Sala de prensa

Está de moda plantearse debates sobre todo: legalización del aborto, machismo, feminismo, etc. En principio, parece una buena idea, pero ¿será tan buena? ¿A qué precio? En teoría, el fin de un debate es intercambiar ideas para llegar a la verdad, una disputatio en el sentido escolástico del término. Como diría el filósofo Alfredo Sáenz, es una batalla intelectual para admitir o rechazar una tesis o planteamiento.

Sin embargo, muchos de los ‘debates’ públicos hoy no parecen llegar a este fin: pronto se convierten en discusión iracunda o burlesca. Fulano impone sus ideas, Mengano también impone las suyas, y ambos pelean por ver quién las impone de forma más bonita y que ‘humille’ al otro; la audiencia se emociona.

Así fue como se impusieron las ideas equivocadas a lo largo de la historia: el iluminismo jacobino, el comunismo, el liberalismo, etc. La propaganda moderna suele consistir en eso: mentiras o medias verdades expresadas de manera convincente.

La retórica muchas veces favorece al error: le da oportunidad de ser expuesto en forma agradable al intelecto. El intelecto saborea, disfruta y digiere esto, y la mente termina contaminada con ideas erróneas que suenan bonitas.

Fue gracias a la exposición del error que hoy, por ejemplo, vemos a la ‘Edad Media’ como la peor época, cuando en realidad tuvo mucho esplendor y alto nivel intelectual. El historiador Claudio Mayeregger lo explica así: la categoría ‘Edad Media’ es ideológica, favorece a gobernantes que nos hablan de un pasado horrible y de un presente feliz con ellos.

La idea de que todo debate público es bueno y deseable parte del nominalismo, filosofía que concibe a la realidad como negociable y que nuestro consenso define la verdad. Para llegar a una auténtica disputatio, necesitamos asumir lo contrario: que existe una verdad objetiva y que podemos llegar a conocerla, no a consensuarla.

¿Es bueno debatir públicamente si 2+2=4 o si la tierra es redonda? De la misma manera, ¿es lícito debatir sobre si abortar es malo? El terraplanismo y el movimiento proaborto son errores. El error no tiene derechos. No se puede debatir con personas que niegan verdades tan básicas. Los debates así de delicados y complicados es mejor hacerlos en privado y entre expertos.

Ojo con esto: la persona tiene derechos, pero el error no. Debemos condenar al error en cuanto idea a evitar, no a la persona en cuanto difusora del error. Pero en circunstancias determinadas, negar a una persona el derecho a hablar públicamente no viola su dignidad; al contrario, la reafirma. Corregir al que se equivoca es un acto de caridad; disuadirlo de esparcir errores también lo es.

El sociólogo Miguel Poradowski sostiene que un gran problema de nuestros tiempos es el antropocentrismo: creemos que todo debe estar centrado en el hombre, en la persona. En este sentido, se dice que no importa lo que el ser humano diga, lo importante es que debemos permitirle decir todo solo por ser humano.

Otro gran problema, según indica el economista Daniel Marín, es el liberalismo o idolatría de la libertad: creemos que la libertad es un bien absoluto. En otras palabras, se la concibe como un fin y no como un medio. Se nos dice que la libertad es lo máximo y que es bueno ser libres, pero no que es mejor usar esa libertad para hacer el bien que para hacer el mal.

Entonces, el antropocentrismo y el liberalismo juegan un papel muy importante en la concepción de que todo debate público es bueno. Sin embargo, no es así: no es ético dejar que un terraplanista transmita un mensaje supersticioso y sin fundamentos en un debate televisivo. Tampoco es ético permitir a cualquier persona difundir errores; es decir, ideas que claramente contradicen la verdad de las cosas.

En su libro Mirari Vos, Bartolomeo Cappellari advertía sobre una actitud muy penosa: la de asumir que los errores difundidos se compensan con algún libro que enseñe la verdad. Esa actitud va contra la lógica, ya que implica hacer un mal seguro y mayor por la pequeña esperanza de un bien resultante.

En este sentido, es absurdo despenalizar el aborto suponiendo que “nadie nos obliga a abortar” y que “pocos van a querer hacerlo”. El hombre tiende al error, le apetece lo prohibido. La medida sí o sí va a causar un efecto negativo. Jugar al rebelde sin razonar es actitud infantil y tendenciosa.

En todo caso, los debates privados parecen ser más sanos que los públicos cuando se trata de conversaciones honestas. A solas, no hay riesgo de desviar a una audiencia enorme con ideas erróneas; pero en público sí lo hay, y peor aún si quienes debaten son inexpertos o simples ‘influencers’ que se hacen pasar por expertos.

No se malentienda todo esto: es sano y justo debatir ciertos temas, pero no todo es debatible públicamente, como nos quiere hacer creer la retórica endulzante del relativismo. Entonces, tengamos debates, pero primero analicemos si nuestra intención con ellos es conocer la verdad  o solamente imponer nuestros prejuicios ideológicos, y si existe riesgo o no de desviar el intelecto de una audiencia considerable.

(*) Aarón Mariscal Zúñiga es comunicador