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Dentro del cerco de La Paz

Con el conocimiento general que se tiene de cualquier hito de la historia sucede que termina siendo un lugar común que se repite de memoria y dura lo que una oración. Es decir, que los hechos terminan velados por algún breve cliché. Es lo que precisamente sucede con el Cerco a La Paz de 1781. El conocimiento general del suceso comienza y termina en la anécdota de Las Alasitas y la frase de Tupac Catari. Para estimular el interés sobre este suceso pongo una selección de fragmentos de documentos citados por María Eugenia del Valle y su monumental Historia de la rebelión de Tupac Catari, 1781-1782 (reeditado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia), los cuales narran las durísimas vivencias de los habitantes de La Paz. Se centra la selección en lo que sucedía dentro de los muros de la ciudad.

Por el libro nos enteramos de manera descarnada cómo fue el cerco para los citadinos y qué sucedía en extramuros, si bien la relación de los hechos se centra en el interior de la ciudad de La Paz.

El 15 de marzo, los sublevados se instalaron en El Alto e iniciaron el cerco, el 21 de ese mes se completó el encierro de la ciudad durante 109 días de penurias conocidos como “primer cerco”, hasta el 30 de junio.

En intramuros se narran, en diarios de los habitantes, casos espantosos: antropofagia, enfermedades, muertos en combate o por inanición.

Un diario anónimo consigna las primeras noticias: “Se trata del asalto indígena a la iglesia de Santa Bárbara, donde ‘muchos hombres, mujeres y criaturas de toda clase de gentes’ fueron pasados a cuchillo, encontrándose los cuerpos de las mujeres ‘con las piernas abiertas […] pues los enemigos las usaron antes y después de muertas en sagrado’, es decir, en el interior de la iglesia”.

“A menos de un mes de iniciado el asedio, ya se iba notando la acción del hambre, por la referencia continua a la salida de mujeres que iban de madrugada a buscar algo de comer a las chacras y eran atacadas por indios emboscados en las casas quemadas y destruidas”.

Por los muertos en combate que quedaban abandonados en extramuros uno se puede imaginar una atmósfera pestilente.

“El 5 de abril se produjo un nuevo desastre. Esta vez, todos los diarios coinciden en culpar del descalabro a los defensores, que no obedecían […] y huían desordenadamente, produciendo pánico en los demás. Según algunos diarios, la salida de 400 hombres estaba destinada a enterrar a los muertos que yacían fuera de los muros, porque apestaban. Lucharon contra dos mil indios”, escribe Del Valle.

“En la segunda mitad de abril, los diarios comienzan a reflejar la situación de hambre que sufría la ciudad. (Francisco de) Castañeda anota: ‘Ya se empieza a sentir el doloroso estrago que hacía el hambre entre los nuestros, murieron muchos cada día y buscando otros su alimento en los pellejos, suelas, petacas y estiércol por carecer de otros alimentos, así de carnes de mulas, perros y gatos de que se servían los más de la plebe. Se siente una irremediable peste de evacuación e hinchazón con que perecen innumerables’”.

Ledo, capitán autor de otro de los diarios, escribió en aquellos días: “En la ciudad se van acabando las mulas y caballos para la necesidad de la hambre; ya no existen petacas y menos perros y gatos; cada día hay mucha lástima de necesidad de la hambre; los muchachos están buscando lacitos y cueros para asar y comer, van por los cenizales a traficar granos que han botado con la basura y, así van muriendo por la necesidad que ya no hay cómo ponderar”.

El 30 de julio, llegó el auxilio a la ciudad comandado por Ignacio Flores, quien luego de liberarla, partió. Desde el 5 de agosto, los indígenas se reagruparon y cercaron La Paz hasta el 17 de octubre de 1781. A partir de ese momento incluso la gestión de la muerte  —descrita por un documento de don Miguel Antonio de Llanos que rescata Del Valle— se hizo insostenible:

“Se arrastraban, entonces, los cuerpos ya medio vestidos o desnudos en el todo, y como que cayesen en la forma que quedasen al desamparo y la vergüenza, se hacían ciertos montones de ellos, en cuya vista se graduaban los fosos que se abrieron por su último remedio en todo el cementerio y aun en un corralón […] porque en la iglesia y camposanto no quedó lugar alguno”.

Castañeda relata: “Ni a precio excesivo se puede lograr gente que cave suficientes fosas para sepultarlos, por lo desfallecida; era difícil que se hallasen fuerzas para mover las barretas, y se ha visto ya, que el que servía en cavar la sepultura fue enterrado en ella”.

Y también, “refiriéndose más concretamente a la escasez de alimentos, (Llanos) describe, lo mismo que los diarios, el consumo de cueros, zurrones y petacas, perros, gatos, mulas y otros animales inmundos; pero concreta más todavía las cosas cuando habla de antropofagia, cosa que solo menciona el capitán Ledo, así como de la búsqueda de granos que quedaban sin digerir entre los excrementos de los muladares. Incluso dice que los perros, cuando los hubo, eran muy apetecidos porque estaban gordos de comer cadáveres”, relata esta vez Del Valle en base a Llanos.

Si bien en este texto se centra en lo padecido en la ciudad, no se puede dejar de decir que si las muertes a intramuros se contaban de a cientos; a extramuros, las bajas de los rebeldes indígenas al menos triplicaban el número. Los excesos de ambos bandos dan como resultado el más sangriento episodio del que La Paz fue escenario.