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La arquitectura de la desigualdad

La pandemia que por estos días golpea al mundo no solo ha dejado al descubierto la fragilidad de las economías sudamericanas, sino que ha develado la debilidad de la seguridad social de los trabajadores, la precariedad sanitaria de los sectores populares y la total irresponsabilidad de los grupos acomodados del país frente a las medidas adoptadas por el Ejecutivo para contener el contagio por coronavirus. Lejos de respetar la cuarentena o de tomar resguardos sobre el autocuidado y la distancia social, los sectores de ingresos altos de Santiago viven en una realidad paralela.

Traslados en helicópteros a segundas viviendas, fiestas en medio de la restricción de reunión y hasta comulgación en plena vía pública. Probablemente hay una seguridad mayor frente a la amenaza que representa el COVID-19, quizás motivada por contar con un mayor acceso económico a implementos de salubridad que reduce (en parte) el contagio. Sin embargo, lo que expone este comportamiento social son dos cuestiones centrales que han marcado el devenir histórico de Chile en los últimos 45 años: individualismo y desigualdad.

Tras el golpe cívico militar (1973), la sociedad chilena se transformó en un centro de experimentación social para la incubación de un mal llamado modelo económico, el cual se sustentó en la individualización, en la competencia y en la indiferencia social. El formato de interacción cambió y lo importante era fortalecer el animal económico interno y arrinconar al sujeto colectivo, para que el nuevo proyecto económico lograra éxito y expandiera la autorrealización de los individuos. Por tanto, el leitmotiv de esta nueva forma de expresión económica no fue fomentar el trabajo colectivo, sino más bien se preocupó de estimular el aislamiento personal y esterilizar todo rasgo de sensibilidad social y pensamiento crítico. Los vasos comunicantes se debilitaron, el tejido social se destruyó y la sociedad transitó hacia el supuesto paraíso del consumo y la adulación desenfrenada. Ese país sumido en la desesperanza y en la desorientación, dio paso (en apariencia) a un oasis en medio del caos y una supuesta paz social, que más bien fue un espejismo del cual se despertó un 18 de octubre de 2019.

Tras la revuelta popular que ha marcado a Chile desde ese momento, la arquitectura de la desigualdad nuevamente fue motivo de crítica y de revelación, advirtiendo los movimientos sociales que era una costra en estado gelatinoso necesaria de remover. Si ya la sociedad movilizada intentó por distintos medios alterar el mal sentido de las cosas, motivada en muchos casos por sus propias experiencias de vida, el coronavirus visibilizó aún más que ese individualismo y esa desigualdad eran el verdadero enemigo poderoso. Un enemigo acostumbrado a ramificarse por cada rincón, bajo total impunidad y protección burguesa.

Lo que hace el COVID-19 es hacernos cuestionar ambos comportamientos sociales, insistiendo una y otra vez que para poder derrotarlo hay que cumplir el distanciamiento social, atender el llamado de #QuédateEnCasa y siempre lavándose las manos. Bueno, resulta claro el mensaje, pero para lograrlo hay que tener una casa con ciertas condiciones de espacio, además de contar con acceso total al agua. Es decir, es fácil decir #QuédateEnCasa cuando se cuenta con varios metros cuadrados a nuestra disposición y el agua es un recurso ilimitado para una cuenta corriente abultada. Con esas condiciones resulta sencillo seguir las recomendaciones de la autoridad, parar las labores diarias y asumir el encierro de forma lúdica. Pero lamentablemente eso también es sinónimo de desigualdad y de privilegio, pues solo unos pocos y pocas pueden hacerlo.

Los medios de comunicación han invadido sus noticiarios con notas diarias de cómo ciertas familias viven la cuarentena. Algunas practican fútbol, otras arman pistas de bicicross, otras improvisan canchas de tenis y otras se ejercitan en sus gimnasios privados. Pero si hasta esa realidad personal e íntima es una manera de profundizar la desigualdad.

Mientras algunos o algunas pueden paralizar sus actividades sin ver disminuidos sus ingresos, otros en cambio no pueden darse esos lujos. El acto de la desaceleración también es desigual y revela las graves diferencias sociales presentes en Chile y en la región. Lo que ha hecho el COVID-19 es visibilizar esa desigualdad oculta y romantizada por los grupos de poder, interesados siempre en conseguir la negación de ella, más que la alteración de fondo. Por ende, ese slogan #QuédateEnCasa también es desigual, pues mientras unos pocos pueden frenar sus actividades, el grueso de la población, golpeada sistemáticamente por el sistema, debe seguir adelante para dar una imagen de falsa normalidad.

Tal como lo dije en mi columna titulada ¿Podrá el coronavirus acabar con la tiranía del mercado?, este virus revela que no es posible mantener el actual estado de las cosas sin transformaciones de fondo del sistema económico. La economía debe estar al servicio de las personas y no las personas al servicio de la economía. La política debe cambiar, pues hoy es una forma más de dominación que de movilidad social. Un instrumento para la mejora de la vida de las personas y no como una estrategia de control social, pues de seguir así, los estallidos sociales no serán solo locales, sino también globales.

Máximo Quitral es historiador y politólogo, UTEM de Chile