Las palabras no solamente nombran, también evocan. Esto sucede porque su aparición en contextos estables y el roce continuo con otros conceptos las impregna de connotaciones. Los matices adicionales no siempre figuran en las definiciones del Diccionario [Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española, RAE] entre otros motivos porque tales evocaciones van y vienen, se dan aquí pero no allá, se activan en unos entornos y no en otros. Las definiciones académicas son solo el pórtico por el cual se entra en las emociones que desatan las palabras.

El 20 de septiembre, una diputada del Partido Popular (PP) en la Asamblea de Madrid utilizó el término “caudillo” para referirse al dictador Francisco Franco, y se organizó un revuelo. Pero si nos atenemos a la tercera acepción de “caudillo” en el Diccionario, la referencia parece irreprochable: “Dictador político”. Por tanto, decir “caudillo” es decir “dictador”.

Ahora bien, la palabra “caudillo” se usó antaño innumerables veces en contextos laudatorios hacia el entonces jefe del Estado, y así quedó impregnada de una fragancia que con el tiempo se ha vuelto un hedor. Por eso el término “caudillo” activó aquel día en la Asamblea madrileña las evocaciones subjetivas generales que forman parte también del sentido de las palabras (más allá de sus significados) y que pueden llegar a heredarse de una generación a otra.

Lo mismo sucede con “régimen”: el régimen de Franco era por antonomasia “el Régimen”; y de tal connotación se valen los dirigentes de Podemos al descalificar a la actual democracia llamándola “el régimen del 78”. Esto forma parte de la tendencia de usar palabras tristemente marcadas para volcar con ellas lo peor de nuestra historia sobre asuntos que —aun siendo polémicos, conflictivos o desagradables— se hallan muy lejos de las realidades evocadas.

Ya antes vimos cómo desde posiciones constitucionalistas se llamaba “golpe de Estado” a lo sucedido en Cataluña, y cómo los secesionistas respondían con “estado de excepción” para definir la aplicación del artículo 155, “presos políticos” para referirse a decisiones judiciales en una democracia con división de poderes o “actitud totalitaria del PP” para manchar su negativa a aceptar las propuestas de negociación.

La maniobra de arrojar sobre el debate político palabras brutalmente connotadas se ha plasmado ahora en el vocablo “purga”, aireado por el PP para referirse a los cambios en RTVE [estatal Corporación de Radio y Televisión Española, S.A.] Este término procede del latín purgare (purgar). Significaba “limpiar”, “purificar”; y se aplicó durante siglos a cuestiones médicas y corporales. El sentido figurado de “expulsión o eliminación de funcionarios, empleados, miembros de una organización, etc., que se decreta por motivos políticos y que puede ir seguida de sanciones más graves” no llegó al Diccionario hasta 1984, pese a que el término se había asociado ya mucho antes con las purgas de los soviéticos, de los nazis y del macartismo. En efecto, “purga” se aplicó históricamente para designar las practicadas por regímenes totalitarios o gobiernos de marcada intolerancia hacia las ideas liberales y democráticas.

De hecho, la herramienta Enclave RAE permite observar que al término “purga” le suelen seguir las palabras “estalinista” y “soviético”. Así es como se forman los contextos estables y, por tanto, las connotaciones que se convertirán en evocación.

Todos los cambios de Gobierno han acarreado ceses y nombramientos en el sector público, incluida RTVE (unos con mejor intención que otros, hay que decirlo). Pero llamar “purga” a este último, y solo a él, se parece mucho a una subliminal manipulación del lenguaje y de la historia.

(*) Texto tomado del periódico El País, de España.