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¿Sorpresa por cómo votamos?

Desde aquel 10 de octubre de 1982, fecha en la cual el país retomó formalmente la senda democrática, se han celebrado cerca de 40 actos eleccionarios, entre comicios presidenciales, elecciones municipales y subnacionales, elecciones judiciales, referéndums nacionales y regionales, e incluso una primaria; un hecho sin duda excepcional para la consolidación del mecanismo procedimental que es el factor esencial para la institucionalización democrática. No en vano, las elecciones han servido como válvula de escape en situaciones de crisis y se han convertido en un revulsivo para la propia continuidad del sistema, y esto no solo porque a partir del dato mencionado se puede estimar, en promedio, la celebración de una elección por cada año sino también porque esa continuidad estuvo caracterizada por la ampliación de los mecanismos de democracia representativa a los mecanismos de democracia directa, que supuso la ampliación de la propia capacidad de decisión del ciudadano, que de emisor de una preferencia electoral pasó a ser partícipe de la toma de decisiones políticas.

Todo ese desarrollo político no se corresponde, sin embargo, con el desarrollo de la ciencia, siendo tal condición ideal para esta última posibilidad; es el caso de la disciplina encargada del análisis del comportamiento electoral, que no solamente puede aportar a la comprensión de las motivaciones del voto, o brindar evidencias de por qué la gente vota como vota, sino también, parafraseando a Paul Lazarsfeld, Bernard Berelson y Hazel Gaudet —clásicos del comportamiento electoral—: descubrir las bases del comportamiento del elector y (re)conocer cómo el pueblo elige, lo cual sienta las bases para el debate científico y académico.

En nuestro caso, al análisis del comportamiento electoral se sobrepone la episódica apertura del campo del análisis electoral, lo que a diferencia de otros países podría resultar, en apariencia, positivo, pues esa apertura permite el debate multidisciplinar, la amplia discusión en un horizonte más diverso, los argumentos creativos, la suspensión del juicio. Sin embargo, ello que aparenta ser positivo, puede resultar también en una entelequia, si aquel debate carece de conocimiento especializado, si la amplia discusión parte de simples prejuicios, si los argumentos creativos se esgrimen desde posiciones ideológicas, y si la suspensión del juicio ocurre a partir del sentido común y no de criterios científicos. Pues bien, eso es lo que ocurre recurrentemente en el país, evidencia de lo cual son los debates protagonizados por políticos, figuras de televisión, opinólogos que ocupan los espacios abiertos por los medios de comunicación para incurrir en aquella práctica común de adjetivar el voto, y redundar en las famosas “falacias ecológicas” y los “reduccionismos probabilísticos”, que en el lenguaje del comportamiento electoral consisten en inferir comportamientos del votante con base en las experiencias personales. El campo del análisis electoral es así extremadamente potente, pero el análisis del comportamiento electoral convoca a un diálogo de legos.

Suponer que ese sea un rasgo común en la región no es acertado, pues en otros países —póngase por caso México, Brasil o Colombia—, el análisis del comportamiento electoral constituye una disciplina forjada sobre la base de influencias teóricas pioneras en el tema, y que a pesar de su origen occidental han venido abonando a la solidez científica de los estudios, aportando incluso a la constitución de un núcleo epistémico en torno al cual se desarrolla e incluso se consolida esa disciplina. En nuestro país, sin embargo, tal disciplina no ha podido conformarse aún, debido a una disputa no declarada entre los estudios periodísticos y los estudios de geografía electoral, sin mencionar que estos últimos dependen de la mano de un solo estudioso (Salvador Romero Ballivián), cuyo ángulo epistemológico fue muy influyente, sobre todo en la década de los años 90, a través de la Revista Opiniones y Análisis, que solía publicar la Fundación Boliviana para la Capacitación Democrática y la Investigación (Fundemos), de la Fundación Hanns Seidel, pero que a pesar de su esfuerzo no pudo consolidar una disciplina de análisis, excepto por el propio enfoque de Romero.

Además, debido a su carácter descriptivo, la geografía electoral no aportó lo suficiente a esa posibilidad, pues sus aportes no encontraron ni encuentran réplica, ya que lastimosamente los estudios de corte más explicativo, como el de Renata Hoffman (A propósito de las elecciones municipales, de 1988), e incluso el trabajo de Javier Hurtado (Comportamiento políticos del campesinado 1878-1995), que parecían asentarse más en los postulados de las teorías sociológica y racional del voto —en su muy particular forma—, no lograron sentar un precedente importante, a pesar de ser los primeros estudios en la disciplina. Los trabajos más recientes, como los de Óscar Vargas y Joaquín Saravia (Percepciones políticas y comportamiento electoral, de 2010; Voto, ocupación y clase media: el apoyo a Evo Morales, de 2011), o el primer número de la Revista Willka (Evo Morales, entre entornos blancoides, rearticulación de las oligarquías y movimientos indígenas, de 2007), editado por el Centro Andino de Estudios Estratégicos, dan cuenta de la vigencia de un enfoque a-teórico pero que al estar basados en evidencias, especialmente en caso de los primeros, podrían ser catalogados como simplemente empiristas o enmarcados en el viejo conductismo. Y aun así, dichos estudios no logran explicar por qué votamos como votamos.

Si bien en la actualidad se discute con insistencia acerca de falta de alcance de la teoría occidental para comprender nuestras realidades — llámese pensamiento crítico, poscolonial, decolonial o de las epistemologías del sur—, a partir de lo cual se reivindica la necesidad de crear un conocimiento propio, recuperando saberes desde una posición epistémica que permita el diálogo con el otro, también se plantea que ese conocer debería consistir en un diálogo con otros saberes que implica no desestimar el conocimiento proveniente de otras latitudes; la contradicción a ese requerimiento aplica precisamente al caso del análisis del comportamiento electoral que no constituye un ámbito insondable pues sus antecedentes se remontan a finales del siglo XIX, y su sofisticación teórica comienza a mediados de la primera mitad del siglo XX, con la invención de la técnica de la encuesta y el desarrollo de las teorías estadísticas y de las muestras representativas.

No obstante, la falta de constitución de un campo de análisis supone un terreno fértil para la generación de conocimiento situado y teóricamente fundamentado, lo cual equivaldría a oponer episteme contra doxa, para desplazar aquellas visiones carentes de base científica que sorprenden y se sorprenden por cómo votamos. El conocimiento científico sería pues un buen antídoto para la sorpresa, la escatología y las especulaciones que abundan por estos días.

(*) Carlos Ichuta Nina es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales