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021-F y 18-O legitimidades superpuestas

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Controlar el poder, de forma temporal o desmedida, es una de las mayores discusiones que la ciencia política, inacabadamente, aborda en la intención explicativa de encontrar respuestas a comportamientos y conductas siempre fuertemente personalizadas.

En la mirada de Foucault, el poder es algo más que la mera estructura jurídica y legal, es el ejercicio realizado mediante diversos procedimientos de dominación. Esto lo llevó a afirmar que son relaciones de poder complejas y diversas “organizadas en una especie de figura global; podríamos decir que es la dominación de la clase burguesa o de algunos de sus elementos sobre el cuerpo social. Pero no me parece que sean la clase burguesa o tales o cuales de sus elementos los que imponen el conjunto de esas relaciones de poder. Digamos que esa clase las aprovecha, las utiliza, las modifica, trata de intensificar algunas de esas relaciones de poder o, al contrario, de atenuar algunas otras; hay un entrelazamiento de las relaciones de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase social sobre otra, de un grupo sobre otro”. A esto, Salvador Giner lo define como “la capacidad que poseen individuos o grupos de afectar, según su voluntad, la conducta de otros individuos, grupos o colectividades”. El poder puede dimanar de un sindicato ilegal o de una organización corporativa cuyas conductas fácticas obligan al gobierno a realizar concesiones más allá de que él monopolice legalmente todos los factores de poder. El poder, en sociedades diversas y modernas, tiene infinitas vertientes desde donde ejerce su dominio. La cuestión medular es su legitimidad, el reconocimiento de su autoridad cuando hablamos del poder otorgado por voluntad popular en sociedades que definen su forma de gobierno y al depositario del poder temporal. Aquí, los comicios electorales son por supuesto, de trascendental importancia.

Jean-Jacques Rousseau escribía, con notable acierto en el Contrato Social, que las asambleas —espacios de representación y deliberación— tienen por fin sostener el pacto social, y que en ellas debe establecerse un ejercicio permanente de comicios, que cada determinado tiempo debe preguntársele a la sociedad que se pronuncie sobre si es deseo del soberano conservar la presente forma de gobierno y si el pueblo desea seguir encomendando la administración a los que actualmente se encargan de ello.

Impedir comicios programados en temporalidades establecidas es una de las metodologías buscadas para preservar el poder ininterrumpidamente. Evitar este desequilibrio en la esencia del pacto social que ordena las libertades e igualdades de quienes conforman el conjunto societal se alcanza con la regularidad inexcusable de los procesos de elección. Un hecho contrario a estos preceptos elementales, pero fundamentalísimos de la democracia, señala y evidencia vocaciones inciertas de convencimiento democrático. 

Hace una semana, la fecha y el día señalaban que habían transcurrido cinco años del 21-F. Una referencia emblemática y argumentativa sin igual para determinados sectores sociales y regionales del país. El enfrentamiento político causado por la evasión ante el mandato popular expresado en aquel referéndum se constituyó en la fuente decisoria que llevó a guionizar los preparativos para accionar una ruptura institucional. El precio de la desobediencia se consumó en el golpe de Estado consumado en secuencias sucesivas hasta desalojar al titular del Poder Ejecutivo.

Con la democracia interrumpida y los derechos únicamente en aparente vigencia, la legitimidad del poder instalado en plaza Murillo no dejaba de estar impugnada diariamente. El poder requiere siempre una justificación para su existencia. Obliga a construir bases de legitimidad para su ejercicio, y éstas solamente son posible de encontrar en la voluntad popular.

Después del 10 de noviembre de 2019 las legitimidades de los diversos poderes —legales y fácticos— se mostraron agotadas. La resolución del hecho histórico no tenía espacio para sostenerse en esquemas autoritarios. El punto máximo de mayor colisión política y social tuvo una doble caracterización: la de alguien que desobedeció el principio de legitimidad de la voluntad popular y la de alguien que utilizó la fuerza y la ruptura institucional por encima del principio de legitimidad de la voluntad popular. Ante un escenario de quiebre, de estado de excepción, de derechos suspendidos, los caminos eran menores. Una nueva voluntad popular era históricamente imprescindible.  

El 18-O se entiende como la construcción, desde el ejercicio institucional y pacífico del hecho electoral —ese mismo al que refiere Rousseau— de un nuevo ordenamiento de poder legitimado, que debía pronunciarse respecto de la cuestión de propiedad consensuada del poder. Un hecho ordenador de la voluntad popular y del poder mismo, de las legitimidades, legalidades y legitimaciones, rebalanceadas ellas en el ejercicio comicial e indispensable para advertir el estado de la circunstancia histórica de nuestra democracia y sus formas de gobierno y poder.

Para Habermas, la legitimidad contiene “la pretensión de un orden político que es reconocido como justo y correcto”. Un orden legítimo es la respuesta de una sociedad que traduce en voluntad popular su mandato. Una acción pacífica e institucional. El 18-O marca el establecimiento de un nuevo orden político, de distribución y entrega de poder legítimo sobre el cual se debe construir sociedad y Estado gestionando inexcusablemente las demandas colectivas.

Los sectores asociados a conductas y ejes discursivos rupturistas que conformaron el poder no constitucional sustitutivo no construyeron un orden político, solo conformaron una circunstancia política extra/constitucional. Los órdenes políticos pueden ganar y perder legitimidad, las circunstancias políticas extra/constitucionales están carentes de legitimidad y legalidad, por ello se instalan con un final previsible de condenas y desprecio popular.

Se reconocen gobiernos como legítimos aquellos que expresan un mandato mayoritario de la voluntad popular constituida a través de los electores, con obediencia basada en razones de validez escrutada y legal. La democracia formal, en palabras de Claus Offe, se legitima con la participación de todos en los procesos de decisiones del Estado. Ahí, la partidocracia conservadora de Bolivia, retenida en el tiempo por una ansiedad únicamente electoral, no modela un proyecto alternativo viable en su legitimidad y referencias democráticas. Ausentes de institucionalidad y con obsesión electoral, solo las posibilidades de auspiciar la ingobernabilidad les abre alguna puerta hacia el poder, pero un poder des-legitimado, distante de la construcción de nuevos paradigmas de sociedades justas e inclusivas.

Discursivamente aún perviven los intentos de hacer del 21-F el eje de su acción argumentaria. Metodológicamente, encuentran en la ruptura institucional de noviembre de 2019 su mayor gesta política. Apuntan a ella como forma de retomar el poder aún a sabiendas que el 18-O superpuso una legitimidad nueva y mayor, expresada en la voluntad popular que determinó, históricamente, la legitimidad de las proporcionalidades del poder político.

(*) Jorge Richter es politólogo, actual Vocero presidencial