Thursday 27 Mar 2025 | Actualizado a 13:38 PM

‘Ipso facto’ en 2019

La respuesta del exvicepresidente Álvaro García Linera a la Iglesia Católica sobre su rol en la salida de Evo Morales del gobierno.

/ 28 de marzo de 2021 / 16:35

DIBUJO LIBRE

Ipso facto, ahorrando formalismos”. Esas son las palabras con que monseñor Ricardo Centellas, en un comunicado del 19 de marzo de 2021, a nombre de la Conferencia Episcopal Boliviana, confesó el “método” que se usó el 12 de noviembre de 2019 para consumar el golpe de Estado contra Evo Morales. La frase es simple y brutal a la hora de entender por qué una segunda vicepresidenta de la Cámara de Senadores, de un partido minoritario, con un largo prontuario de posiciones racistas ante la mayoritaria población indígena, sería investida con la banda presidencial en un oscuro cuarto del viejo Palacio de Gobierno y por un general en traje de combate.

Los “formalismos” escamoteados a los que se refiere despectivamente el monseñor son los de la Constitución, madre de todo el ordenamiento normativo del país, que en su Artículo 169 establece, de manera innegociable, que en democracia y para garantizarla, el orden de sucesión presidencial recae exclusivamente del Presidente al Vicepresidente; a falta de éste, en el presidente de la Cámara de Senadores; y a falta de éste en el presidente de la Cámara de Diputados. Es una estructura de mando constitucional cerrada, sin ninguna interpretación o ambigüedad, precisamente para garantizar la representación numérica del voto mayoritario de la población en la elección de sus principales autoridades.

No es un “formalismo” más, con el cual puede limpiarse la nariz como lo hace la jerarquía católica, a no ser que se esté ante una conjura violenta contra el ordenamiento democrático del país. La lógica de la Asamblea Constituyente de 2008, al redactar este párrafo fue que el mando del país, ante cualquier eventualidad, siempre recaiga en autoridades portadoras del voto mayoritario de los electores, a fin de impedir el pervertido manejo político de décadas anteriores en que las minorías políticas, los perdedores ante el veredicto del apoyo popular, aparezcan gobernando, como hizo, por ejemplo, el MIR en 1989. Así, a la organización política que obtenga la mayoría del apoyo electoral, le corresponderá directamente la Presidencia y Vicepresidencia del Estado; a la que tenga mayor número de senadores elegidos por departamento, la presidencia del Senado, y a la que obtenga mayor número de diputados por circunscripción uninominal y plurinominal, la presidencia de Diputados. Y cuando tenga que proceder la sucesión constitucional, el mando democrático siempre recaerá obligatoriamente en la fuerza política con mayor votación y representantes en uno de los tres niveles de la jerarquía estatal. De ahí que, “ahorrarse” ese “formalismo”, era simplemente asesinar la democracia.

Esta lógica del ordenamiento normativo que garantiza el gobierno democrático de las mayorías a través de sus representantes nacionales y territoriales electos continúa en el Reglamento del Senado, que en su Artículo 35 establece que su presidencia y primera vicepresidencia corresponden al bloque de mayorías, al que obtuvo mayor número de senadores; en tanto que la segunda vicepresidencia, el lugar que ocupaba Áñez, al bloque de minorías. Así, en el marco de la Constitución y la democracia era metafísicamente imposible que la segunda vicepresidenta del Senado, lugar de las minorías, pueda ocupar el lugar de las mayorías, esto es, la presidencia del Senado. A no ser, claro, que de por medio estén la espada y la biblia para “ahorrar formalismos”, es decir, dar un golpe de Estado. Por si no fuera suficiente esta integralidad del orden jerárquico del Estado asentado en la lógica de gobierno de mayorías, el Artículo 75 del citado reglamento señala que para convocar a una sesión de la Cámara, el quórum obligatorio para instalarla es el de la mayoría absoluta de sus miembros, 19 senadores de un total de 36. Los opositores apenas tenían 11 (nueve UD y dos PDC), por lo que no importaba cuántas invocaciones se hicieran al cielo, era imposible convertir 11 senadores en los 19 que la Cámara necesitaba para sesionar. Y si sesionaba, la única ruta democrática y constitucional que había era elegir a un nuevo o nueva presidenta del Senado del bloque de mayorías, en este caso del MAS, que tenía 25 senadores, para que luego, inmediatamente, asuma la Presidencia del Estado. Pero esto significaba echar por la borda el financiamiento de paramilitares que quemaron órganos electorales departamentales, olvidarse de los jugosos sobornos empresariales a los comandantes de las FFAA y la Policía, desoír los inmorales rezos en la puerta de los cuarteles y atragantarse los relatos de fraude con que los opositores, tras la caída en las encuestas en enero de 2019, habían encubierto su insuperable condición de minorías derrotadas.

“Pero para qué tanta Constitución, democracia, leyes y lógica de mayorías”, exclamó alguno de los conjurados de la “católica” ese fatídico 12 de noviembre. Allí estaban Samuel Doria Medina, Carlos Mesa, Jorge Quiroga y otros.  Y a falta de inteligencia y convicción democrática sobraba odio racial y revanchismo violento. Así que “ipso facto, ahorrando formalismos” según el monseñor, 11 senadores opositores ahora serán más que 19, y las minorías serán declaradas, Dios mediante, “mayorías” gracias al poder de las armas y los rezos emperifollados.

Ciertamente este “milagro” no resiste la prueba de consistencia aritmética de los sumerios ni mucho menos tiene un átomo de democrático o constitucional. Pero así sucedió: sobre el poder de las bayonetas, Áñez, que por voto popular y norma constitucional solo podía leer la correspondencia de la Cámara, ahora entraba por la ventana al Palacio de Gobierno para recibir una espuria banda presidencial y ser escoltada por una cofradía de uniformados desleales a su institución y a la democracia. Los que nunca pudieron ganar elecciones nacionales ahora eran gobierno; los eternos derrotados por el voto popular ahora ganaban parapetados detrás de tanquetas. Al día siguiente, “ipso facto, ahorrando formalismos”, el odio y el racismo se enseñoreaban para cobrar venganza de unos indios alzados que se habían atrevido a ser gobierno. A falta del indio presidente para ser linchado, se quemaban wiphalas en La Paz y Santa Cruz, y en Cochabamba los nietos de los hacendados se encargaban de expulsar cholas de la ciudad. Se iniciaba el año infame.

Pero, hay que ser justos; el método “ipso facto” no es un invento enjundioso de monseñor. Ya lo empleó Torquemada en 1485 para deshacerse de conversos y de bibliotecas “peligrosas”. La economía de “formalismos” políticos la practicó también con notable eficiencia Fray Vicente, doctrinero de Pizarro, que a decir de Guamán Poma, en su magistral Nueva corónica y buen gobierno, dio la señal para que las tropas españolas, “ipso facto”, se lanzaran a “matar indios como hormigas” en Cajamarca, en 1532; todo porque supuestamente “estaban en contra de la fe” católica.

“Ipso facto, ahorrando formalismos” fue también el ideario que guió a Hitler para instaurar campos de exterminio que, con métodos “expeditos” y sin ataduras legales, mataron a más de 12 millones de judíos y comunistas durante la Segunda Guerra Mundial.

En fin, este desprecio por los “formalismos” de la democracia, la dignidad de la vida, de la tolerancia y el respeto a la voluntad de las mayorías sociales, es propio del fanatismo ideológico, el racismo político y el fascismo. Pero, aún queda pendiente la pregunta sobre por qué una jerarquía de una institución religiosa tan importante avaló una brutal violación de la democracia y la lógica constitución de mayorías, cuando muchos de sus párrocos de base, que sí comparten el dolor del feligrés, han luchado por la democracia y la igualdad. Y quizá la respuesta la tenga otro monseñor que fue delegado a la Constituyente, como los viejos cruzados de Urbano II en el siglo XI, para hacer retroceder a los constituyentes “impíos” que querían separar la Iglesia del Estado. La laicidad del Estado al final les pareció una afrenta tan diabólica como aquella implementada por el Mariscal Antonio José de Sucre al expropiar los bienes de la Iglesia. “Si para ustedes es patria o muerte —señaló ahora el monseñor—, para nosotros es Iglesia o muerte”. Y ciertamente lo fue. El 14 de noviembre, “ipso facto, economizando formalismos”, la biblia de Fray Vicente entraba a Palacio con su estela de muerte de indios y de democracia por igual.

(*) Edición impresa, Animal Político

(**) Álvaro García Linera es matemático y sociólogo, exvicepresidente

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Un mundo brutal

El exvicepresidente Álvaro García Linera escribe sobre el poder, su ejercicio y las consecuencias cuando se pierde la legitimidad.

Arm in chains and the hand is closed as a fist, struggle free from oppression and tyranny ,

/ 9 de marzo de 2025 / 00:45

Cuando Maquiavelo recomendaba al príncipe que para gobernar había que hacerse amar y temer por el pueblo, estaba resumiendo la llave maestra de la legitimidad de cualquier gobierno. No se trata de usar la fuerza para ser temido ni de ser condescendiente con todos para ser amado. Al final, coacción sin justificación colectiva y bondad sin firmeza en los temas de gobierno son pilares deleznables para afrontar exitosamente el gobierno de cualquier sociedad atravesada de múltiples y contradictorios intereses.

Para el florentino, ser temido es la virtud del respeto que se obtiene del ejercicio pleno y en todo el territorio de las decisiones de gobierno. Ser amado es tomar medidas que beneficien, de alguna manera, a todos: ricos y pobres. Ambas son la metáfora de lo «universal» que, a decir de Marx, es el monopolio por excelencia de los estados modernos. El Estado puede presentarse como la forma de unificación política de la sociedad precisamente porque es la única institución que reclama con éxito el ejercicio vinculante y universal de sus decisiones en un territorio y, por otro lado, porque sus determinaciones están pensadas también para beneficiar, formalmente de manera universal, a todos sus habitantes.

Pero claro, lo sabía bien Maquiavelo, los universales del Estado son monopólicos, es decir, los define el príncipe, no los súbditos; aunque la virtud del respeto emergerá de la capacidad del príncipe para tomar decisiones que sean susceptibles de tener un mínimo interés común a todos los súbditos. Por ello, lo universal es abstracto, pero real. Porque ciertamente beneficia más a unos, el Príncipe y su corte, lo que hoy llamamos las clases dominantes. Pero algo, por muy poco que sea, deberá llegar al pueblo, para cimentar tolerancia y cumplimiento.

Común a todos y monopolio de pocos es la fusión política permanente que garantiza la atracción, la adhesión y legitimidad de cualquier gobierno del Estado. Pero cuando esto se quiebra, lo que tenemos es la ferocidad de un Estado patrimonial y oligárquico, que es lo que justamente estamos viendo brotar hoy por todas partes del mundo.

La lujuria de los poderosos

En los países subalternos del orden capitalista es conocida la presencia de USAID con sus llamados «proyectos de desarrollo», «fortalecimiento democrático» y de «prensa libre» que, a nombre de valores y beneficios para todos, financian élites locales leales a las empresas y políticas norteamericanas. Es el «poder blando» («ser amado») que viabiliza sin traumas el poder duro de los intereses corporativos («ser temido»). Pues ahora estas edulcoraciones de la dominación no van más. Los intereses norteamericanos ya no apelarán a eufemismos y consenso para estar allí donde vean conveniente. A modo de cañoneras de mercado, el proteccionismo arancelario de EE.UU. doblegará a muchos gobiernos extranjeros para que se sometan, sin filtro ni artificio justificador, a lo que EE.UU. necesita para reorientar el comercio mundial. Y si esto no funciona, EE.UU. lo tomará por la simple razón de que le da la gana. Primero tal vez sea Groenlandia, luego Panamá, quizá luego Gaza…

Que EE.UU. protegerá a Occidente del comunismo, o ahora del asiatismo bárbaro, está bien para los seguidores de Walt Disney que se fascinan con las historias de fantasías. Hoy, el poder duro de las armas de disuasión es un negocio más, como vender cerveza. Si Europa quiere protección, señala Trump, que pague los costos de la seguridad, que suba su gasto en defensa para comprar más armas a EE.UU. y ponga los muertos en las nuevas aventuras coloniales que aún añora perseguir. Los «valores de Occidente» que engatusaron a las antiguas generaciones ahora son una vulgar mercancía que se exhibe en el escaparate del supermercado como la pasta dentífrica o el tocino.

Si hasta hace poco la expansión de la OTAN, la guerra por encargo en Ucrania o la invasión de Libia y Afganistán se las justificaban con la retórica de combatir las autocracias, hoy descaradamente se anuncia que es solo un método para controlar territorio y someter fuerza de trabajo barata. Cínicamente y ante los ojos de millones de ciudadanos, Trump les echa en cara a los ucranianos que Occidente paga por cada joven muerto que tienen en combate y, encima, sin rubor alguno, les reclama que sus muertos valen menos de lo que han recibido y que deben devolver parte de ese dinero con la entrega de sus minerales. La moral bucanera ha sustituido a la ilusión universalista.

Para no quedar atrás, la presidenta de la Comisión Europea, von der Leyen, anuncia con entusiasmo que ha llegado «la hora del rearme» continental por lo que los estados podrán endeudarse sin límite para abastecer sus arsenales. Finalmente, después de tanta alharaca medioambiental, para todos ellos, las bombas que resguarden sus murallas resultan más importantes que el calentamiento global. Y no deja de ser pintoresco el afectado gesto dramático con el que numerosos voceros «occidentales» desempolvan viejos manuales bolcheviques para denunciar el grosero comportamiento «imperialista» de EE.UU.; olvidándose que lo que hoy tanto les molesta de las bravuconadas de Trump es lo que ellos han hecho todos estos años con África o Medio Oriente.

Atravesamos tiempos liminales sin horizonte ni redención previsible. Por ello, el mundo se ha convertido en un campo de batalla sin reglas para descuartizar países, mercados, poblaciones y esperanzas. Y en casa de los imperios recargados, el esquema es el mismo. Las ideologías que legitimaban la dominación han envejecido y la gramática del dinero es hoy el nuevo soberano. Las oligarquías se han lanzado al asalto del poder estatal. No necesitan justificación. Tampoco requieren de los servicios de las aburridas clases medias letradas que hacían artificios lingüísticos con los «valores y principios» democráticos. Solo requieren sirvientes que ejecuten los caprichos bobos de niños ricos con juguete nuevo.

Las oligarquías en el poder compiten para deshuesar lo más dolorosamente posible los servicios públicos. Botan a funcionarios de larga trayectoria como si se trataran de calcetines sucios. Financian campañas electorales a bolsillo suelto como quien apuesta a una carrera de caballos. Compran votos con denigrantes loterías. Y luego, para completar su canallada, a plena luz pública, se autoasignan contratos estatales, o la propiedad de empresas públicas, para aumentar el valor de sus compañías. Los contorsionistas de este vodevil, los presidentes, no se quedan al margen y se lanzan a estafar abiertamente a incautos ciudadanos con criptomonedas. Desdoblando el cuerpo del príncipe (el gobierno) del cuerpo de la persona que funge hoy como gobernante, arguyen que la promoción rentada de tal o cual cripto no es en cuanto presidente, sino en cuanto individuo, habilitando así una novísima coartada criminal respecto a que se es gobernante solo cuando estampan su firma en documentos con bandera de su país; pero luego, el resto del tiempo son simples individuos abocados a engordar lascivamente sus arcas personales.

Sin embargo, que este envilecimiento de los estados pueda imponerse no es meramente una astucia de oligarquías corruptas, sino que requiere, al menos, la tolerancia silenciosa de una parte de un electorado igualmente envilecido. Clases medias en pánico moral por el ascenso social de sectores populares o indígenas. Jóvenes varones aterrados por su impotencia jerárquica ante mujeres empoderadas. Trabajadores empobrecidos que creen que los migrantes que limpian las casas y cosechan los alimentos, les arrebatan los empleos en las industrias o empresas de servicios. Acusar a los débiles de los efectos que las fechorías de los plutócratas causan en los sectores medios, se ha convertido en la mejor manera de embaucar a los pueblos. Los que hasta ayer se asumían como los sublimes redentores de la humanidad hoy insuflan cacerías racistas de latinoamericanos, africanos y musulmanes. En tanto que otros, se jactan de haber convertido el mar Mediterráneo en una gigantesca y barata tumba de indocumentados.

https://es.wikipedia.org/wiki/Nicol%C3%A1s_MaquiaveloEl poder oligárquico mundial es hoy la brutalidad del más fuerte, la obscenidad del más millonario, la crueldad del más prepotente. Para qué ser amado si es más fácil y humillante aterrorizar al indefenso. El único universal que veneran es el dinero. La parálisis y miedo que provocan les hace creer que han inaugurado una nueva gobernabilidad fundada en las billonadas que ostentan. Sin embargo, gobernar sin evocar algún tipo de universal, alguna forma de beneficio común, es efímero. Es un tema de cohesión social que promueve la tolerancia moral de los gobernados. Por ello, en medio de esta orgía de ofensas desbocadas, quizá valga la pena recordar nuevamente a Maquiavelo que, conocedor de las tentaciones principescas de creerse impunes y eternos, les advertía sobre la suerte del emperador romano Máximo el Tracio, que desdeñó ser amado y transmutó el temor por el odio y desprecio de sus súbditos. Finalmente, después de unos años y en medio de rebeliones, los ciudadanos vieron pasar rumbo al senado, la cabeza cortada del emperador y de su hijo.

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El monopolio de la enunciación legítima

El exvicepresidente presenta su más reciente análisis en relación a la coyuntura, que tiene como telón de fondo las múltiples crisis presentes.

/ 9 de noviembre de 2024 / 23:30

Fue Bourdieu quien comprendió que una de las cualidades definitorias de los estados modernos es su capacidad de monopolizar las fuentes de enunciación de “verdades” sociales con efecto vinculante en un territorio. No se trata de que sus declaraciones sean verdaderas; de hecho, muchas veces son falsas. Pero, regularmente, son aceptadas como “verdaderas” por una sociedad que las asume, tolera y cumple. A esto él le llamó el monopolio estatal del capital simbólico, que permite que sus acciones y enunciados sean portadores, por lo general, de una implícita legitimidad colectiva.

El núcleo de la legitimidad

Ciertamente, el Estado no es el único portador de legitimidad. La sociedad civil es siempre la fuente originaria de los consensos y, en su interior, existen múltiples motores de legitimación, como los medios de comunicación, las iglesias, las universidades, los sindicatos, los intelectuales, los “influencers”, etc. Pero se trata de legitimidades fragmentadas, referidas a los miembros de la cofradía religiosa, a los partícipes de una rama de la “opinión pública”, a los agremiados, etc. En cambio, las legitimaciones universales, generales y comunes a todos tienden a concentrarse en el Estado.

Por ejemplo, el monopolio de las titulaciones que certifican conocimientos escolares; la elaboración de leyes que supuestamente favorecerían por igual a todos los ciudadanos, o el ejercicio de la seguridad pública que disminuye los delitos. No importa si el estudiante obtuvo calificaciones por favores económicos, si tal ley resultó de sobornos a gobernantes para favorecer algún negocio inmobiliario privado o si las infracciones a la propiedad disminuyen a costa del aumento de las agresiones con uso de violencia. Al final, la certificación estatal garantiza la “verdad” del conocimiento adquirido, del beneficio colectivo de la ley o de la reducción del delito. El Estado puede llevar adelante estas arbitrariedades con recursos públicos sin que gran parte de la población se entere o, cuando se entera, lo haga aceptando lo que la información oficial y los portavoces justifican.

Esta legitimidad de las acciones estatales se verifica cuando el orden social funciona con regularidad. Pero la legitimidad se paraliza o fragmenta cuando el régimen económico o político entra en crisis. Las enunciaciones estatales dejan de ser creíbles; sus narrativas no generan adhesiones y el acatamiento a sus disposiciones se pone en duda. Es como si el Estado y sus funcionarios, hasta entonces portadores de una cierta aura de excelencia y superioridad, regresaran a la terrenalidad del descrédito y la impugnación cotidiana.

Pasó en Argentina en 2002 tras el fracaso de la convertibilidad; pasó en Grecia tras la recesión y austeridad impuestas por la “troika” europea y, en general, con el ascenso del ciclo de protestas sociales y la llegada de gobiernos progresistas o “populistas” en Latinoamérica y otras regiones del mundo. Que la emergencia de gobiernos “populistas” ocurra en medio de un malestar económico, la pérdida de ingresos y la sensación colectiva de un agravio por parte de las viejas élites no es un hecho menor. Habla de que el monopolio de la legitimidad siempre requiere una materialidad de verosimilitud, sin la cual, sencillamente, se desploma.

La respuesta de Bourdieu respecto a que el monopolio estatal del poder simbólico se basta a sí mismo para fundar su eficacia no puede explicar por qué, en ocasiones de crisis, la legitimación estatal se erosiona o desploma, lo cual equivale a cuestionar qué es lo que realmente la sostiene.

Y es que el monopolio estatal de la enunciación legítima tiene como condición subyacente el monopolio de los bienes, condiciones y recursos comunes de la sociedad. Como señaló Marx, ese es precisamente el núcleo del Estado, y sobre su gestión reposan los rangos de credibilidad o incredulidad de las enunciaciones estatales.

La condición de posibilidad de la legitimidad estatal radica en la gestión gubernamental relativamente “universal” de esos bienes y condiciones comunes (impuestos, riquezas públicas, derechos, reconocimiento, bienestar social, etc.). La estabilidad económica y los derechos básicos garantizados establecen un marco de recepción tolerante de las emisiones estatales y habilitan una lucha política partidaria en torno a esta centralidad. Pero cuando los bienes materiales y simbólicos de la sociedad se contraen y se reparten de manera agresivamente segmentada, cuando las condiciones generales de la vida social se fracturan, lo común (por monopolios) deja de ser verosímil; esto es, la autoridad estatal se corroe, dando lugar a una crisis de hegemonía.

Un régimen estatal puede convivir con la degradación de las condiciones de vida, el enojo social, la pérdida de derechos e incluso el ejercicio arbitrario de la represión, siempre y cuando se trate de segmentos minoritarios de la población: minorías sociales, ramas sindicales, estudiantes o habitantes de una región. Pero cuando el deterioro de las condiciones de vida abarca a mayorías sociales, cuando el recorte de algún derecho es generalizado y la ofensa o represión es indiscriminada, el sentido de lo común y de lo universal es puesto en jaque y, con ello, la propia plausibilidad del régimen estatal vigente. Son tiempos de descrédito de los gobernantes; el monopolio de las “verdades” estatales se resquebraja por todas partes. El gobierno deja de ser creíble y, haga lo que haga, siempre estará bajo sospecha pública o burla.

Las crisis económicas y los recortes de derechos o reconocimientos siempre anteceden a una parálisis y fragmentación de la legitimidad estatal, pues el horizonte predictivo común imaginado, alrededor del cual las familias y las clases sociales ordenan el curso esperado de sus vidas, se desquicia, se desploma y desmembra el sentido de cohesión y destino compartido. La divergencia de élites políticas y la polarización social, que en ocasiones ha llevado al ascenso de los progresismos (Latinoamérica, España, Gran Bretaña) y de los autoritarismos y populismos (Trump, Orbán, Meloni) en las últimas dos décadas, han estado precedidos de retracciones económicas y visibilidad de agravios, propios de la fase descendente del orden económico neoliberal global.

Legitimidad fragmentada

La corrosión de la legitimidad estatal no necesariamente extravía la fuente de los consensos sociales. Provoca una crisis de hegemonía, una crisis del régimen estatal, es decir, un estupor en la forma de organizar la vida en común y el destino común imaginado de las sociedades. Pero da lugar a la expansión de otras fuentes de legitimidad desde la sociedad civil, bajo la forma de acción colectiva, politización de nuevos sectores anteriormente apáticos, cambios bruscos en los temas de interés de la opinión pública, papel creciente de las redes y protagonismo de nuevos intelectuales, que disputan credibilidad con el discurso oficial. Cuando esas fuentes de nuevos consensos y proyectos de reforma del Estado y la economía se canalizan al interior del viejo sistema de partidos políticos, se producen cismas y reformas profundas en sus ideologías y propuestas económicas; así, la transición hegemónica se lleva a cabo mediante cataclismos regulados. Es el camino, por ahora, de Estados Unidos, Gran Bretaña y Argentina con el kirchnerismo. Cuando el malestar social se canaliza por fuera del esquema de partidos tradicionales, emergen nuevas fuerzas y discursos políticos rupturistas, que reconfiguran el sistema partidario, como en Brasil, Francia, Alemania, España, Uruguay o, recientemente, en Argentina. Que esperpentos políticos como Milei en Argentina puedan imponer arcaísmos monetaristas como solución a los problemas de inflación no es una astucia de manejo de redes, sino el resultado del hastío de una sociedad ante un Estado intervencionista que llevó al país a una inflación del 150%.

Pero cuando las fuentes de legitimidad se estacionan en nodos activos de la sociedad civil movilizada, como sindicatos, gremios, flujos de acción colectiva y sus representantes emergentes, la crisis de legitimidad estatal es radical. Estamos no solo ante el agotamiento temporal de una parte de las “verdades” estatales, sino además ante el surgimiento de otras “verdades” con pretensión de universalidad, de nuevos comunes cohesionadores. Por ello, no bastará un recambio de narrativas y programas de las antiguas élites, como en el primer caso, ni una ampliación de élites, como en el segundo; conducirá a una sustitución de los bloques sociales con capacidad de producir nuevos esquemas universales para toda la sociedad, un nuevo horizonte predictivo y, con ello, una nueva coalición social con capacidad hegemónica.

Es el momento de lo que Gramsci llamó un “empate catastrófico” entre una fuente de legitimidad estatal en declive, raída y devaluada, y fuentes de legitimación social portadoras de grandes reformas sociales.

Que el conglomerado de instituciones monopolizadoras de lo común (el Estado) que es capaz de movilizar recursos comunes se muestre en competencia e, incluso, en desventaja ante nodos de la sociedad civil cuya virtud es, por ahora, solo una promesa de una manera de organizar esos recursos comunes, habla del poderío político de la imaginación colectiva sobre esos recursos comunes al momento de definir la formación de los liderazgos históricos y las hegemonías duraderas.

En todo caso, lo relevante del ocaso de un sistema de legitimación estatal es la disonancia entre los esquemas de emisión estatal y el esquema de recepción social. Es como si hablaran idiomas distintos o como si las palabras tuvieran significados diferentes. El desconcierto y la pavorosa orfandad que todo ello provoca en los gobernantes quedan perfectamente ilustrados en la creencia de la esposa del presidente chileno Piñera, quien calificaba a los sublevados de 2019 como “alienígenas”.

A la vez, la parálisis de las creencias estatales no puede ser indefinida, por lo que, casi paralelamente, sectores crecientes de la población se ven impulsados a abrazar una predisposición o apertura hacia nuevas creencias compartidas, habilitando una audiencia para los renovadores de los viejos partidos, los marginados del sistema de partidos (ahora convertidos en adalides de una renovación intelectual y moral de la política), o para las enunciaciones resultantes de la acción colectiva.

Y es que allí donde la transición de esquemas estatales de legitimación viene acompañada de estallidos sociales, son estos movimientos sociales los que también actúan como intelectuales colectivos capaces de promover rupturas y adhesiones cognitivas en amplios sectores populares. La acción colectiva siempre actúa como una epifanía cognitiva, como una gramática de nuevos cursos de acción posibles para la sociedad sobre los modos de organizar la vida en común, es decir, sobre la disputa de los universales legítimos de una sociedad. Lo que en la literatura se estudia como “doble poder” es una variante radical de este factor disruptivo de lo decible y lo posible que acompaña los momentos de efervescencia social.

En resumen, a estas tres formas de transición de un régimen de legitimación estatal les corresponden distintas formas institucionales y discursivas de formación de un nuevo régimen de legitimidad.

Legitimidad extraviada

Pero también puede suceder que al crepúsculo de un régimen de legitimación estatal no le acompañe un sustituto, ni desde el viejo sistema de partidos, ni desde los “outsiders” ni desde una movilización social ausente. En este caso, la sociedad entra en un período temporal de descomposición fragmentada en cámara lenta, como sucede hoy en Bolivia. Sin embargo, está claro que esto tampoco puede ser duradero.

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FMI y el proteccionismo económico

La institucionalidad que otrora abrazó a pie juntillas el canon neoliberal ahora da marcha atrás y se adapta a los nuevos nacionalismos y regionalismos en el mundo.

El expresidente Álvaro García Linera en Piedra, Papel y Tinta.

/ 21 de julio de 2024 / 06:14

Dibujo Libre

No dejan de sorprender las piruetas ideológicas que está ensayando el Fondo Monetario Internacional (FMI). Acostumbrada a pontificar durante décadas sobre unas leyes de mercado escritas incorruptiblemente en roca, hoy, con una dosis de cinismo y asombrosa flexibilidad teórica, coquetea con planteamientos anteriormente excomulgados del léxico económico mainstream.

Déficit fiscal cero, contracción del gasto público, reducción del endeudamiento, supresión de subvenciones, apertura comercial, privatizaciones de empresas públicas y desregulación del mercado laboral eran unos preceptos “universales” distribuidos bajo el formato copy-paste a cuanto país del mundo solicite crédito externo. Podía ser Bolivia, Ecuador, Rusia, Polonia, Nigeria, Chile, Grecia o cualquier otra nación en apuros, había un único camino para abrazar la prosperidad occidental. Para problemas e historias distintas, se tenía el mismo inevitable y sagrado destino: el libre mercado que premiaría a los triunfadores y entregaría a la caridad a los perdedores.

Hoy, en tanto haya algunas elites políticas y empresariales sobreviviente de esos jurásicos tiempos liberales, el recetario será el mismo. Pero los del FMI no son tontos. Saben que ese anacronismo solo es apetecible para algunos fósiles extraviados en África o Latinoamérica. Comprenden que, en el resto del mundo, especialmente en los países que son miembros de las “economías avanzadas”, el viejo vademécum de mercado ni funciona ni seduce a millones y millones de votantes enojados con la desigualdad y la humillación de ser los perdedores. Ante la guerra comercial iniciada por EEUU contra China desde 2018 y que tiró al basurero de la historia la muletilla de la “eficiente asignación de recursos por del mercado global”, el FMI acuñó el atractivo concepto de “fragmentación geoeconómica”, un eufemismo para aceptar que los tiempos del libre comercio mundial habían terminado para dar paso al “comercio de amigos”. La “seguridad nacional” de las grandes economías occidentales, se ponía por encima de su ineficiencia productiva respecto al gran taller mundial de la China.

Ahora, el 2024, acaba de publicar varios textos de antología equilibrista. El proteccionismo que hasta hace una década era considerado un desvarió pre-económico, ahora luce el reconocimiento fondomonetarista y es presentado como la nueva tendencia económica mundial que “ha regresado con fuerza”.

En un documento titulado “The return of industrial policy in data” (enero de 2024) e “Industrial policy coverage in IMF surveillance” ( febrero de 2024), el FMI intenta mezclar las viejas machaconerías de mercado con el nuevo léxico de intervencionismo y subvenciones estatales que ya se han convertido en irreversibles.

Por prurito verbal, el FMI no se aferra al concepto de proteccionismo, lo que sería ya casi una abdicación moral, y prefiere referirse a las “industrial policy” o “políticas industriales”. Lo interesante del último documento es que establece lo que el FMI tiene que hacer frente a esta indeseable realidad ascendente.

Inicialmente el FMI define a las “políticas industriales” como “intervenciones gubernamentales especificas destinadas a apoyar empresas, industrias o actividades económicas nacionales para lograr ciertos objetivos nacionales (económicos o no económicos)”. Y Se aplican mediante múltiples mecanismos a favor de empresas públicas y privadas: los subsidios, por ejemplo, a los carburantes y la energía eléctrica; las donaciones económicas directas; prestamos estatales concesionales, reducción de impuestos, inyección de capital gubernamental, impuestos a las exportaciones, subsidios a la exportación, alivios a las cargas sociales, restricciones a la transferencia tecnológica, restricciones de contratación en obras públicas, requisitos de contenido local a productos comercializados, etc.

A estas alturas los liberales jurásicos se estarán revolcando en el piso al ver juntas tantas “ofensas” a la libertad económica. Pero si, ese es el nuevo lenguaje del FMI. Y no se trata de un exceso verbal sino de una realidad. Como se ve en la gráfica, este tipo de intervenciones estatales que ya comenzaron a aflorar tras la crisis del 2008, se han disparado los últimos años. De cerca de 200 a inicios del año 2000, a 3500 el año 2022 y cerca de 2800 en 2023. Según el Global Trade Alert, desde el 2008, se han implementado más de 32.000 acciones proteccionistas en todo el mundo, cinco veces más que las acciones en favor del libre comercio. Lo más llamativo de todo ello es que quienes encabezan este neoproteccionismo no son países en “vías de desarrollo” sino las llamadas “economías avanzadas”.

Las áreas donde más se está sustituyendo el “libre comercio” son en los sectores de semiconductores, minerales críticos necesarios para el cambio de la matriz energética; ramas industriales de acero y aluminio; tecnologías de uso civil-militar; tecnologías bajas en carbono; especialmente automóviles eléctricos y paneles solares; insumos médicos y, en general, cualquier sector de empleo de “tecnologías avanzadas”, que incluye las actividades de mayor rentabilidad. En otras palabras, proteccionismo en cualquier parte. Un ejemplo claro y reciente de ello son los $us 6.600 millones de subvención, y $us 5.500 millones de crédito concesional del gobierno norteamericano para la instalación de una planta de microprocesadores de la empresa taiwanesa TSMC en Arizona; o la elevación de los impuestos a la importación de autos eléctricos chinos, del 100 % al ingresar a EEUU; del 47 % el hacerlo a la Unión Europea.

Sin embargo, el FMI no pierde sus raíces y añoranza por los “dorados años” del hiperglobalismo, hoy en retirada. Resignado al curso del viento de los nuevos tiempos de revival nacionalista o regionalista de la economía mundial, considera que el neoproteccionismo no solo tiene el “listón bien alto” para intentar abordar las “fallas del mercado” sino que, además, puede generar numerosas “ineficiencias”, como las distorsiones en la asignación local de recursos, en los flujos comerciales, en la inversión y, además, alentar “políticas de ojo por ojo” del lado de los socios comerciales, como lo que viene sucediendo entre EEUU y China.

De ahí que, para adelante, el FMI elabora un catálogo de “recomendaciones” para la ejecución de nuevas “políticas industriales”, además de establecer un conjunto de requisitos para involucrar al propio FMI en su aplicación. ¿Significa esto que el FMI se ha vuelto proteccionista? No, para nada. Solo se trata de una dosis de sobrio realismo y una enorme voluntad de atemperar, lo más que se pueda, un proteccionismo que parece querer desbocarse.

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Entre las recomendaciones para políticas proteccionistas está el de pedir a sus ejecutores que previamente estudien si en verdad existe alguna falla en el mercado; el de mantener la neutralidad competitiva que no discrimine demasiado a privados locales o extranjeros; el de implementar una gobernanza sólida y evaluar los costos y beneficios de esas medidas. El propio FMI se da cuenta de la ingenuidad de estos pedidos frente a la impronta de la “seguridad nacional” y la competencia geopolítica, pero confía en que algún gobernante pequeño de algún país pequeño tenga oídos receptivos. Que se sepa hasta hoy, ninguna medida proteccionista ha sido implementada consultándole al FMI.

Y en lo que respecta a las condiciones para “supervisar” o “acompañar” políticas industriales, señala que esto podrá suceder si “son consistentes con la promoción de la estabilidad macro económica”, es decir, no se incrementen déficits fiscales; no se ponga en riesgo la balanza de pagos, es decir, se pague puntualmente a los acreedores extranjeros; ser rentables, es decir, nada de desvaríos para subvencionar bienestar social. Y, en el caso de tratarse de temas de “seguridad nacional”, el FMI mirará a otro costado, preocupándose únicamente en el impacto económico interno y sus “efectos transfronterizos”. Con estos requisitos, tengo curiosidad de saber cuándo se producirá el primer “memorándum de asistencia proteccionista” del FMI. Claramente nunca sucederá con las grandes potencias que están implementando su proteccionismo como les da la gana. Estas condiciones, son para la nueva realidad que se avecina en los países en “vías de desarrollo”.

No cabe duda que las reglas de la economía mundial están cambiando, aunque no necesariamente el bienestar de la gente. Mientras ahora, en “occidente” comienzan a ser bien vistas las políticas proteccionistas para contener el avance industrial chino, en las relaciones laborales sigue campeando las reglas de liberalización de los contratos que aseguran bajos salarios y precariedad ocupacional. En ello se devela la hipocresía empresarial, denunciada hace más de 150 años por Marx en su manuscrito sobre el paladín del proteccionismo decimonónico, Friedrich List, que pretendía “desconocer para afuera de las fronteras” aquellas reglas del libre comercio que se aplican implacablemente contra los trabajadores al interior de cada país. El resultado, una economía anfibia que combinara proteccionismo y libre comercio en gradaciones que dependerán de que sector social es el que conduce esta transición de época.

(*)Alvaro Garcia Linera es Exvicepresidente de Bolivia

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El orden económico mundial se desmorona

Nuevos proteccionismos pululan por el mundo hoy en día, cuestionando el otrora liberalismo dominante.

El exvicepresidente Álvaro García Linera.

Por Álvaro García Linera

/ 19 de mayo de 2024 / 06:42

Dibujo Libre

Continúan los lamentos del prestigioso semanario económico conservador The Economist. La edición del 9 de mayo le dedica investigación, tinta y abundante frustración para comprobar lo que califican como el “lento desmoronamiento del orden internacional liberal” que predominó durante 40 años.

El rosario de quejas se inicia con la parálisis de la Organización Mundial del Comercio (OMC), considerada hasta hace poco como la portaestandarte y guardián del globalismo mercantil. Desde hace 5 años, deliberadamente, han quedado acéfalas las representaciones de las grandes potencias, dejando al “libre” albedrio de los gobiernos el rechazo a la apertura de sus mercados. En las siguientes paginas desmenuza la sucesión de “desglobalizaciones” que han proliferado en el mundo, comenzando por la guerra de aranceles, no solo entre China y EEUU, sino ahora también, entre la Unión Europea (UE) y China que, vaticinan, habrá de recrudecer en los siguientes meses. La UE está a punto de imponer elevados impuestos para impedir la presencia arrasadora de los automóviles eléctricos chinos, que son más eficientes y baratos que los de la pesada industria europea. Por su parte, el gobierno del Reino Unido acaba de impedir que empresarios chinos compren una fábrica de chips y, tragándose la retórica del libre mercado, han decidido, por “seguridad nacional”, vendérsela a inversionistas norteamericanos, claramente menos competitivos. Por si fuera poco, el candidato Donald Trump, que amenaza a los estadounidenses con un “baño de sangre” si no gana las elecciones, ha anunciado que subirá los aranceles a los productos chinos, del 25% al 60%. La libertad de comercio ya no arrastra votos. Hoy lo hace el “made in EEUU”.

Al “indignante” incremento mundial de regímenes de regulación y control estatal de las inversiones extranjeras, The Economist incorpora, con sobria resignación, los reveladores gráficos del declive del comercio mundial, de la retracción de los capitales transfronterizos e incluso del comercio de servicios. Abatido ante este derrumbe del orden global liberal, el semanario enumera otras dos medidas de esta inevitable catástrofe: la primera, la acelerada divergencia de precios de los mismos bienes en países diferentes. La añorada utopía de un mercado único planetario con un precio estampilla, queda aplastada por la realidad de un mundo fragmentado por mercados regionalizados y lealtades geopolíticas en la que cada país impone políticamente la diferencia de precios. Y la segunda, el reverdecer de “políticas industriales”, esto es, subsidios estatales para crear empresas, privadas o estatales, en suelo patrio a fin de garantizar “soberanía” y “autonomía” nacional en esos rubros.

Curiosamente, y a apropósito de esta “tragedia” del ascenso del “nacionalismo económico” el FMI ha publicado la investigación “The return of industrial policy in data 2024”. Parece que la retórica de la “eficiente asignación de recursos del mercado” ya solo queda para los incautos y, ante lo inevitable, el FMI hace “sugerencias” para unas “eficientes” subvenciones que no “agraven” aún más la geofragmentación. Enumera que, mientras en el año 1990, las acciones de política industrial no llegaban ni a 70, y eran solo en países periféricos, el 2023, se han producido más de 2.500 intervenciones de políticas industriales en el mundo que, esta es una joyita lingüística del FMI, “discriminan” intereses extranjeros. Y lo peor es que estas medidas no las encabezan países marginales, engullidos por populismos desenfrenados, sino los baluartes del capitalismo moderno: EEUU, Europa y China, que ahora compiten en subsidios con las llamadas “economías emergentes”. Al final, el FMI se inclina por un tipo de orden global hibrido en el que el proteccionismo y las subvenciones selectivas en la industria se combinen con liberalizaciones de la relación salarial y de la inversión extranjera “amiga”.

Pero no solo las grandes instituciones económicas defensoras del antiguo orden global liberal constatan su lenta fosilización, sino que son también las elites políticas occidentales las que salen a justificar esta nueva oleada soberanista. No ha sido un comunista trasnochado quien ha arrojado al “infierno” el libre comercio, sino el presidente Joe Biden en su discurso ante los sindicalistas norteamericanos el año pasado. Y ha sido el mismísimo Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de EEUU, que recibió al presidente electo de Argentina, Javier Milei, en visita a Estado Unidos en noviembre del 2023, el que semanas antes había expuesto brillantemente la “estrategia industrial estadounidense” para garantizar su “seguridad nacional”. Tengo curiosidad de saber que habrá hecho Milei, con sus acartonadas frases paleolibertarias aprendidas de Murray Rothbard, al chocarse con el ferviente defensor de un “patio pequeño y valla alta”, es decir, proteccionista, para las tecnologías estratégicas estadounidenses en las áreas de inteligencia artificial, microprocesadores, computación cuántica y las llamadas energías verdes.

Para no quedar muy cortos ante la historia, los políticos europeos, fervientes defensores del liberalismo económico, ahora también están mudando de ropaje y asumiendo el alegato soberanista. Se trata de un travestismo ideológico obligado por la inferiorizacion económica frente a China. En un extenso discurso pronunciado el 25 de abril en La Sorbona, el presidente francés, Emmanuel Macron, ha expuesto de manera sistemática el fin del orden globalista y el regreso a la política de las fronteras para que la vieja Europa “no muera” En palabras solemnes, la Europa que “compraba su energía y sus fertilizantes a Rusia, tenía su producción en China y delegaba su seguridad en Estados Unidos ha terminado”.

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Hay que abandonar la “ingenuidad” de las políticas comerciales de fronteras abiertas ya que “las dos principales potencias internacionales han decidido dejar de respetar las reglas del comercio”, sentencia Macron. Y para que Europa no muera, propone que hay que “ser soberanos”. Para ello, hay que aumentar “la capacidad de defensa” europea, incluida la atómica y el despliegue de “una economía de guerra” para el rearme. Como ya lo había adelantado el secretario general de la OTAN, Jens Stoltelberg, los mercados no traen la armonia; sólo “las armas son el camino a la paz”.

Paralelamente, argumenta Macron, se debe impulsar una política industrial “made in Europa”. Esta mala palabra hace 7 años, cobra hoy protagonismo estratégico para el presidente francés. Y lo hace de la mano de la defensa de las “subvenciones” a empresas estratégicas, la “derogación de la libre competencia” en sectores productivos claves. Ante productos extranjeros más baratos, “hay que proteger a nuestros productores” y no “ceder ante la desindustrialización”, asevera Macron en La Sorbona. Para rematar este arrebato de proteccionismo iliberal, propone proteger aún más a sus agricultores europeos de la “desleal” competencia externa y un “golpe de inversión pública” que dinamice la económica continental. ¿Y el difícil fiscal?, no es problema para él. Hay que subir los impuestos, comenta Macron ante la mirada horrorizada de los defensores del libre comercio. “Impuestos fronterizos” a las importaciones, “impuestos a las transacciones financieras”, “impuestos a las multinacionales”. Ni la CEPAL anteriormente dirigida por Alicia Barcenas lo habría dicho mejor. Y si hay dudas de este revival del nacionalismo económico, Macron se encarga de disiparlas anunciando el control de inversiones “no-europeas” en sectores sensibles. Con razón The Economist se ahoga en un mar de lágrimas ante el irreversible derrumbe del viejo orden global. Ciertamente no es un regreso a los tiempos del norteamericano “new deal” de Roosevelt, ni a la quinta república de Charles de Gaulle; pero claramente es el globalismo neoliberal que cede su paso a un modelo anfibio de soberanismos regionales, liberalismos selectivos y oleadas de subvenciones y déficits fiscales elevados.

Sin embargo, nunca faltan en el teatro político, los anacrónicos, como los Milei y los mileis andinos, que evocan a un “occidente” globalista y de libre mercado que ya solo existe en la insignificancia de su furiosa retórica. Son los melancólicos esperpentos de un exotismo colonial, tratados con indulgente conmiseración por un “occidente” hoy cada vez más soberanista y proteccionista, que se distrae con sus agraciados malabarismos discursivos “vintage”, a modo de rancio recuerdo de los dorados años de un globalismo extinto.

(*)Álvaro García Linera es exvicepresidente de Bolivia

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El monstruo de la inflación

El autor sostiene que las políticas de shock neoliberales no son la única manera de frenar una escalada de los precios al consumidor.

/ 10 de marzo de 2024 / 06:38

Dibujo Libre

Era julio de 1985, y en las legendarias ciudadelas obreras de Siglo XX, Catavi, y Huanuni, lo imposible acababa de suceder. El dictador Hugo Banzer, aquel que había mandado encarcelar y masacrar trabajadores mineros entre 1971 y 1977, salía abrumadoramente victorioso en la votación electoral de esos mismos reductos obreros que lo habían combatido hasta la muerte.

No habían pasado ni 10 años, y el mundo parecía colocarse de cabeza. En las elecciones generales, la vanguardia proletaria de la legendaria Central Obrera Boliviana le había entregado de manera abrumadora su voto al dictador devenido circunstancialmente en demócrata

¿Cómo explicar esta debacle de la historia de una clase social que hasta entonces era el epitome de la conciencia revolucionaria del pueblo boliviano? ¿Que había modificado tan radicalmente la mirada del mundo de esos recios obreros? ¿Un extravió de la razón? ¿Una enajenación política? ¿Un monumental engaño? No. Simplemente, la inflación.

Claro, el candidato izquierdista Siles Suazo que había ganado las elecciones en junio de 1980 y, después de golpes militares, había ocupado el cargo desde octubre de 1982, terminaba el año de su mandato con 600 % de inflación. A la crisis económica heredado de la cleptocracia militar, se le había sumado el boicot empresarial; y lejos de buscar una salida de “ajuste” hacia las clases privilegiadas, sus aliados, especialmente del MIR, optaron por sumarse al saqueo estatal. El resultado inevitable, el acortamiento del mandato, la casi extinción electoral del frente y la disponibilidad popular a políticas de shock neoliberal que perduraron 20 años.

Inflación I

La inflación de dos o tres dígitos es un desquiciador social. Volatiza cualquier lealtad social previa. Ante ella, memoria de luchas, comunidades de afecto y acción previamente constituidas, se disuelven espantadas frente al colapso de todas las referencias de orden de la realidad que provoca la incontenible elevación diaria de los precios.

La inflación transmuta convicciones revolucionarias en adhesiones reaccionarias. Desestabiliza gobiernos, castiga a candidatos y puede encumbrar a anodinos políticos como grandes salvadores. La elevada inflación es un agente de la incertidumbre estructural que agrede el horizonte predictivo con el que las personas concurren al mundo cada día Y, lo más relevante políticamente, abre en la estructura cognitiva de las personas, la desesperada búsqueda de nuevos referentes discursivos y propositivos que le ayuden a recuperar la certidumbre del mundo.

Los que mejor comprenden el efecto social corrosivo de la inflación son los empresarios y los gobernantes conservadores. Por eso, cuando han podido, han utilizado esa herramienta para desprestigiar rápidamente a gobiernos de izquierda, como el de Allende en 1973, o el de Bolivia en 1984 y 2008. Y ahora, entre 2022-2024 en EEUU, a la cabeza de la FED, han estado dispuestos incluso a hipotecar el crecimiento económico y caer en una recesión, con tal intentar pararla. Pese a eso, como lo lamenta el premio nobel de economía P. Krugman, la propia mejora del salario real promedio de los norteamericanos en estos dos años, no ha logrado traducirse un repunte de la popularidad del presidente Biden, precisamente por la aun elevada inflación subyacente que le muestra al ciudadano medio que las cosas hoy valen más que hace 3 años. Claramente, en escenarios de elevada inflación, la estabilidad y continuidad de los gobiernos son inversamente proporcional a la tasa de inflación

Los economistas norteamericanos han utilizado muchos bytes para debatir sobre las causas de la inflación desatada desde el 2021. Con el tiempo, los datos aparecieron, mostrando que hubo problemas de oferta más que de demanda, debido a los problemas de abastecimiento de productos básicos, en las cadenas de suministros, en las gargantas de las líneas de transporte (canal de Panamá, golfo de Adén) etc. Y ello fue aprovechado por empresas con “poder de mercado”, para empujar los precios al alza. Lo cierto en todo caso es que, apoyándose en los factores multicausales de los procesos inflacionarios, siempre y en todo lugar, el que sale ganando es el empresario por la posición de fuerza que tiene en el mercado propietario de medios de trabajo y de dinero. Esto hace de la inflación un espacio de antagonismo redistributivo entre el trabajo y el capital, por la obtención de mayores volúmenes de excedente económico que permita, para el primero, compensar el incremento de los precios del consumo básico y, para los segundos, mayores ganancias en medio del desorden de precios.

El dinero

¿Porque este efecto político y culturalmente tan devastador de la inflación? Por el poder social del dinero (Marx). Y, en el capitalismo, por ser el poder social fundamental.

El dinero, en cualquiera de sus formas, de papel, de moneda, de oro, de títulos, etc., tiene un poder extraordinario, casi bíblico: el de convertirse en el satisfactor de cualquier necesidad social. Ya sea comida, bienes inmuebles, artefactos, herramientas, distracciones, placeres, lealtades invenciones, creatividades, descansos, previsiones, apoyos o estabilidad, el dinero puede comprarlos. Apenas despunta una necesidad humana, la que sea, el dinero puede convertirse en ella y satisfacerla. El único límite temporal a esta cualidad de intercambiabilidad, es decir, de compra, es el monto, un hecho meramente cuantitativo. El dinero se presenta, así como un “dios”: el dios de las mercancías que pareciera tener vida propia y por cuya propiedad las personas trituran sus vidas y son capaces de matar o de morir.

En el capitalismo, la capacidad de producir bienes y de intercambiarlos, un poder eminentemente social, de todas las personas, deviene en un poder de una cosa: el dinero. En el dinero, el mundo moderno este contenido; la sociedad está comprimida; todo trabajo humano está depositado; el esfuerzo, los deseos, los sacrificios, las actividades y los sueños de cada persona están almacenados. Tener dinero es, por tanto, tener un pedazo, grande o pequeño dependiendo del monto, del mundo, de la sociedad, de las actividades, de los esfuerzos, de las esperanzas de todos los demás.

Inflación II

Por todo ello, cuando este “poder de influencia sobre la actividad de los otros”, es decir el dinero, comienza a depreciarse el mundo de las personas comienza a desquiciarse. Claro, si los ahorros de toda la vida atesorados a lo largo de años, en medio de trabajos insufribles y privaciones constantes, día que pasa ya no equivalen a 10 quintales de azúcar, o al precio de un automóvil como hace 1 mes, sino a 5 quintales de azúcar o a medio automóvil, entonces la mitad de los infinitos esfuerzos que hicieron las personas para acumular un poco de poder monetario se diluyen sin justificación alguna. Si la capacidad de prever el futuro de los hijos, ahorrando para comprar una casa, o pagar los estudios superiores, se evapora misteriosamente, la única certidumbre de vida a la que muchas personas se aferraron durante décadas, ahorrar, se desploma inútil ante el aumento de los precios de las cosas y el recorte de su capacidad de compra. Si la previsión de ingresos mensuales permite a una madre garantizar la alimentación, los servicios y el pago de deudas; y de manera abrupta está obligada a recortar la mitad de los alimentos de sus hijos porque el dinero que recibe ahora equivale a la mitad de los productos que podía adquirir, el pavor a un futuro que se hunde se apodera de sus pensamientos.

El dinero es el vínculo social por excelencia. Diariamente lúbrica las múltiples actividades de todas las personas. Sostiene su cotidianidad y su horizonte predictivo imaginado. Pero la inflación destruye todo eso. La inflación mutila la previsión del destino familiar. La inflación carcome sus vínculos vecinales o sindicales. La inflación dinamita su capacidad de prever mínimamente el porvenir. Con el tiempo, de persistir y aumenta la tasa de inflación, lleva al colapso de sus vínculos sociales y la hunde en la desesperación y la anomia. La pérdida del poco o mediano “poder social” del dinero es la experiencia en cámara lenta del colapso de las certidumbres sociales y del orden del mundo conocido. No por nada Keynes le asignaba al dinero la función de eslabón entre el presente y el futuro.

Al diluirse el orden más o menos previsible del mundo y al carcomerse todos los vínculos personales mediados por el dinero, las personas sufren un colapso cognitivo, una pérdida de las narrativas que daban hasta entonces sentido al curso de sociedad y su destino. Inicialmente habrá una predisposición a salvatajes individuales, como individual es la experiencia del trastorno de su porvenir. Pero también mostraran una disponibilidad a salidas abruptas, de shock que le permitan regresar lo más pronto posible a recuperar la certidumbre frente al porvenir, sin importar el costo para ello. Las inflaciones elevadas, junto con las guerras, los cataclismos naturales, las pandemias y las revoluciones, son de los pocos acontecimientos que conmocionan desde sus cimientos a la totalidad de las sociedades afectadas y se presentan como hechos políticos totales. Pero es el único acontecimiento social total que inicialmente provoca respuestas individuales.

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En Bolivia de 1985, la gente acepto despidos laborales masivos, gigantesca devaluación de la moneda, contracción brutal de la inversión pública, pérdida de derechos laborales y el incremento acelerado de la pobreza, siempre y cuando la inflación se detenga. Y la inflación se detuvo. Lo hizo arrojando a la población al subconsumo y el aumento de la pobreza extrema. Pero el dinero volvió a ser dinero con valor anclado. La gente perdió en el “ajuste” una parte sustancial de su capacidad de compra porque no tenía dinero. Pero sabía que, si algún rato lograba tener un poco, su capacidad de compra, o de ahorro, era previsible. El mundo, no importaba si miserable y precario, volvía a ser mundo, porque el dinero volvía a ser dinero, es decir, la “mercancía imperecedera”.

Las políticas de shock neoliberales no son las únicas maneras de frenar la elevada inflación. Las sociedades pueden también sedimentar experiencias colectivas para enfrentar sus problemas personales y mostrar disposición a salidas por el lado del “ajuste” a la gran propiedad y las grandes fortunas, como mecanismos para proteger a los que menos ingresos tienen. Pero en todo caso, esto también requiere una reverberación de voluntades colectivas populares al lado de una voluntad política determinada a enfrentarse a los poderes de la gran propiedad para devolver una parte del “poder social” del dinero a la mayoría de las clases menesterosas. Como insiste Marx, el Estado no puede crear más riqueza solo emitiendo más dinero, pero si se puede producir nueva riqueza, puede expropiarla a los que tienen mucho, para distribuirla a los que carecen de ella, etc.

Pensando en la inflación argentina, en política no hay que subestimar la capacidad de aguante a castigos sociales que tiene la población, con tal que ello redima el horror de la inflación. Y peor si las voces políticas alternas que pueden alumbrar otros cursos de acción posible solo atinan a mantener las condiciones de las viejas angustias a las cuales la gente quiere escapar a cualquier costo. Pero tampoco ha de menospreciarse la frontera del hartazgo colectivo a los sacrificios, más aún cuando el provenir conservador que se ofrece es un fósil económico que carece de porvenir factible. Y entre medio de uno y el otro, siempre habrá espacio para realidades aún más degradadas de las existentes.

(*)Álvaro García Linera es exvicepresidente de Bolivia

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