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Vulnerables ante la posverdad

El 19 de noviembre de 1984 una planta de embotellamiento de gas licuado explotó en el poblado de San Juanico, México. Las investigaciones del hecho revelaron que una fuga de gas y tuberías deficientes provocaron la explosión y la muerte de 500 personas. El 19 de noviembre de 2019, diez ciudadanos desarmados fallecieron por impacto de bala durante protestas civiles en El Alto. No se registraron explosiones ni fuego en la planta de gas de Senkata, epicentro del conflicto, pero hubo una densa presencia militar.

Aunque la diferencia entre ambos hechos es sustancial, las imágenes del desastre mexicano, junto a otras, se usaron como ejemplo en redes sociales para ilustrar las posibles repercusiones de las marchas de protesta cerca de Senkata. La agenda mediática instaló la narrativa de que grupos terroristas habían decidido dinamitar la planta de gas, disparar contra otros manifestantes con la única motivación de culpar al ejército, al gobierno. Las redes sociales en Bolivia fueron bombardeadas con cálculos catastróficos, tesis, infografías e imágenes alertando la devastación de El Alto tras una explosión provocada de gran magnitud. Los usuarios respondieron con ferocidad y uno más enfurecido que el anterior protagonizó linchamientos mediáticos sin precedentes. Ni los “guerreros digitales” ni el aparato propagandístico del MAS entendieron la dimensión exponencial de la guerra en ciernes.

El pánico in crescendo fue reforzado con una avalancha de soft facts. Bots, trollsy ciborgs invadieron las redes sociales amplificando el miedo y apoderándose de la psiquis colectiva. Se sumaron las declaraciones oficiales de alerta, se deslizó la palabra terrorismo. Se viralizó el video de la caída del muro de la planta de gas en medio de una humareda. Las imágenes de los militares eran sobrias y compuestas, no disparaban, protegían.  En medio del triunfo de la realidad fracturada y polarizada: la desensibilización de la opinión pública ante el sufrimiento del otro prevaleció y dio paso al discurso extremista de odio y persecución. Recrudeció el racismo. Parafraseando a la politóloga germana Hanna Arendt: “Nada fue cierto pero todo fue posible”.

Esa construcción de “lo posible” recreó y simuló en las redes sociales, con una contundencia lacerante e insidiosa, el triunfo del bien sobre el mal, el fin de la dictadura y el retorno de la democracia. Esa realidad en imágenes y declaraciones amañadas de matices macartistas y construcciones paranoicas parecían inspiradas en la caída de Muammar Gaddafi o Saddam Husein. Banderas tricolores en la espalda, monumentos caídos y pisoteados, irrupciones en los aposentos del dictador fueron parte de la escenificación casi de guion.

A pesar del shock, esa simulación, a la que una parte del país se alineó en menos de dos meses, reforzó el sentimiento que un sector de bolivianos había adoptado antes de los sucesos de 2019. El hartazgo de la minoría cogía fuerza en un lado del ring mientras la “manufacturación del consenso” que el periodista Walter Lippman intuyó a principios del siglo pasado, se tejía con noticias falsas, testimonios descontextualizados, imágenes dramatizadas, mensajes polarizantes y ruido. Cristianos se defendían de los salvajes con biblia en mano y el sentido de pertenencia, “la inclinación humana más profunda”, como la describe la cientista Elizabeth Noelle Neuman, fue más importante que el reconocimiento de la violencia fáctica. El discurso político creó una normalidad artificial, de bravucones, amenazas, enemigos, confabulaciones, traiciones, delitos, tanto así que no fue necesario mentir: Bolivia vivía la posverdad.

Esa posverdad donde la información o datos objetivos, imparciales, tenían menos importancia que las opiniones y emociones que generaban. La posverdad donde el “discurso descuidado” que menciona Arendt no trataba de persuadir sino de confundir y herir el debate democrático. La posverdad boliviana donde las víctimas “se dispararon entre ellos” y algunas vidas literalmente valían menos que otras.

Quizás por eso, el medio millón de usuarios en Facebook y otras 43 mil cuentas en Instagram creados por la agencia americana CLS Strategies y contratados por el gobierno de Áñez durante ese periodo, cuyo costo en servicio en las redes ascendió a más de 3,6 millones de dólares, no deberían tomarse a la ligera. ¿Por qué hacerlo? ¿No fue el Washington Post, no fue la Universidad de Stanford y el mismo Facebook quienes advirtieron, cual Hamlet, que algo olía mal en Chuquiago Marka?

La amplificación del contenido generado por esas cuentas fue el gran impulsor del quiebre de la realidad factual, sembró nichos de odio, cada uno más extremista y negacionista que otro. ¿Pero acaso fueron los contenidos de sitios “independientes”, ONG “medioambientalistas” o influencers de pelo en pecho los narradores omnipresentes en esta trama? La ingeniería del comportamiento mediático y de las RRSS indica que el usuario ajusta sus creencias al contenido más cómodo, que uno escoge creer lo que más encaja con su historia. Lo que le conviene.

Guillaume Chaslot, un ingeniero de Google, develó en 2011 que YouTube enganchaba al usuario en más de un contenido, creando y reforzando un punto de vista, su punto de vista, y no siempre de contenidos veraces. Chaslot denunció que a pesar de que ese ejercicio podría ser modificado, el tiempo del usuario frente a la pantalla, muchas veces alimentando mentiras o teorías conspirativas, es más valioso para YouTube que lo que desencadena esa exposición.

Los hechos objetivamente establecidos han perdido su valor en la estratosfera del Biga Data, se diluyeron en su ingeniería y comprensión, en la manipulación de la información personal que gratuitamente ofrecemos todos los días cuando damos un “me gusta” o detenemos nuestra atención en algún contenido en Facebook u otro sitio.

La erosión del ecosistema mediático, la pérdida de confianza en la interpretación de los hechos y el escepticismo que generan los líderes de opinión tampoco ayudan. El balance, la imparcialidad, la objetividad, si existen, no pueden competir con lo que la data brinda para influir en el usuario ¿Podría algún medio influir de la misma manera que Cambridge Analytica lo hizo con 87 millones de usuarios de Facebook? ¿Podría Canal X competir con el medio millón de usuarios en Facebook que CLS Strategies creó para Bolivia durante la crisis?

Los hechos, las víctimas y las cicatrices derivadas de finales de 2019 en Bolivia muestran en muchos sentidos nuestra vulnerabilidad frente a la posverdad. ¿Es la guerra de la información la guerra invisible después de la guerra fría? Lo es.

¿No es acaso democracia cuando das a la gente lo que sabes que quiere? criticó Nigel Okes, director de Cambridge Analytica, cuando le cuestionaron sobre el núcleo conspirativo de su compañía. ¿No es acaso la ideología la primera víctima de la posverdad?

“La conspiración no apoya una ideología, la reemplaza”, subrayó el escritor ruso Peter Pomerantsev, al analizar los alcances de las teorías de conspiración que han acompañado al gobierno de Donald Trump. Negar los hechos racionalmente establecidos, nos han llevado a dudar de todo, a sumergirnos y a doblegarnos ante la duda, pero sobre todo a perder la empatía.

Vuelvo a Senkata, vuelvo a ver las imágenes que fueron difundidas en Facebook, en Twitter, en YouTube el mismo día de la masacre. Los muertos y la tragedia no fueron suficientes para sensibilizar al otro. Prevaleció la narrativa del miedo al otro y así quedamos.

(*) Inga Llorenti Soliz es periodista