Bolivia en tiempos de Bolívar
‘No se imagina la gratitud que tengo para estos señores por haber ligado mi nombre a una cosa inmortal’
Sala de Prensa
Sintió tanto el frío paceño que cuando le escribió a Francisco José de Paula Santander de Omaña, el 19 de agosto de 1825, le dijo que la carta iba a llegar tan helada si acaso “un cóndor no se la lleva y la hace calentar con el Sol”. Y así estaba el frío la madrugada del 18 de agosto de 1825, cuando el libertador Simón Bolívar llegó por primera vez a La Paz, a la cuidad de las sublevaciones indígenas de Katari.
En el pueblo de Laja se concentraron numerosos jinetes, grupos de indígenas con trajes multicolores se situaron en todo el trayecto con sus zampoñas y tambores y las autoridades locales lucieron sus mejores galas. No sólo ello. Le alistaron un obsequio: un hermoso caballo blanco, de media sangre árabe, adornado con montura, correaje, estriberas y hebillas labradas, guarnecidas con piezas de oro. “Un par de espuelas del mismo metal y finísimo chicotillo con monograma de piedras preciosas en la empuñadura, completaba el presente de la Municipalidad de La Paz”, narra Alfredo Sanjinés, bisnieto de la heroína Vicenta Juaristi de Eguino en un escrito recopilado por la Universidad Mayor de San Andrés.
Luego de atravesar Laja y El Alto, el libertador descendió por el pedregoso camino de la urbe en su nuevo caballo, aclamado por la muchedumbre, deteniéndose solo al llegar al puente de Coskochaca (avenidas Manco Kapac y Pando), la entrada principal a la ciudad de La Paz.
El trayecto hasta la plaza principal estaba cubierto de emblemas, flores, monedas, plata labrada y cuantos objetos valiosos podían hallarse.
La primera persona que se adelantó a recibir al libertador, presidiendo un numeroso conjunto de damas de la ciudad y un grupo de niñas vestidas a la usanza de los incas, fue doña Vicenta Juaristi de Eguino.
“¡Libertador!”, le dijo, “La misión que los mártires del año nueve impusieron desde el cadalso de sus hijos, la habéis cumplido. La sangre que regaron en el suelo que pisáis es la savia que da vida al árbol de la libertad, bajo cuya sombra hoy gozamos de la justicia de nuestra causa, del derecho de nuestra victoria y de las garantías que nos da la independencia. A nombre de esta ciudad os saludo, entregándoos está guirnalda como enseña de gratitud”.
Y entregándole una corona de filigrana de plata, tachonada de piedras preciosas, abrió con llave de oro la puerta y mostrándosela al Libertador, le dijo: “Entrad pues a la ciudad cuna de la libertad, y que vuestra triunfante espada abra esta puerta para que desde hoy La Paz pueda imitar vuestras virtudes, ya que antes imitó a sus progenitores en el sacrificio y martirio de sus hijos”, rememora Remy Rodas Eguino, tataranieto de la heroína, exministro de Educación y exdiputado por La Paz, durante un discurso el 17 de julio de 1943, en ocasión de la entrega de un estandarte a la unidad educativa que lleva el nombre de su antepasada. Llegó la comitiva a la plaza principal, donde formaron cuadro algunos cuerpos del ejército libertador.
Aclamado por sus soldados, Bolívar fue recibido en el Palacio y de allí pasó a la Catedral, donde se celebró un tedeum. Cumplido el homenaje al Creador, Bolívar se dirigió nuevamente a Palacio.
De acuerdo con Alfredo Sanjinés, en el salón principal se le aproximó un sacerdote y después de dirigirle unas breves y emocionadas frases, trató de coronarlo con un laurel de oro tachonado con brillantes, pero Bolívar se lo quitó vivamente de la mano y ornó con él las sienes de Sucre: “No es a mí a quien se debe la corona de la victoria —dijo— sino al general que dio la libertad al Perú en el campo de Ayacucho”.
Y Sucre, con modestia y delicadeza, le respondió: “Vuestra excelencia llevando sus bondades más allá de lo que es permitido para la justicia, ha dicho que la libertad del Perú es debida al ejército unido; más el ejército no consentirá jamás una usurpación. Entre las posibilidades humanas no podía contarse un suceso más completo y raro, como nuestro último triunfo, sino lo hubiese precedido un genio superior e inmortal. En el campo de batalla, cuando iba a decidirse la suerte de una nación entera, yo recurrí al nombre de Bolívar para asegurar el resultado. No estuvo la persona de V.E. en Ayacucho, pero V.E. existió en el corazón de cada soldado en el combate”. En la carta de Bolívar a Santander del 19 agosto de 1825 le dijo que llegó a la “patriótica ciudad” y que fue recibido, como era natural, “con mil demostraciones de bondades y agradecimientos”. “El orador de la fiesta de ese día me ha querido hacer Monarca con una poca sagacidad y gracia. En fin, esto está en grande”.
“No puede usted imaginarse la gratitud que tengo para estos señores por haber ligado mi nombre a una cosa inmortal. Yo moriré pronto, pero la República Bolívar quedara viva hasta el fin de los siglos”.
“Bolivia es para voz, como para mí, nuestra hija predilecta. Junín y Ayacucho la entregaron; los libertadores deben mantenerla a costa de sus sacrificios”.
Después de un mes en La Paz, el 20 de septiembre Bolívar y Rodríguez viajaron a Oruro, donde llegaron el 24. En los pocos días que estuvieron en Oruro dejaron disposiciones para que se comenzaran a organizar las instituciones de educación, la prioridad eran las escuelas de primeras letras y de latinidad, las de dibujo, matemáticas y ciencias mineralógicas.
El 5 de octubre llegaron a Potosí. Los residentes organizaron un recibimiento espectacular. Se construyeron arcos triunfales y reunieron a miles para aclamarlo. En las siete semanas que duró su estancia se multiplicaron los banquetes, no faltaron ni bailes ni corridas de toros y las más de las noches se lanzaron espectaculares fuegos de artificio.
El 26 de octubre subieron a la montaña. Bolívar, en un gesto conscientemente épico, clavó un manojo de banderas sobre la cima y saludó a la América emancipada: “Venimos venciendo desde las costas del Atlántico, y en quince años de una lucha de gigantes hemos derrocado el edificio de la tiranía, formado tranquilamente en tres siglos de usurpación y de violencias. Las míseras reliquias de los señores de este mundo estaban destinadas a la más degradante esclavitud. ¡Cuánto no debe ser nuestro gozo al ver tantos millones de hombres restituidos a sus derechos por nuestra perseverancia y nuestro esfuerzo! En cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas venas riquísimas fueron trescientos años el erario de España, yo estimo en nada esta opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la Libertad, desde las playas ardientes del Orinoco, para dejarlo aquí, en el pie de esta montaña, cuyo seno es el asombro y la envidia del universo”, refiere el libro Simón Rodríguez Cartas, editado por la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez (2001).
El 3 de noviembre, la comitiva entró en Chuquisaca. Ahí aconteció un evento por demás histórico: Simón Bolívar le estrechó la mano a Juana Azurduy de Padilla, la teniente coronela, como la llamaban en Salta, Argentina, las montoneras de Güemes.
En un gesto de aprecio y reconocimiento, Bolívar le concedió por decreto una pensión vitalicia de 480 pesos. Pero el pago era intermitente y precario. No eran diferentes de aquéllos contra quienes ella guerreó para fundar esta patria independiente y sin ventura. No alardeaba, sin embargo, de lo pasado, ni murmuraba de lo presente. Era sobria de palabras como un veterano, escribió Gabriel René Moreno en la semblanza biográfica La Teniente Coronela de la Independencia Doña Juana Azurduy de Padilla.
El 6 de enero de 1826 Bolívar salió de Chuquisaca para Lima, se fue de Bolivia y en ella dejó a su maestro con el propósito de edificar la república modelo, designio que no pudo consolidar por diversas razones.
Así fue el paso del libertador por Bolivia y así estaba Bolivia en los tiempos de Bolívar, naciendo aún y él en su momento de gloria.
(*) Juan F. Cori Charca es periodista