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Alpacoma y el racismo ambiental

La forma de tratar el desastre ambiental de Alpacoma encaja en la categoría de racismo ambiental.

/ 13 de febrero de 2019 / 04:00

Racismo ambiental fue un concepto acuñado en Estados Unidos en los años 80 por el reverendo Benjamin Chavis para denunciar las grandes desigualdades entre clases sociales e identidades étnicas al momento de sufrir los efectos medioambientales negativos provocados por el vertido de residuos tóxicos. Así, si uno quiere saber dónde serán depositados los desechos tóxicos o dónde hay riesgo inminente de contaminaciones industriales, solo tiene que preguntarse dónde viven los negros, los hispanos e indígenas. En el fondo, se trata de cómo la “naturaleza”, o mejor, las políticas sobre la naturaleza, descargan sus impactos de manera diferenciada por clase social e identidad étnica-nacional.

El tratamiento de la catástrofe ambiental de Alpacoma, que ha estallado desde enero en los municipios de La Paz y Achocalla, no solo encaja perfectamente en la categoría de racismo ambiental, sino que la enriquece con nuevas variantes.

MEDIOAMBIENTALISTAS de vitrina. Son 850.000 metros cúbicos de basura enterrada que se deslizaron y esparcieron en un perímetro de 10,2 hectáreas. Se liberaron gases de efecto invernadero (metano y CO2) producto de la degradación de los residuos sólidos (una tonelada de basura orgánica produce 40 metros cúbicos de biogás); se ha expandido el área de atracción de vectores de enfermedades y, lo peor, por ruptura de los aislantes y los escurrimientos, los lixiviados, portadores de alarmantes contenidos de arsénico y plomo, contaminaron aguas subterráneas y el río Achocalla.

Se trata del desastre ambiental más grande y peligroso de las últimas décadas, y, sin embargo, el que mayor silencio y complicidad ha obtenido de una parte de la inmensa red de instituciones medioambientales privadas, activistas políticos e ideólogos que en otras ocasiones y ante impactos muchísimo menores juraban que poco menos se estaba destruyendo el pulmón del planeta.

CEDLA, Cedib, Fundación Solón, Fundación Tierra, Inesad, Jubileo, Derechos Humanos de Bolivia, periódicos hipócritamente  “sensibles” con el medioambiente, exasesores ambientalistas de Usaid, editorialistas, escribanos que derrochaban tinta sobre el inminente exterminio de la naturaleza ante la construcción de un puente sobre un río en la Amazonía; políticos conservadores que décadas atrás regalaron tierras a hacendados extranjeros para depredar la madera; exizquierdistas adoradores de industrializaciones forzadas y que por arte divino se presentaban como los abanderados de un ecologismo principista, todos ellos, de pronto, se han quedado mudos y ciegos ante la catástrofe que golpea a La Paz.

No hay mítines con enardecidas defensas de la naturaleza, no hay eslóganes pintados en  poleras de “yo también soy de Alpacoma” ni crucifixiones reclamando el derecho de las plantas y cerros. Es más, todos ellos se han puesto de acuerdo para guardar un silencio cómplice y extirpar momentáneamente de su vocabulario la palabra medioambiente para no perjudicar políticamente al alcalde de la ciudad. Hay, incluso, merolicos [charlatanes] que buscan dar una explicación conspirativa de la catástrofe, como si los que no dejaban entrar más basura al relleno de Achocalla fueran los culpables de que una montaña de desechos tóxicos se haya derrumbado.

No importan los olores nauseabundos que asfixian a las comunidades campesinas, no interesan los dolores de cabeza de los niños por la cercanía a los gases, no importan las miles de ratas que se han congregado en los alrededores del relleno y que se esconden en los colegios y las cocinas de los pueblos y barrios aledaños, no importa el hedor de las bolsas de basura apiñadas en cada esquina de la ciudad, no importa el arsénico discurrido en las aguas. Al fin y al cabo, es el altiplano agreste y son los aymaras levantiscos los afectados y no vale la pena hacerse al fundamentalista medioambiental por ellos, si, además, de por medio se puede afectar al candidato que hará frente a los indios en octubre. Y, entonces, las convicciones sobre el medioambiente y la preocupación por la salud pública se evapora instantáneamente ante el cálculo político de resta de votos que puede provocar hablar la verdad.

Está claro que la problemática ecológica es una temática imprescindible para la construcción de una nueva civilización que supere las contradicciones destructivas de la modernidad. Es igualmente cierto que la preocupación medioambiental forma parte de un sano y comprometido nuevo sentido común generacional sin el cual es imposible diseñar el porvenir económico y social progresista de Bolivia y el mundo. Y también es cierto que  aún existe una superficialidad colectiva en la manera de articular la demanda de justicia social con justicia medioambiental. Pero lo que es ya indigno, es el oportunismo mercenario con el que los ideólogos del conservadurismo mercadean sus convicciones ecológicas.

Si les hacen daño a sus enemigos y hay buenas canonjías extranjeras, son furibundos medioambientalistas dispuestos a inmolarse para defender el bosque. Si  hacen daño a su candidato político, no les cuesta nada sacarse el disfraz ecológico, bajarse de la vitrina, guardar en una bolsa de basura sus exultantes preocupaciones ambientales y hacerse al desentendido silbando la canción de moda.

RACIALIZAR la ecología. Y es que en este tipo de medioambientalismo de ocasión no solo se da una instrumentalización política de la naturaleza, sino, ante todo, una posición de clase y con ello, racial, de preocuparse de ella. Claro, para ellos si la perturbación ecológica afecta a aymaras, campesinos o a vecinos y comerciantes de la ciudad, no es un tema ambiental digno de mencionarse. Y no se verá por ningún lado convocatorias a marchas, seminarios, denuncias internacionales, tribunales externos o huelgas de hambre en defensa de los aymaras de Alpacoma.

El “medioambiente” que les gusta reivindicar no es el que afecta a campesinos vinculados al mercado ni a los barrios populares de las ciudades; mucho menos si se trata de indígenas, migrantes y trabajadores  que los han sacado de los cargos de poder anteriormente heredados por apellido y abolengo.

Se trata de indios “masistas”, insolentes, ambiciosos, sucios que contaminan las ciudades, los parques, los patrimonios urbanos y los shoppings. Son los culpables de la “oclocracia” que ha contaminado la política y frente a los cuales más bien hay que colocar barreras, demarcaciones, si es posible, murallas para impedir que expandan su “depredación” a otros lugares. Ya se vio esta misma posición racializada con el tratamiento de la supuesta destrucción del parque El Paquió por parte de unas comunidades interculturales.

Cuando El Paquió era área de concesión forestal empresarial que liquidó la riqueza maderera, nadie se preocupaba, no hubo denuncias de tala de bosques y no había problemática ambiental. Los camiones podían salir con miles y miles de tablones por la carretera, incluso sin autorización forestal y de contrabando, pero no había problemática ambiental. Sin embargo, cuando por constitución y ley pasó a ser tierra fiscal, y una pequeñísima parte fue transferida a comunidades quechuas, toda la trama de impostores ambientalistas salieron a denunciar que, poco menos, las lluvias de todo el país estaban en peligro por el “destructor” chaqueo de unas decenas de familias quechuas.

Y entonces, las convicciones ecológicas tienen color de piel y estirpe. Si son de “familias notables” las que talan el bosque, derraman desechos tóxicos, se considera una actividad empresarial “amigable” con el medioambiente y mejor ni hablar de ello. Pero, cuando se trata de indígenas en condición de mayoría política y demográfica, culpables de arrebatar privilegios de clase a las viejas élites decadentes, son “indios malos”, depredadores, sin derechos sociales y mucho menos ambientales. Excepcionalmente, si se trata de minorías indígenas, en condiciones de debilidad política regional o de subordinación laboral, entonces, son “indios buenos”, verdaderos, dignos de postal, ya que no representan riesgo político alguno. Hasta incluso pueden ser susceptibles de una pasarela de adscripción honoraria en la “blanquitud” señorial.

Para este tipo de medioambientalismo, la naturaleza a proteger es aquella que debe estar alejada del ruido urbano y conglomerados populares politizados; es la “wilderness” [desierto], las áreas silvestres donde, además de tener la exclusividad costosa de ir de vacaciones, los seres humanos, los indígenas, son parte casi petrificada del entorno, parte del paisaje “natural”. De ahí que el único medioambiente reivindicable sea el medioambiente deshumanizado, desligado de  indomables problemáticas sociales.

Al final, el nuevo ropaje discursivo ecológico de las élites conservadoras no puede esconder ni el secular doblez olañetista de mutar de principios según las conveniencias políticas y económicas inmediatas, ni los viejos prejuicios señoriales y coloniales de intentar inferiorizar al indio. Se trata de una biologización de la injusticia, pero, ante todo, de una racialización de las estrategias de contención de la igualdad. Si el darwinismo social boliviano surgió a principios del siglo XX como respuesta y sanción a la insurrección de indios dirigidos por Pablo Zárate Willka y Apiaguaiki Tumpa, pareciera que este racismo ambiental criollo habría emergido como protesta y frontera ideológica, y estética, hacia una plebe que se atrevió a ser gobierno y Estado.

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Alpacoma y el racismo ambiental

La forma de tratar el desastre ambiental de Alpacoma encaja en la categoría de racismo ambiental.

/ 13 de febrero de 2019 / 04:00

Racismo ambiental fue un concepto acuñado en Estados Unidos en los años 80 por el reverendo Benjamin Chavis para denunciar las grandes desigualdades entre clases sociales e identidades étnicas al momento de sufrir los efectos medioambientales negativos provocados por el vertido de residuos tóxicos. Así, si uno quiere saber dónde serán depositados los desechos tóxicos o dónde hay riesgo inminente de contaminaciones industriales, solo tiene que preguntarse dónde viven los negros, los hispanos e indígenas. En el fondo, se trata de cómo la “naturaleza”, o mejor, las políticas sobre la naturaleza, descargan sus impactos de manera diferenciada por clase social e identidad étnica-nacional.

El tratamiento de la catástrofe ambiental de Alpacoma, que ha estallado desde enero en los municipios de La Paz y Achocalla, no solo encaja perfectamente en la categoría de racismo ambiental, sino que la enriquece con nuevas variantes.

MEDIOAMBIENTALISTAS de vitrina. Son 850.000 metros cúbicos de basura enterrada que se deslizaron y esparcieron en un perímetro de 10,2 hectáreas. Se liberaron gases de efecto invernadero (metano y CO2) producto de la degradación de los residuos sólidos (una tonelada de basura orgánica produce 40 metros cúbicos de biogás); se ha expandido el área de atracción de vectores de enfermedades y, lo peor, por ruptura de los aislantes y los escurrimientos, los lixiviados, portadores de alarmantes contenidos de arsénico y plomo, contaminaron aguas subterráneas y el río Achocalla.

Se trata del desastre ambiental más grande y peligroso de las últimas décadas, y, sin embargo, el que mayor silencio y complicidad ha obtenido de una parte de la inmensa red de instituciones medioambientales privadas, activistas políticos e ideólogos que en otras ocasiones y ante impactos muchísimo menores juraban que poco menos se estaba destruyendo el pulmón del planeta.

CEDLA, Cedib, Fundación Solón, Fundación Tierra, Inesad, Jubileo, Derechos Humanos de Bolivia, periódicos hipócritamente  “sensibles” con el medioambiente, exasesores ambientalistas de Usaid, editorialistas, escribanos que derrochaban tinta sobre el inminente exterminio de la naturaleza ante la construcción de un puente sobre un río en la Amazonía; políticos conservadores que décadas atrás regalaron tierras a hacendados extranjeros para depredar la madera; exizquierdistas adoradores de industrializaciones forzadas y que por arte divino se presentaban como los abanderados de un ecologismo principista, todos ellos, de pronto, se han quedado mudos y ciegos ante la catástrofe que golpea a La Paz.

No hay mítines con enardecidas defensas de la naturaleza, no hay eslóganes pintados en  poleras de “yo también soy de Alpacoma” ni crucifixiones reclamando el derecho de las plantas y cerros. Es más, todos ellos se han puesto de acuerdo para guardar un silencio cómplice y extirpar momentáneamente de su vocabulario la palabra medioambiente para no perjudicar políticamente al alcalde de la ciudad. Hay, incluso, merolicos [charlatanes] que buscan dar una explicación conspirativa de la catástrofe, como si los que no dejaban entrar más basura al relleno de Achocalla fueran los culpables de que una montaña de desechos tóxicos se haya derrumbado.

No importan los olores nauseabundos que asfixian a las comunidades campesinas, no interesan los dolores de cabeza de los niños por la cercanía a los gases, no importan las miles de ratas que se han congregado en los alrededores del relleno y que se esconden en los colegios y las cocinas de los pueblos y barrios aledaños, no importa el hedor de las bolsas de basura apiñadas en cada esquina de la ciudad, no importa el arsénico discurrido en las aguas. Al fin y al cabo, es el altiplano agreste y son los aymaras levantiscos los afectados y no vale la pena hacerse al fundamentalista medioambiental por ellos, si, además, de por medio se puede afectar al candidato que hará frente a los indios en octubre. Y, entonces, las convicciones sobre el medioambiente y la preocupación por la salud pública se evapora instantáneamente ante el cálculo político de resta de votos que puede provocar hablar la verdad.

Está claro que la problemática ecológica es una temática imprescindible para la construcción de una nueva civilización que supere las contradicciones destructivas de la modernidad. Es igualmente cierto que la preocupación medioambiental forma parte de un sano y comprometido nuevo sentido común generacional sin el cual es imposible diseñar el porvenir económico y social progresista de Bolivia y el mundo. Y también es cierto que  aún existe una superficialidad colectiva en la manera de articular la demanda de justicia social con justicia medioambiental. Pero lo que es ya indigno, es el oportunismo mercenario con el que los ideólogos del conservadurismo mercadean sus convicciones ecológicas.

Si les hacen daño a sus enemigos y hay buenas canonjías extranjeras, son furibundos medioambientalistas dispuestos a inmolarse para defender el bosque. Si  hacen daño a su candidato político, no les cuesta nada sacarse el disfraz ecológico, bajarse de la vitrina, guardar en una bolsa de basura sus exultantes preocupaciones ambientales y hacerse al desentendido silbando la canción de moda.

RACIALIZAR la ecología. Y es que en este tipo de medioambientalismo de ocasión no solo se da una instrumentalización política de la naturaleza, sino, ante todo, una posición de clase y con ello, racial, de preocuparse de ella. Claro, para ellos si la perturbación ecológica afecta a aymaras, campesinos o a vecinos y comerciantes de la ciudad, no es un tema ambiental digno de mencionarse. Y no se verá por ningún lado convocatorias a marchas, seminarios, denuncias internacionales, tribunales externos o huelgas de hambre en defensa de los aymaras de Alpacoma.

El “medioambiente” que les gusta reivindicar no es el que afecta a campesinos vinculados al mercado ni a los barrios populares de las ciudades; mucho menos si se trata de indígenas, migrantes y trabajadores  que los han sacado de los cargos de poder anteriormente heredados por apellido y abolengo.

Se trata de indios “masistas”, insolentes, ambiciosos, sucios que contaminan las ciudades, los parques, los patrimonios urbanos y los shoppings. Son los culpables de la “oclocracia” que ha contaminado la política y frente a los cuales más bien hay que colocar barreras, demarcaciones, si es posible, murallas para impedir que expandan su “depredación” a otros lugares. Ya se vio esta misma posición racializada con el tratamiento de la supuesta destrucción del parque El Paquió por parte de unas comunidades interculturales.

Cuando El Paquió era área de concesión forestal empresarial que liquidó la riqueza maderera, nadie se preocupaba, no hubo denuncias de tala de bosques y no había problemática ambiental. Los camiones podían salir con miles y miles de tablones por la carretera, incluso sin autorización forestal y de contrabando, pero no había problemática ambiental. Sin embargo, cuando por constitución y ley pasó a ser tierra fiscal, y una pequeñísima parte fue transferida a comunidades quechuas, toda la trama de impostores ambientalistas salieron a denunciar que, poco menos, las lluvias de todo el país estaban en peligro por el “destructor” chaqueo de unas decenas de familias quechuas.

Y entonces, las convicciones ecológicas tienen color de piel y estirpe. Si son de “familias notables” las que talan el bosque, derraman desechos tóxicos, se considera una actividad empresarial “amigable” con el medioambiente y mejor ni hablar de ello. Pero, cuando se trata de indígenas en condición de mayoría política y demográfica, culpables de arrebatar privilegios de clase a las viejas élites decadentes, son “indios malos”, depredadores, sin derechos sociales y mucho menos ambientales. Excepcionalmente, si se trata de minorías indígenas, en condiciones de debilidad política regional o de subordinación laboral, entonces, son “indios buenos”, verdaderos, dignos de postal, ya que no representan riesgo político alguno. Hasta incluso pueden ser susceptibles de una pasarela de adscripción honoraria en la “blanquitud” señorial.

Para este tipo de medioambientalismo, la naturaleza a proteger es aquella que debe estar alejada del ruido urbano y conglomerados populares politizados; es la “wilderness” [desierto], las áreas silvestres donde, además de tener la exclusividad costosa de ir de vacaciones, los seres humanos, los indígenas, son parte casi petrificada del entorno, parte del paisaje “natural”. De ahí que el único medioambiente reivindicable sea el medioambiente deshumanizado, desligado de  indomables problemáticas sociales.

Al final, el nuevo ropaje discursivo ecológico de las élites conservadoras no puede esconder ni el secular doblez olañetista de mutar de principios según las conveniencias políticas y económicas inmediatas, ni los viejos prejuicios señoriales y coloniales de intentar inferiorizar al indio. Se trata de una biologización de la injusticia, pero, ante todo, de una racialización de las estrategias de contención de la igualdad. Si el darwinismo social boliviano surgió a principios del siglo XX como respuesta y sanción a la insurrección de indios dirigidos por Pablo Zárate Willka y Apiaguaiki Tumpa, pareciera que este racismo ambiental criollo habría emergido como protesta y frontera ideológica, y estética, hacia una plebe que se atrevió a ser gobierno y Estado.

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Alpacoma y el racismo ambiental

La forma de tratar el desastre ambiental de Alpacoma encaja en la categoría de racismo ambiental.

/ 13 de febrero de 2019 / 04:00

Racismo ambiental fue un concepto acuñado en Estados Unidos en los años 80 por el reverendo Benjamin Chavis para denunciar las grandes desigualdades entre clases sociales e identidades étnicas al momento de sufrir los efectos medioambientales negativos provocados por el vertido de residuos tóxicos. Así, si uno quiere saber dónde serán depositados los desechos tóxicos o dónde hay riesgo inminente de contaminaciones industriales, solo tiene que preguntarse dónde viven los negros, los hispanos e indígenas. En el fondo, se trata de cómo la “naturaleza”, o mejor, las políticas sobre la naturaleza, descargan sus impactos de manera diferenciada por clase social e identidad étnica-nacional.

El tratamiento de la catástrofe ambiental de Alpacoma, que ha estallado desde enero en los municipios de La Paz y Achocalla, no solo encaja perfectamente en la categoría de racismo ambiental, sino que la enriquece con nuevas variantes.

MEDIOAMBIENTALISTAS de vitrina. Son 850.000 metros cúbicos de basura enterrada que se deslizaron y esparcieron en un perímetro de 10,2 hectáreas. Se liberaron gases de efecto invernadero (metano y CO2) producto de la degradación de los residuos sólidos (una tonelada de basura orgánica produce 40 metros cúbicos de biogás); se ha expandido el área de atracción de vectores de enfermedades y, lo peor, por ruptura de los aislantes y los escurrimientos, los lixiviados, portadores de alarmantes contenidos de arsénico y plomo, contaminaron aguas subterráneas y el río Achocalla.

Se trata del desastre ambiental más grande y peligroso de las últimas décadas, y, sin embargo, el que mayor silencio y complicidad ha obtenido de una parte de la inmensa red de instituciones medioambientales privadas, activistas políticos e ideólogos que en otras ocasiones y ante impactos muchísimo menores juraban que poco menos se estaba destruyendo el pulmón del planeta.

CEDLA, Cedib, Fundación Solón, Fundación Tierra, Inesad, Jubileo, Derechos Humanos de Bolivia, periódicos hipócritamente  “sensibles” con el medioambiente, exasesores ambientalistas de Usaid, editorialistas, escribanos que derrochaban tinta sobre el inminente exterminio de la naturaleza ante la construcción de un puente sobre un río en la Amazonía; políticos conservadores que décadas atrás regalaron tierras a hacendados extranjeros para depredar la madera; exizquierdistas adoradores de industrializaciones forzadas y que por arte divino se presentaban como los abanderados de un ecologismo principista, todos ellos, de pronto, se han quedado mudos y ciegos ante la catástrofe que golpea a La Paz.

No hay mítines con enardecidas defensas de la naturaleza, no hay eslóganes pintados en  poleras de “yo también soy de Alpacoma” ni crucifixiones reclamando el derecho de las plantas y cerros. Es más, todos ellos se han puesto de acuerdo para guardar un silencio cómplice y extirpar momentáneamente de su vocabulario la palabra medioambiente para no perjudicar políticamente al alcalde de la ciudad. Hay, incluso, merolicos [charlatanes] que buscan dar una explicación conspirativa de la catástrofe, como si los que no dejaban entrar más basura al relleno de Achocalla fueran los culpables de que una montaña de desechos tóxicos se haya derrumbado.

No importan los olores nauseabundos que asfixian a las comunidades campesinas, no interesan los dolores de cabeza de los niños por la cercanía a los gases, no importan las miles de ratas que se han congregado en los alrededores del relleno y que se esconden en los colegios y las cocinas de los pueblos y barrios aledaños, no importa el hedor de las bolsas de basura apiñadas en cada esquina de la ciudad, no importa el arsénico discurrido en las aguas. Al fin y al cabo, es el altiplano agreste y son los aymaras levantiscos los afectados y no vale la pena hacerse al fundamentalista medioambiental por ellos, si, además, de por medio se puede afectar al candidato que hará frente a los indios en octubre. Y, entonces, las convicciones sobre el medioambiente y la preocupación por la salud pública se evapora instantáneamente ante el cálculo político de resta de votos que puede provocar hablar la verdad.

Está claro que la problemática ecológica es una temática imprescindible para la construcción de una nueva civilización que supere las contradicciones destructivas de la modernidad. Es igualmente cierto que la preocupación medioambiental forma parte de un sano y comprometido nuevo sentido común generacional sin el cual es imposible diseñar el porvenir económico y social progresista de Bolivia y el mundo. Y también es cierto que  aún existe una superficialidad colectiva en la manera de articular la demanda de justicia social con justicia medioambiental. Pero lo que es ya indigno, es el oportunismo mercenario con el que los ideólogos del conservadurismo mercadean sus convicciones ecológicas.

Si les hacen daño a sus enemigos y hay buenas canonjías extranjeras, son furibundos medioambientalistas dispuestos a inmolarse para defender el bosque. Si  hacen daño a su candidato político, no les cuesta nada sacarse el disfraz ecológico, bajarse de la vitrina, guardar en una bolsa de basura sus exultantes preocupaciones ambientales y hacerse al desentendido silbando la canción de moda.

RACIALIZAR la ecología. Y es que en este tipo de medioambientalismo de ocasión no solo se da una instrumentalización política de la naturaleza, sino, ante todo, una posición de clase y con ello, racial, de preocuparse de ella. Claro, para ellos si la perturbación ecológica afecta a aymaras, campesinos o a vecinos y comerciantes de la ciudad, no es un tema ambiental digno de mencionarse. Y no se verá por ningún lado convocatorias a marchas, seminarios, denuncias internacionales, tribunales externos o huelgas de hambre en defensa de los aymaras de Alpacoma.

El “medioambiente” que les gusta reivindicar no es el que afecta a campesinos vinculados al mercado ni a los barrios populares de las ciudades; mucho menos si se trata de indígenas, migrantes y trabajadores  que los han sacado de los cargos de poder anteriormente heredados por apellido y abolengo.

Se trata de indios “masistas”, insolentes, ambiciosos, sucios que contaminan las ciudades, los parques, los patrimonios urbanos y los shoppings. Son los culpables de la “oclocracia” que ha contaminado la política y frente a los cuales más bien hay que colocar barreras, demarcaciones, si es posible, murallas para impedir que expandan su “depredación” a otros lugares. Ya se vio esta misma posición racializada con el tratamiento de la supuesta destrucción del parque El Paquió por parte de unas comunidades interculturales.

Cuando El Paquió era área de concesión forestal empresarial que liquidó la riqueza maderera, nadie se preocupaba, no hubo denuncias de tala de bosques y no había problemática ambiental. Los camiones podían salir con miles y miles de tablones por la carretera, incluso sin autorización forestal y de contrabando, pero no había problemática ambiental. Sin embargo, cuando por constitución y ley pasó a ser tierra fiscal, y una pequeñísima parte fue transferida a comunidades quechuas, toda la trama de impostores ambientalistas salieron a denunciar que, poco menos, las lluvias de todo el país estaban en peligro por el “destructor” chaqueo de unas decenas de familias quechuas.

Y entonces, las convicciones ecológicas tienen color de piel y estirpe. Si son de “familias notables” las que talan el bosque, derraman desechos tóxicos, se considera una actividad empresarial “amigable” con el medioambiente y mejor ni hablar de ello. Pero, cuando se trata de indígenas en condición de mayoría política y demográfica, culpables de arrebatar privilegios de clase a las viejas élites decadentes, son “indios malos”, depredadores, sin derechos sociales y mucho menos ambientales. Excepcionalmente, si se trata de minorías indígenas, en condiciones de debilidad política regional o de subordinación laboral, entonces, son “indios buenos”, verdaderos, dignos de postal, ya que no representan riesgo político alguno. Hasta incluso pueden ser susceptibles de una pasarela de adscripción honoraria en la “blanquitud” señorial.

Para este tipo de medioambientalismo, la naturaleza a proteger es aquella que debe estar alejada del ruido urbano y conglomerados populares politizados; es la “wilderness” [desierto], las áreas silvestres donde, además de tener la exclusividad costosa de ir de vacaciones, los seres humanos, los indígenas, son parte casi petrificada del entorno, parte del paisaje “natural”. De ahí que el único medioambiente reivindicable sea el medioambiente deshumanizado, desligado de  indomables problemáticas sociales.

Al final, el nuevo ropaje discursivo ecológico de las élites conservadoras no puede esconder ni el secular doblez olañetista de mutar de principios según las conveniencias políticas y económicas inmediatas, ni los viejos prejuicios señoriales y coloniales de intentar inferiorizar al indio. Se trata de una biologización de la injusticia, pero, ante todo, de una racialización de las estrategias de contención de la igualdad. Si el darwinismo social boliviano surgió a principios del siglo XX como respuesta y sanción a la insurrección de indios dirigidos por Pablo Zárate Willka y Apiaguaiki Tumpa, pareciera que este racismo ambiental criollo habría emergido como protesta y frontera ideológica, y estética, hacia una plebe que se atrevió a ser gobierno y Estado.

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Medioambiente e igualdad social

No hay nada más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los discursos que se tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases dominantes.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan? Descontando el lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza no verbaliza; lo que sí tiene es una capacidad infinita de comunicar, mediante otros lenguajes no proposicionales, un conjunto de conmociones que la están perturbando. El calentamiento global es uno de estos cambios dramáticos que a diario la naturaleza nos informa. No obstante, la manera en que las catástrofes ambientales provocadas por ese calentamiento global afectan la vida de la humanidad no es homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene en su origen.

Clase y raza medioambiental. En la última década, se puede constatar que las catástrofes naturales más importantes están presentes por todo el globo terráqueo, sin diferenciar continentes o países; en ese sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio climático. Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en las sociedades claramente están diferenciados por país, clase social e identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo 2014-2016 los años más calurosos desde 1880, lo que explica la disminución en el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun así, los medios materiales disponibles para soportar y remontar estas carencias y, por tanto, los efectos sociales resultantes de los trastornos ambientales, son abismalmente diferentes según el país y la condición social de las personas afectadas. Por ejemplo, ante la escasez de agua en California, la gente se vio obligada a pagar hasta un 100% más por el líquido elemento, aunque esto no afectó su régimen de vida. En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de altura del continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del acceso a los recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas cosechas, restricción en el consumo humano de agua y —especialmente en la Amazonía— parálisis de gran parte de la capacidad productiva extractiva con la que las familias garantizaban su sustento anual.

Asimismo, el paso del huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en 2005 dejó más de dos mil muertos, miles de desaparecidos y un millón de personas desplazadas. Pero los efectos del huracán no fueron los mismos para todas las clases e identidades étnicas. Según el sociólogo Patrick Sharkey, el 68% de las personas fallecidas y el 84% de las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor, viven las personas de menos recursos, mientras que los que habitan en las zonas altas son los ricos y blancos.

En éste y en todos los casos, la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más pobres (indígenas y negros), es decir, en las clases e identidades socialmente subalternas. De ahí que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de los efectos del cambio climático.

Entonces, los medios disponibles para una resiliencia ecológica ante los cambios medioambientales dependen de la condición socioeconómica del país y de los ingresos monetarios de las personas afectadas. Y, dado que estos recursos están concentrados en los países con las economías dominantes a escala planetaria y en las clases privilegiadas, resulta que ellas son las primeras y únicas capaces de soportar y disminuir en su vida esos impactos, comprando casas en zonas con condiciones ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas, disponiendo de un mayor gasto para el acceso a bienes de consumo imprescindibles, etc. En cambio, los países más pobres y las clases sociales más vulnerables tienden a ocupar espacios con condiciones ambientales frágiles o degradadas, carecen de medios para acceder a tecnologías preventivas y son incapaces de soportar variaciones sustanciales en los precios de los bienes imprescindibles para sostener sus condiciones de vida. Por tanto, la democratización geográfica de los efectos del calentamiento global se traduce, instantáneamente, en una concentración nacional, clasista y racial del sufrimiento y el drama causados por los efectos climáticos.

Este enclasamiento racializado del impacto medioambiental se vuelve paradójico e incluso moralmente injusto cuando se comparan los datos de las poblaciones afectadas y de las poblaciones causantes o de mayor incidencia en su generación.

La nueva etapa geológica del antropoceno —un concepto propuesto por el Premio Nobel de Química, Paul Crutzen—, caracterizada por el impacto del ser humano en el ecosistema mundial, se viene desplegando desde la Revolución Industrial a inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces, primero Europa, luego Estados Unidos, y en general las economías capitalistas desarrolladas y colonizadoras del norte, son las principales emisoras de los gases de efecto invernadero que están causando las catástrofes climáticas. Sin embargo, los que sufren los efectos devastadores de este fenómeno son los países colonizados, subordinados y más pobres, como los de África y América Latina, cuya incidencia en la emisión de CO2 es muchísimo menor.

Según datos del Banco Mundial, Kenia contribuye con el 0,1% de los gases de efecto invernadero, pero las sequías provocadas por el impacto del calentamiento global llevan a la hambruna a más del 10% de su población. En cambio, en Estados Unidos, que contribuye con el 14,5%, la sequía solo provoca una mayor erogación de los gastos en el costo del agua, dejando intactas las condiciones básicas de vida de su ciudadanía. En promedio, un alemán emite 9,2 toneladas de CO2 al año; en tanto que un habitante de Kenia, 0,3 toneladas. No obstante, quien lleva en sus espaldas el peso del impacto ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán. Existe, entonces, una oligarquización territorial de la producción de los gases de efecto invernadero, una democratización planetaria de los efectos del calentamiento global, y una desigualdad clasista y racial de los sufrimientos y efectos de las conmociones medioambientales.

Medioambientalismos coloniales. Si la naturaleza comunica los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma jerarquizada, también existen ciertos conceptos, referidos al medioambiente, parcializados de una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas focalizaciones regionales, clasistas y raciales.  

Como señala Eileen McGurty para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo que hizo posible que el debate público sobre las demandas sociales de las minorías étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado, fuera soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de presión frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista. Un nuevo lenguaje acerca del medio ambiente, cargado de una asepsia respecto a las demandas sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una temática más “universal”, pero con responsabilidades “adelgazadas” y diluidas en el planeta; a la vez que distantes política y económicamente respecto a las problemáticas de las identidades sociales (obreros, población negra). Aspecto que no deja de ser celebrado por las grandes corporaciones y el gobierno, que ven encogerse así sus deudas sociales con la población.

Por otra parte, el sociólogo francés Razming Keucheyan subraya cómo en ciertos países como Estados Unidos el “color de la ecología no es verde sino blanco”; no solo por la mayoritaria condición social de los activistas —por lo general, blancos, de clase media y alta—, sino también por la negativa de sus grandes fundaciones a involucrarse en temáticas medioambientales urbanas que afectan directamente a los pobres y las minorías raciales.
Al parecer, la naturaleza que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la naturaleza —de la que las sociedades son una parte fundamental—, sino solamente aquella naturaleza “salvaje” que se encuentra esterilizada de pobres, negros, campesinos, obreros, latinos e indios, con sus molestosas problemáticas sociales y laborales.

Todo ello refleja, pues, la construcción de una idea sesgada de naturaleza de clase, asociada a una pureza original contrapuesta a la ciudad, que simboliza la degradación. Así, para estos medioambientalistas, las ciudades son sucias, caóticas, oscuras, problemáticas y llenas de pobres, obreros, latinos y negros, mientras que la naturaleza a proteger es prístina y apacible, el santuario imprescindible donde las clases pudientes, que disponen de tiempo y dinero para ello, pueden experimentar su autenticidad y superioridad.

En los países subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la naturaleza y el medioambiente comparten ese carácter elitista y disociado de la problemática social, aunque incorporan otros tres componentes de clase y de relaciones de poder.

En primer lugar se encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere decir que la responsabilidad frente al calentamiento global la distribuyen de manera homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol para sembrar alimentos tiene tanta incidencia en el cambio climático como instalar una usina atómica para generar electricidad. Y como en la mayoría de los países subalternos existe una apremiante necesidad de utilizar los recursos naturales para aumentar la producción alimenticia u obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y superar las precarias condiciones de vida heredadas tras siglos de colonialidad, entonces, para estas corrientes ambientalistas, los mayores responsables del calentamiento global son estos países pobres que depredan la naturaleza. No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto invernadero sea del 0,1% o que el impacto de los millones de coches y miles de fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al cambio climático. Surge así una especie de naturalización de la acción anti-ecológica de la economía de los países ricos, de sus consumos y de su forma de vida cotidiana, que en realidad son las causantes históricas de las actuales catástrofes naturales. Dicha esquizofrenia ambiental llega a tales extremos, que se dice que la reciente sequía en la Amazonía es responsabilidad de unos cientos de campesinos e indígenas que habilitan sus parcelas familiares para cultivar productos alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles fósiles que en un 95% proviene de una veintena de países del norte altamente industrializados.

La financiarización de la plusvalía medioambiental. Un segundo componente de esta construcción discursiva de clase es una especie de “financiarización medioambiental”. En los países capitalistas desarrollados ha surgido una economía de seguros, expansiva y altamente lucrativa, que protege a empresas, multinacionales, gobiernos y personas de posibles catástrofes naturales; mientras que en los países subalternos emerge un amplio mercado de empresas de transferencia de plusvalía medioambiental.

A través de algunas fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte financian, en los países pobres, políticas de protección de bosques. Todo, a cambio de los Certificados de Emisión Reducida (CER) que se cotizan en los mercados de carbono. De esta manera, por una tonelada de CO2 que se deja de emitir en un bosque de la Amazonía gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que impide su uso agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos o acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de efecto invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva sin necesidad de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de gases ni mucho menos parar la producción de sus mercancías medioambientalmente depredadoras. En otras palabras, a cambio de 100.000 dólares invertidos en un alejado bosque del sur, la empresa puede ganar y ahorrar cientos de millones de dólares, manteniendo la lógica de consumo destructiva inalterada.

Así, hoy el capitalismo convierte la contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores, las catástrofes ambientales en una contingencia sujeta a un mercado de seguros, y la defensa de la ecología en los países del sur en un redituable negocio de bonos de carbono.

Por último, el colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte el divorcio entre naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que el ambientalismo dominante del norte propugna una contemplación de la naturaleza purificada de seres humanos —su política de exterminio de indígenas le permite ese exceso—, el ambientalismo colonizado, por la fuerza de los hechos, se ve obligado a incorporar en este tipo de naturaleza idealizada a los indígenas que inevitablemente habitan en los bosques. Pero no a cualquier indígena porque, para ellos, el que cultiva la tierra para vender en los mercados, el que reclama un colegio, hospital, carretera o los mismos derechos que cualquier citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena a “medias”, en proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un indígena “impuro”. Para el ambientalismo colonial, el indígena “verdadero” es un ser carente de necesidades sociales, casi camuflado con la naturaleza; ese indígena fósil de la postal de los turistas que vienen en busca de una supuesta “autenticidad”, olvidando que ella no es más que un producto de siglos de colonización y despojo de los pueblos del bosque.

En síntesis, no hay nada más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los discursos que se tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan el surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar temáticas sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la naturaleza desde la perspectiva de las clases subalternas, en lo que alguna vez Carlos Marx denominó una “acción metabólica mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza”.

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La globalización ha muerto

Hoy, la globalización ya no representa más el paraíso deseado en el cual se depositan las esperanzas populares. Los mismos países y bases sociales que la enarbolaron se han convertido en sus mayores detractores. Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas ideológicas de los últimos siglos.

/ 27 de diciembre de 2016 / 16:13

El desenfreno por un inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la constante jibarización de los Estados-nacionales en nombre de la libertad de empresa y la cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad mundial terminaría de cohesionarse como un único espacio económico, financiero y cultural integrado, acaban de derrumbarse ante el enmudecido estupor de las élites globalófilas del planeta.

La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión Europea —el proyecto más importante de unificación estatal de los últimos 100 años— y la victoria electoral de Trump —que enarboló las banderas de un regreso al proteccionismo económico, anunció la renuncia a tratados de libre comercio y prometió la construcción de mesopotámicas murallas fronterizas— han aniquilado la mayor y más exitosa ilusión liberal de nuestros tiempos. Y que todo esto provenga de las dos naciones que hace 35 años atrás, enfundadas en sus corazas de guerra, anunciaran el advenimiento del libre comercio y la globalización como la inevitable redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha invertido o, peor aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron despierto durante un siglo.

Y es que la globalización como meta-relato, esto es, como horizonte político ideológico capaz de encausar las esperanzas colectivas hacia un único destino que permitiera realizar todas las posibles expectativas de bienestar, ha estallado en mil pedazos. Y hoy no existe en su lugar nada mundial que articule esas expectativas comunes; lo que se tiene es un repliegue atemorizado al interior de las fronteras y el retorno a un tipo de tribalismo político, alimentado por la ira xenofóbica, ante un mundo que ya no es el mundo de nadie.

La medida geopolítica del capitalismo. Quien inició el estudio de la dimensión geográfica del capitalismo fue Carlos Marx. Su debate con el economista Friedrich List sobre el “capitalismo nacional” en 1847 y sus reflexiones sobre el impacto del descubrimiento de las minas de oro de California en el comercio transpacífico con Asia, lo ubican como el primer y más acucioso investigador de los procesos de globalización económica del régimen capitalista. De hecho, su aporte no radica en la comprensión del carácter mundializado del comercio que comienza con la invasión europea a América sino en la naturaleza planetariamente expansiva de la propia producción capitalista.

Las categorías de subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al capital con las que Marx devela el automovimiento infinito del modo de producción capitalista, suponen la creciente subsunción de la fuerza de trabajo, el intelecto social y la tierra, a la lógica de la acumulación empresarial, es decir, la supeditación de las condiciones de existencia de todo el planeta a la valorización del capital. De ahí que en los primeros 350 años de su existencia, la medida geopolítica del capitalismo haya avanzado de las ciudades-Estado a la dimensión continental y haya pasado, en los últimos 150, a la medida geopolítica planetaria.

La globalización económica (material) es pues inherente al capitalismo. Su inicio se puede fechar 500 años atrás, a partir del cual habrá de tupirse, de manera fragmentada y contradictoria, aún mucho más.

Si seguimos los esquemas de Giovanni Arrighi en su propuesta de ciclos sistémicos de acumulación capitalista a la cabeza de un Estado hegemónico: Génova (siglos XV-XVI), los Países Bajos (siglo XVIII), Inglaterra (siglo XIX) y Estados Unidos (siglo XX), cada uno de estos hegemones vino acompañado de un nuevo tupimiento de la globalización (primero comercial, luego productiva, tecnológica, cognitiva y, finalmente, medio ambiental) y de una expansión territorial de las relaciones capitalistas. Sin embargo, lo que sí constituye un acontecimiento reciente al interior de esta globalización económica es su construcción como proyecto político-ideológico, esperanza o sentido común, es decir, como horizonte de época capaz de unificar las creencias políticas y expectativas morales de hombres y mujeres pertenecientes a todas las naciones del mundo.

El ‘fin de la historia’. La globalización como relato o ideología de época no tiene más de 35 años. Fue iniciada por los presidentes Ronald Reagan y Margaret Thatcher, liquidando el Estado de bienestar, privatizando las empresas estatales, anulando la fuerza sindical obrera y sustituyendo el proteccionismo del mercado interno por el libre mercado, elementos que habían caracterizado las relaciones económicas desde la crisis de 1929.

Ciertamente fue un retorno amplificado a las reglas del liberalismo económico del siglo XIX, incluida la conexión en tiempo real de los mercados, el crecimiento del comercio con relación al Producto Interno Bruto (PIB) mundial y la importancia de los mercados financieros, que ya estuvieron presentes en ese entonces. Sin embargo, lo que sí diferenció esta fase del ciclo sistémico de la que prevaleció en el siglo XIX fue la ilusión colectiva de la globalización, su función ideológica legitimadora y su encumbramiento como supuesto destino natural y final de la humanidad.

Y aquellos que se afiliaron emotivamente a esa creencia del libre mercado como salvación final no fueron simplemente los gobernantes y partidos políticos conservadores, sino también los medios de comunicación, los centros universitarios, comentaristas y líderes sociales. El derrumbe de la Unión Soviética y el proceso de lo que Antonio Gramsci llamó transformismo ideológico de exsocialistas devenidos en furibundos neoliberales, cerró el círculo de la victoria definitiva del neoliberalismo globalizador.

¡Claro! Si ante los ojos del mundo la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), que era considerada hasta entonces como el referente alternativo al capitalismo de libre empresa, abdica de la pelea y se rinde ante la furia del libre mercado —y encima los combatientes por un mundo distinto, públicamente y de hinojos, abjuran de sus anteriores convicciones para proclamar la superioridad de la globalización frente al socialismo de Estado—, nos encontramos ante la constitución de una narrativa perfecta del destino “natural” e irreversible del mundo: el triunfo planetario de la libre empresa.

El enunciado del “fin de la historia” hegeliano con el que Fukuyama caracterizó el “espíritu” del mundo, tenía todos los ingredientes de una ideología de época, de una profecía bíblica: su formulación como proyecto universal, su enfrentamiento contra otro proyecto universal demonizado (el comunismo), la victoria heroica (fin de la Guerra Fría) y la reconversión de los infieles.

La historia había llegado a su meta: la globalización neoliberal. Y, a partir de ese momento, sin adversarios antagónicos a enfrentar, la cuestión ya no era luchar por un mundo nuevo, sino simplemente ajustar, administrar y perfeccionar el mundo actual pues no había alternativa frente a él. Por ello, ninguna lucha valía la pena estratégicamente pues todo lo que se intentara hacer por cambiar de mundo terminaría finalmente rendido ante el destino inamovible de la humanidad que era la globalización. Surgió entonces un conformismo pasivo que se apoderó de todas las sociedades, no solo de las élites políticas y empresariales, sino también de amplios sectores sociales que se adhirieron moralmente a la narrativa dominante.

La historia sin fin ni destino. Hoy, cuando aún retumban los últimos petardos de la larga fiesta “del fin de la historia”, resulta que quien salió vencedor, la globalización neoliberal, ha fallecido dejando al mundo sin final ni horizonte victorioso, es decir, sin horizonte alguno. Trump no es el verdugo de la ideología triunfalista de la libre empresa, sino el forense al que le toca oficializar un deceso  clandestino.

Los primeros traspiés de la ideología de la globalización se hacen sentir a inicios de siglo XXI en América Latina, cuando obreros, plebeyos urbanos y rebeldes indígenas desoyen el mandato del fin de la lucha de clases y se coaligan para tomar el poder del Estado. Combinando mayorías parlamentarias con acción de masas, los gobiernos progresistas y revolucionarios implementan una variedad de opciones posneoliberales mostrando que el libre mercado es una perversión económica susceptible de ser reemplazada por modos de gestión económica mucho más eficientes para reducir la pobreza, generar igualdad e impulsar crecimiento económico.

Con ello, el “fin de la historia” comienza a mostrarse como una singular estafa planetaria y nuevamente la rueda de la historia —con sus inagotables contradicciones y opciones abiertas— se pone en marcha. Posteriormente, en 2009, en Estados Unidos el hasta entonces vilipendiado Estado, que había sido objeto de escarnio por ser considerado una traba a la libre empresa, es jalado de la manga por Obama para estatizar parcialmente la banca y sacar de la bancarrota a los banqueros privados. El eficienticismo empresarial, columna vertebral del desmantelamiento estatal neoliberal, queda así reducido a polvo frente a su incompetencia para administrar los ahorros de los ciudadanos.

Luego viene la ralentización de la economía mundial, pero en particular del comercio de exportaciones. Durante los últimos 20 años, éste crece al doble del Producto Interno Bruto (PIB) anual mundial, pero a partir de 2012 apenas alcanza a igualar el crecimiento de este último, y ya en 2015 es incluso menor, con lo que la liberalización de los mercados ya no se constituye más en el motor de la economía planetaria ni en la “prueba” de la irresistibilidad de la utopía neoliberal.

Por último, los votantes ingleses y norteamericanos inclinan la balanza electoral a favor de un repliegue a Estados proteccionistas —si es posible amurallados—, además de visibilizar un malestar ya planetario en contra de la devastación de las economías obreras y de clase media, ocasionado por el libre mercado planetario.

Hoy, la globalización ya no representa más el paraíso deseado en el cual se depositan las esperanzas populares ni la realización del bienestar familiar anhelado.

Los mismos países y bases sociales que la enarbolaron décadas atrás se han convertido en sus mayores detractores. Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas ideológicas de los últimos siglos.

Sin embargo, ninguna frustración social queda impune. Existe un costo moral que, en este momento, no alumbra alternativas inmediatas sino que —es el camino tortuoso de las cosas— las cierra, al menos temporalmente. Y es que a la muerte de la globalización como ilusión colectiva no se le contrapone la emergencia de una opción capaz de cautivar y encauzar la voluntad deseante y la esperanza movilizadora de los pueblos golpeados.

La globalización, como ideología política, triunfó sobre la derrota de la alternativa del socialismo de Estado, esto es, de la estatización de los medios de producción, el partido único y la economía planificada desde arriba. La caída del muro de Berlín en 1989 escenifica esta capitulación. Entonces, en el imaginario planetario quedó una sola ruta, un solo destino mundial. Y lo que ahora está pasando es que ese único destino triunfante también fallece, muere. Es decir, la humanidad se queda sin destino, sin rumbo, sin certidumbre. Pero no es el “fin de la historia” —como pregonaban los neoliberales—, sino el fin del “fin de la historia”; es la nada de la historia.

Lo que hoy queda en los países capitalistas es una inercia sin convicción que no seduce, un manojo decrépito de ilusiones marchitas y, en la pluma de los escribanos fosilizados, la añoranza de una globalización fallida que no alumbra más los destinos. Entonces, con el socialismo de Estado derrotado y el neoliberalismo fallecido por suicidio, el mundo se queda sin horizonte, sin futuro, sin esperanza movilizadora. Es un tiempo de incertidumbre absoluta en el que, como bien intuía Shakespeare, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Pero también por ello es un tiempo más fértil, porque no se tienen certezas heredadas a las cuales asirse para ordenar el mundo. Esas certezas hay que construirlas con las partículas caóticas de esta nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas.

¿Cuál será el nuevo futuro movilizador de las pasiones sociales? Imposible saberlo. Todos los futuros son posibles a partir de la “nada” heredada. Lo común, lo comunitario, lo comunista es una de esas posibilidades que está anidada en la acción concreta de los seres humanos y en su imprescindible relación metabólica con la naturaleza. En cualquier caso, no existe sociedad humana capaz de desprenderse de la esperanza. No existe ser humano que pueda prescindir de un horizonte, y hoy estamos compelidos a construir uno. Eso es lo común de los humanos y ese común es el que puede llevarnos a diseñar un nuevo destino distinto a este emergente capitalismo errático que acaba de perder la fe en sí mismo.

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