelación sindical. Pero, a la vez, sus nuevas condiciones de vida, sus aspiraciones de reconocimiento y sus nuevas expectativas, parecidas a las de la clase media tradicional, la pueden llevar a inclinarse por la irradiación conservadora de la clase media descendente. Está claro, entonces, que la conformación de la identidad y filiación de las clases medias es hoy un espacio de intensas luchas y disputas políticas que habrá de dirimirse en los siguientes años.

Pero, además, hay un cambio tecnológico que está complejizando y acelerando el perfil e inclinaciones  sociales de las clases medias: el internet. Si bien es un soporte tecnológico de comunicación, como lo es la televisión, la radio o la imprenta, es el primer soporte adecuado a la individuación desterritorializada propia de las clases medias. El internet en el celular no solo afianza el rompimiento de los vínculos corporales propios del sindicalismo, la vecindad y el gremio; sino que también se apoya en la individualidad desterritorializada resultante, para brindarle herramientas de nuevas hermandades, de nuevas filiaciones sin anclaje territorial y virtuales. El Facebook o el WhatsApp son los lugares de construcción de las nuevas “comunidades” de afinidad temática en las cuales el usuario, en su soledad y con el solo movimiento de un dedo, puede comunicarse, dedicar tiempo y hallar espacios de reconocimiento, identidad y militancia. En cierta medida, el WhatsApp y las “redes sociales” son una suerte de atenuado y aséptico sindicalismo desterritorializado, pero con capacidad de producir “conocimientos”, sedimentar emociones y anclar certidumbres colectivas.

Su impacto político radica en que puede unir criterios y movilizar expectativas sin necesidad de reunir personas, incluso en el anonimato. Su límite deliberativo, y por tanto democrático, es que desde ese anonimato carente de responsabilidad pública o contraparte atenuante, es propenso a la manipulación para gatillar los temores, ignorancias y emociones más primitivas para alcanzar un objetivo político.

De hecho, aquí radica una de las principales lecciones de las luchas en torno al Nuevo Sistema del Código Penal. No basta tener la razón y la verdad racional sobre las cosas. Si no tienes de tu lado también las emociones, entonces, la mentira o la “verdad emotiva” es la que triunfa. Y el lugar más rápido, generalizado e irresponsable para producir vertiginosamente “posverdades”, falsedades emotivamente manipuladas para aparecer como verdades temporales o, si se prefiere, el desplome de la responsabilidad moral de contrastar los hechos, son precisamente las redes sociales, convertidas hoy en lugar de concurrencia privilegiada de las clases medias. Si en general el acortamiento de distancias entre los ingresos económicos de las clases populares respecto a las clases medias tradicionales tiende a producir un “pánico de estatus” (Lipset), acentuando el apego a ideologías ultraconservadoras y racistas, es probable que la profusión de absurdos emotivos (“te van a quitar tu casa”; “van a encarcelar a los que oran”; “van a subir los impuestos”; “van a permitir vender droga en los colegios”…) haya podido apoderarse tan rápidamente del imaginario de estas clases medias descendentes.  

En síntesis, estamos ante un rediseño de las identidades colectivas y el bloque nacional-popular que se construyó a lo largo de los últimos 15 años tiene, en la posibilidad de articular a estas nuevas clases medias, a sus códigos y narrativas, el reto de continuar siendo hegemónico.