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‘Ipso facto’ en 2019

La respuesta del exvicepresidente Álvaro García Linera a la Iglesia Católica sobre su rol en la salida de Evo Morales del gobierno.

/ 28 de marzo de 2021 / 16:35

DIBUJO LIBRE

Ipso facto, ahorrando formalismos”. Esas son las palabras con que monseñor Ricardo Centellas, en un comunicado del 19 de marzo de 2021, a nombre de la Conferencia Episcopal Boliviana, confesó el “método” que se usó el 12 de noviembre de 2019 para consumar el golpe de Estado contra Evo Morales. La frase es simple y brutal a la hora de entender por qué una segunda vicepresidenta de la Cámara de Senadores, de un partido minoritario, con un largo prontuario de posiciones racistas ante la mayoritaria población indígena, sería investida con la banda presidencial en un oscuro cuarto del viejo Palacio de Gobierno y por un general en traje de combate.

Los “formalismos” escamoteados a los que se refiere despectivamente el monseñor son los de la Constitución, madre de todo el ordenamiento normativo del país, que en su Artículo 169 establece, de manera innegociable, que en democracia y para garantizarla, el orden de sucesión presidencial recae exclusivamente del Presidente al Vicepresidente; a falta de éste, en el presidente de la Cámara de Senadores; y a falta de éste en el presidente de la Cámara de Diputados. Es una estructura de mando constitucional cerrada, sin ninguna interpretación o ambigüedad, precisamente para garantizar la representación numérica del voto mayoritario de la población en la elección de sus principales autoridades.

No es un “formalismo” más, con el cual puede limpiarse la nariz como lo hace la jerarquía católica, a no ser que se esté ante una conjura violenta contra el ordenamiento democrático del país. La lógica de la Asamblea Constituyente de 2008, al redactar este párrafo fue que el mando del país, ante cualquier eventualidad, siempre recaiga en autoridades portadoras del voto mayoritario de los electores, a fin de impedir el pervertido manejo político de décadas anteriores en que las minorías políticas, los perdedores ante el veredicto del apoyo popular, aparezcan gobernando, como hizo, por ejemplo, el MIR en 1989. Así, a la organización política que obtenga la mayoría del apoyo electoral, le corresponderá directamente la Presidencia y Vicepresidencia del Estado; a la que tenga mayor número de senadores elegidos por departamento, la presidencia del Senado, y a la que obtenga mayor número de diputados por circunscripción uninominal y plurinominal, la presidencia de Diputados. Y cuando tenga que proceder la sucesión constitucional, el mando democrático siempre recaerá obligatoriamente en la fuerza política con mayor votación y representantes en uno de los tres niveles de la jerarquía estatal. De ahí que, “ahorrarse” ese “formalismo”, era simplemente asesinar la democracia.

Esta lógica del ordenamiento normativo que garantiza el gobierno democrático de las mayorías a través de sus representantes nacionales y territoriales electos continúa en el Reglamento del Senado, que en su Artículo 35 establece que su presidencia y primera vicepresidencia corresponden al bloque de mayorías, al que obtuvo mayor número de senadores; en tanto que la segunda vicepresidencia, el lugar que ocupaba Áñez, al bloque de minorías. Así, en el marco de la Constitución y la democracia era metafísicamente imposible que la segunda vicepresidenta del Senado, lugar de las minorías, pueda ocupar el lugar de las mayorías, esto es, la presidencia del Senado. A no ser, claro, que de por medio estén la espada y la biblia para “ahorrar formalismos”, es decir, dar un golpe de Estado. Por si no fuera suficiente esta integralidad del orden jerárquico del Estado asentado en la lógica de gobierno de mayorías, el Artículo 75 del citado reglamento señala que para convocar a una sesión de la Cámara, el quórum obligatorio para instalarla es el de la mayoría absoluta de sus miembros, 19 senadores de un total de 36. Los opositores apenas tenían 11 (nueve UD y dos PDC), por lo que no importaba cuántas invocaciones se hicieran al cielo, era imposible convertir 11 senadores en los 19 que la Cámara necesitaba para sesionar. Y si sesionaba, la única ruta democrática y constitucional que había era elegir a un nuevo o nueva presidenta del Senado del bloque de mayorías, en este caso del MAS, que tenía 25 senadores, para que luego, inmediatamente, asuma la Presidencia del Estado. Pero esto significaba echar por la borda el financiamiento de paramilitares que quemaron órganos electorales departamentales, olvidarse de los jugosos sobornos empresariales a los comandantes de las FFAA y la Policía, desoír los inmorales rezos en la puerta de los cuarteles y atragantarse los relatos de fraude con que los opositores, tras la caída en las encuestas en enero de 2019, habían encubierto su insuperable condición de minorías derrotadas.

“Pero para qué tanta Constitución, democracia, leyes y lógica de mayorías”, exclamó alguno de los conjurados de la “católica” ese fatídico 12 de noviembre. Allí estaban Samuel Doria Medina, Carlos Mesa, Jorge Quiroga y otros.  Y a falta de inteligencia y convicción democrática sobraba odio racial y revanchismo violento. Así que “ipso facto, ahorrando formalismos” según el monseñor, 11 senadores opositores ahora serán más que 19, y las minorías serán declaradas, Dios mediante, “mayorías” gracias al poder de las armas y los rezos emperifollados.

Ciertamente este “milagro” no resiste la prueba de consistencia aritmética de los sumerios ni mucho menos tiene un átomo de democrático o constitucional. Pero así sucedió: sobre el poder de las bayonetas, Áñez, que por voto popular y norma constitucional solo podía leer la correspondencia de la Cámara, ahora entraba por la ventana al Palacio de Gobierno para recibir una espuria banda presidencial y ser escoltada por una cofradía de uniformados desleales a su institución y a la democracia. Los que nunca pudieron ganar elecciones nacionales ahora eran gobierno; los eternos derrotados por el voto popular ahora ganaban parapetados detrás de tanquetas. Al día siguiente, “ipso facto, ahorrando formalismos”, el odio y el racismo se enseñoreaban para cobrar venganza de unos indios alzados que se habían atrevido a ser gobierno. A falta del indio presidente para ser linchado, se quemaban wiphalas en La Paz y Santa Cruz, y en Cochabamba los nietos de los hacendados se encargaban de expulsar cholas de la ciudad. Se iniciaba el año infame.

Pero, hay que ser justos; el método “ipso facto” no es un invento enjundioso de monseñor. Ya lo empleó Torquemada en 1485 para deshacerse de conversos y de bibliotecas “peligrosas”. La economía de “formalismos” políticos la practicó también con notable eficiencia Fray Vicente, doctrinero de Pizarro, que a decir de Guamán Poma, en su magistral Nueva corónica y buen gobierno, dio la señal para que las tropas españolas, “ipso facto”, se lanzaran a “matar indios como hormigas” en Cajamarca, en 1532; todo porque supuestamente “estaban en contra de la fe” católica.

“Ipso facto, ahorrando formalismos” fue también el ideario que guió a Hitler para instaurar campos de exterminio que, con métodos “expeditos” y sin ataduras legales, mataron a más de 12 millones de judíos y comunistas durante la Segunda Guerra Mundial.

En fin, este desprecio por los “formalismos” de la democracia, la dignidad de la vida, de la tolerancia y el respeto a la voluntad de las mayorías sociales, es propio del fanatismo ideológico, el racismo político y el fascismo. Pero, aún queda pendiente la pregunta sobre por qué una jerarquía de una institución religiosa tan importante avaló una brutal violación de la democracia y la lógica constitución de mayorías, cuando muchos de sus párrocos de base, que sí comparten el dolor del feligrés, han luchado por la democracia y la igualdad. Y quizá la respuesta la tenga otro monseñor que fue delegado a la Constituyente, como los viejos cruzados de Urbano II en el siglo XI, para hacer retroceder a los constituyentes “impíos” que querían separar la Iglesia del Estado. La laicidad del Estado al final les pareció una afrenta tan diabólica como aquella implementada por el Mariscal Antonio José de Sucre al expropiar los bienes de la Iglesia. “Si para ustedes es patria o muerte —señaló ahora el monseñor—, para nosotros es Iglesia o muerte”. Y ciertamente lo fue. El 14 de noviembre, “ipso facto, economizando formalismos”, la biblia de Fray Vicente entraba a Palacio con su estela de muerte de indios y de democracia por igual.

(*) Edición impresa, Animal Político

(**) Álvaro García Linera es matemático y sociólogo, exvicepresidente

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El monstruo de la inflación

El autor sostiene que las políticas de shock neoliberales no son la única manera de frenar una escalada de los precios al consumidor.

/ 10 de marzo de 2024 / 06:38

Dibujo Libre

Era julio de 1985, y en las legendarias ciudadelas obreras de Siglo XX, Catavi, y Huanuni, lo imposible acababa de suceder. El dictador Hugo Banzer, aquel que había mandado encarcelar y masacrar trabajadores mineros entre 1971 y 1977, salía abrumadoramente victorioso en la votación electoral de esos mismos reductos obreros que lo habían combatido hasta la muerte.

No habían pasado ni 10 años, y el mundo parecía colocarse de cabeza. En las elecciones generales, la vanguardia proletaria de la legendaria Central Obrera Boliviana le había entregado de manera abrumadora su voto al dictador devenido circunstancialmente en demócrata

¿Cómo explicar esta debacle de la historia de una clase social que hasta entonces era el epitome de la conciencia revolucionaria del pueblo boliviano? ¿Que había modificado tan radicalmente la mirada del mundo de esos recios obreros? ¿Un extravió de la razón? ¿Una enajenación política? ¿Un monumental engaño? No. Simplemente, la inflación.

Claro, el candidato izquierdista Siles Suazo que había ganado las elecciones en junio de 1980 y, después de golpes militares, había ocupado el cargo desde octubre de 1982, terminaba el año de su mandato con 600 % de inflación. A la crisis económica heredado de la cleptocracia militar, se le había sumado el boicot empresarial; y lejos de buscar una salida de “ajuste” hacia las clases privilegiadas, sus aliados, especialmente del MIR, optaron por sumarse al saqueo estatal. El resultado inevitable, el acortamiento del mandato, la casi extinción electoral del frente y la disponibilidad popular a políticas de shock neoliberal que perduraron 20 años.

Inflación I

La inflación de dos o tres dígitos es un desquiciador social. Volatiza cualquier lealtad social previa. Ante ella, memoria de luchas, comunidades de afecto y acción previamente constituidas, se disuelven espantadas frente al colapso de todas las referencias de orden de la realidad que provoca la incontenible elevación diaria de los precios.

La inflación transmuta convicciones revolucionarias en adhesiones reaccionarias. Desestabiliza gobiernos, castiga a candidatos y puede encumbrar a anodinos políticos como grandes salvadores. La elevada inflación es un agente de la incertidumbre estructural que agrede el horizonte predictivo con el que las personas concurren al mundo cada día Y, lo más relevante políticamente, abre en la estructura cognitiva de las personas, la desesperada búsqueda de nuevos referentes discursivos y propositivos que le ayuden a recuperar la certidumbre del mundo.

Los que mejor comprenden el efecto social corrosivo de la inflación son los empresarios y los gobernantes conservadores. Por eso, cuando han podido, han utilizado esa herramienta para desprestigiar rápidamente a gobiernos de izquierda, como el de Allende en 1973, o el de Bolivia en 1984 y 2008. Y ahora, entre 2022-2024 en EEUU, a la cabeza de la FED, han estado dispuestos incluso a hipotecar el crecimiento económico y caer en una recesión, con tal intentar pararla. Pese a eso, como lo lamenta el premio nobel de economía P. Krugman, la propia mejora del salario real promedio de los norteamericanos en estos dos años, no ha logrado traducirse un repunte de la popularidad del presidente Biden, precisamente por la aun elevada inflación subyacente que le muestra al ciudadano medio que las cosas hoy valen más que hace 3 años. Claramente, en escenarios de elevada inflación, la estabilidad y continuidad de los gobiernos son inversamente proporcional a la tasa de inflación

Los economistas norteamericanos han utilizado muchos bytes para debatir sobre las causas de la inflación desatada desde el 2021. Con el tiempo, los datos aparecieron, mostrando que hubo problemas de oferta más que de demanda, debido a los problemas de abastecimiento de productos básicos, en las cadenas de suministros, en las gargantas de las líneas de transporte (canal de Panamá, golfo de Adén) etc. Y ello fue aprovechado por empresas con “poder de mercado”, para empujar los precios al alza. Lo cierto en todo caso es que, apoyándose en los factores multicausales de los procesos inflacionarios, siempre y en todo lugar, el que sale ganando es el empresario por la posición de fuerza que tiene en el mercado propietario de medios de trabajo y de dinero. Esto hace de la inflación un espacio de antagonismo redistributivo entre el trabajo y el capital, por la obtención de mayores volúmenes de excedente económico que permita, para el primero, compensar el incremento de los precios del consumo básico y, para los segundos, mayores ganancias en medio del desorden de precios.

El dinero

¿Porque este efecto político y culturalmente tan devastador de la inflación? Por el poder social del dinero (Marx). Y, en el capitalismo, por ser el poder social fundamental.

El dinero, en cualquiera de sus formas, de papel, de moneda, de oro, de títulos, etc., tiene un poder extraordinario, casi bíblico: el de convertirse en el satisfactor de cualquier necesidad social. Ya sea comida, bienes inmuebles, artefactos, herramientas, distracciones, placeres, lealtades invenciones, creatividades, descansos, previsiones, apoyos o estabilidad, el dinero puede comprarlos. Apenas despunta una necesidad humana, la que sea, el dinero puede convertirse en ella y satisfacerla. El único límite temporal a esta cualidad de intercambiabilidad, es decir, de compra, es el monto, un hecho meramente cuantitativo. El dinero se presenta, así como un “dios”: el dios de las mercancías que pareciera tener vida propia y por cuya propiedad las personas trituran sus vidas y son capaces de matar o de morir.

En el capitalismo, la capacidad de producir bienes y de intercambiarlos, un poder eminentemente social, de todas las personas, deviene en un poder de una cosa: el dinero. En el dinero, el mundo moderno este contenido; la sociedad está comprimida; todo trabajo humano está depositado; el esfuerzo, los deseos, los sacrificios, las actividades y los sueños de cada persona están almacenados. Tener dinero es, por tanto, tener un pedazo, grande o pequeño dependiendo del monto, del mundo, de la sociedad, de las actividades, de los esfuerzos, de las esperanzas de todos los demás.

Inflación II

Por todo ello, cuando este “poder de influencia sobre la actividad de los otros”, es decir el dinero, comienza a depreciarse el mundo de las personas comienza a desquiciarse. Claro, si los ahorros de toda la vida atesorados a lo largo de años, en medio de trabajos insufribles y privaciones constantes, día que pasa ya no equivalen a 10 quintales de azúcar, o al precio de un automóvil como hace 1 mes, sino a 5 quintales de azúcar o a medio automóvil, entonces la mitad de los infinitos esfuerzos que hicieron las personas para acumular un poco de poder monetario se diluyen sin justificación alguna. Si la capacidad de prever el futuro de los hijos, ahorrando para comprar una casa, o pagar los estudios superiores, se evapora misteriosamente, la única certidumbre de vida a la que muchas personas se aferraron durante décadas, ahorrar, se desploma inútil ante el aumento de los precios de las cosas y el recorte de su capacidad de compra. Si la previsión de ingresos mensuales permite a una madre garantizar la alimentación, los servicios y el pago de deudas; y de manera abrupta está obligada a recortar la mitad de los alimentos de sus hijos porque el dinero que recibe ahora equivale a la mitad de los productos que podía adquirir, el pavor a un futuro que se hunde se apodera de sus pensamientos.

El dinero es el vínculo social por excelencia. Diariamente lúbrica las múltiples actividades de todas las personas. Sostiene su cotidianidad y su horizonte predictivo imaginado. Pero la inflación destruye todo eso. La inflación mutila la previsión del destino familiar. La inflación carcome sus vínculos vecinales o sindicales. La inflación dinamita su capacidad de prever mínimamente el porvenir. Con el tiempo, de persistir y aumenta la tasa de inflación, lleva al colapso de sus vínculos sociales y la hunde en la desesperación y la anomia. La pérdida del poco o mediano “poder social” del dinero es la experiencia en cámara lenta del colapso de las certidumbres sociales y del orden del mundo conocido. No por nada Keynes le asignaba al dinero la función de eslabón entre el presente y el futuro.

Al diluirse el orden más o menos previsible del mundo y al carcomerse todos los vínculos personales mediados por el dinero, las personas sufren un colapso cognitivo, una pérdida de las narrativas que daban hasta entonces sentido al curso de sociedad y su destino. Inicialmente habrá una predisposición a salvatajes individuales, como individual es la experiencia del trastorno de su porvenir. Pero también mostraran una disponibilidad a salidas abruptas, de shock que le permitan regresar lo más pronto posible a recuperar la certidumbre frente al porvenir, sin importar el costo para ello. Las inflaciones elevadas, junto con las guerras, los cataclismos naturales, las pandemias y las revoluciones, son de los pocos acontecimientos que conmocionan desde sus cimientos a la totalidad de las sociedades afectadas y se presentan como hechos políticos totales. Pero es el único acontecimiento social total que inicialmente provoca respuestas individuales.

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En Bolivia de 1985, la gente acepto despidos laborales masivos, gigantesca devaluación de la moneda, contracción brutal de la inversión pública, pérdida de derechos laborales y el incremento acelerado de la pobreza, siempre y cuando la inflación se detenga. Y la inflación se detuvo. Lo hizo arrojando a la población al subconsumo y el aumento de la pobreza extrema. Pero el dinero volvió a ser dinero con valor anclado. La gente perdió en el “ajuste” una parte sustancial de su capacidad de compra porque no tenía dinero. Pero sabía que, si algún rato lograba tener un poco, su capacidad de compra, o de ahorro, era previsible. El mundo, no importaba si miserable y precario, volvía a ser mundo, porque el dinero volvía a ser dinero, es decir, la “mercancía imperecedera”.

Las políticas de shock neoliberales no son las únicas maneras de frenar la elevada inflación. Las sociedades pueden también sedimentar experiencias colectivas para enfrentar sus problemas personales y mostrar disposición a salidas por el lado del “ajuste” a la gran propiedad y las grandes fortunas, como mecanismos para proteger a los que menos ingresos tienen. Pero en todo caso, esto también requiere una reverberación de voluntades colectivas populares al lado de una voluntad política determinada a enfrentarse a los poderes de la gran propiedad para devolver una parte del “poder social” del dinero a la mayoría de las clases menesterosas. Como insiste Marx, el Estado no puede crear más riqueza solo emitiendo más dinero, pero si se puede producir nueva riqueza, puede expropiarla a los que tienen mucho, para distribuirla a los que carecen de ella, etc.

Pensando en la inflación argentina, en política no hay que subestimar la capacidad de aguante a castigos sociales que tiene la población, con tal que ello redima el horror de la inflación. Y peor si las voces políticas alternas que pueden alumbrar otros cursos de acción posible solo atinan a mantener las condiciones de las viejas angustias a las cuales la gente quiere escapar a cualquier costo. Pero tampoco ha de menospreciarse la frontera del hartazgo colectivo a los sacrificios, más aún cuando el provenir conservador que se ofrece es un fósil económico que carece de porvenir factible. Y entre medio de uno y el otro, siempre habrá espacio para realidades aún más degradadas de las existentes.

(*)Álvaro García Linera es exvicepresidente de Bolivia

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Nacionalismo económico

El exvicepresidente, Álvaro García Linera, reflexiona sobre la situación actual de la economía mundial, en un momento de cambios tectónicos.

El exvicepresidente Álvaro García Linera.

Por Álvaro García Linera

/ 26 de noviembre de 2023 / 06:15

DIBUJO LIBRE

No se trata de un concepto extraído de los rancios archivos del populismo latinoamericano de mediados del siglo XX. Es el título de un amplio reporte especial de la revista The Economist del mes de octubre del 2023, referido a la nueva tendencia económica que está desplazando al libre mercado a escala global.

Hace un año atrás, esta prestigioso y conservador semanario que sirve de brújula para todos los seguidores del liberalismo económico, ya había lanzado la alerta acerca de los riesgos “fin de la globalización” promovida por la fragmentación geopolítica de los mercados. Hoy, más a la defensiva, denuncia la “tendencia alarmante” al crecimiento de un conjunto de medidas que están adoptando los gobiernos del mundo; de una corriente de opinión empresarial y académica ascendente, favorables al proteccionismo nacional de las industrias, la aplicación de subvenciones a la actividad económica, la elevación del gasto público y la regulación de los mercados. Todas ello agrupadas bajo el denominativo de “nacionalismo económico” o “homeland economics”.

Pero no solo es el The Economist que detecta este cambio de época. Durante el último año, el influyente periódico norteamericano The New York Times, ha entregado numerosos estudios y opiniones sobre el regreso de las llamadas “políticas industriales” (industrial policy), otro nombre con el que se denomina a el conjunto de intervenciones estatales para apoyar la actividad manufacturera, por medio de exenciones tributarias, subsidios, créditos blandos, garantías públicas, contrataciones estatales y, llegado el caso, nacionalizaciones. Uno de los animadores de este debate, es el premio nobel de economía Paul Krugman que, en apasionados artículos en defensa de las políticas de subsidios del presidente Joe Biden, afirma sin complejos que, si ello llevara a una proliferación de nacionalismo económicos en todo el planeta, entonces, bienvenido sea ese proteccionismo. Projet Syndicate, que agrupa a más de 500 medios de comunicación del mundo en la que escriben reconocidos académicos de las más prestigiosas universidades, en los últimos meses ha recogido la intensidad del debate referido al tema. La prestigiosa universidad norteamericana Massachusetts Institute of Technology (MIT) acaba de publicar un libro referido a la historia de las “políticas industriales”, en tanto que el reconocido profesor de Harvard, Dani Rodrik, desde meses atrás viene recomendando como aplicar de manera “correcta” ese nacionalismo económico.

Y es que este neoproteccionismo industrial no es solo una nueva moda académica, sino una tectónica transformación de las estructuras económicas del orden global que está en marcha debajo de nuestros pies. Veamos:

Adiós a los mercados “libres”.

Un mercado global autorregulado fue la gran utopía neoliberal de las últimas décadas. El fin de la “guerra fría”, la incorporación de China a la OMC y la expansión de cadenas de valor que integraban al mundo entero en función de la eficiencia y oportunidades, alentaron ese gran sueño. Pero era solo una ilusión. Los mercados son incapaces de cohesionar a las sociedades, lo que a la larga lleva a la polarización política. Los mercados son incapaces de equilibrar producción con finanzas, lo que a la larga lleva a la desindustrialización de los opulentos, y a la pérdida de su liderazgo global. Esto es lo que precisamente está pasando ahora en “el llamado occidente” y, en particular, en EEUU.

Por ello, era previsible que EEUU y Europa algún rato busquen, desesperadamente, detener su ocaso imperial frente a un “asiatismo” industrioso ascendente. Ese momento ha llegado. El primer giro histórico lo lanzo EEUU el 2018 al embarcarse en una guerra de aranceles a las importaciones chinas, imponiéndoles el pago de hasta un 25% de impuestos sobre su valor total. En contraparte, China ha hecho lo mismo con las importaciones norteamericanas. Con ello, las dos más importantes potencias económicas del planeta, han enterrado el libre comercio.

La Unión Europea, no se ha quedado atrás. Desde enero del 2022, ha reducido su compra de gas a Rusia, desde un 45% del total de su consumo, a un 13% (Comisión Europea, 2023); incluyendo en este recorte la voladura del gasoducto de abastecimiento Nord Stream 2. Y esa reducción nada ha tenido que ver con las “eficiencias” del mercado, sino con motivos geopolíticos. El gas ruso, que durante décadas sostuvo energía barata de los europeos y la pujante industria alemana, costaba cerca de $us 6 el MBTU. El 2022, tuvieron que pagar $us 45 el MBTU a otros proveedores amigos, incluidos los EEUU. La eficiencia de los mercados se ha arrodillado ante el “mercado de amigos”.

Junto con ello, en marzo del 2023, la UE ha aprobado una ley de “defensa comercial contra las coacciones económicas”, que permite elevar aranceles y restringir participación en licitaciones a países que realicen “presiones económicas indebidas”, es decir China. La sinfónica del siglo XXI ya no acompaña odas al libre comercio sino a la seguridad nacional.

Que luego se restrinja el ingreso a Huawei al mercado europeo, que se prohíba la venta de tierras agrícolas a chinos o que, en agosto, el presidente Biden emita órdenes ejecutivas para prohibir exportaciones e inversiones norteamericanas en China en el área de semiconductores, inteligencia artificial, etcétera, es la nueva realidad de los mercados subordinados a los estados.

Este nuevo espíritu global lo cartografía perfectamente el FMI al momento de lamentar el incremento, a escala geométrica, de las restricciones al libre comercio mundial, que de 250 medidas marginales y en países marginales el año 2005, han pasado a 2500 el 2022; principalmente en los países económicamente más avanzados (Globalización a tope, junio, 2023).

Todo ello está provocando una reorganización geográfica de la división del trabajo o, como suele llamarse ahora, de las “cadenas de valor”. La Organización Mundial del Comercio (OMC) reporta que desde el 2009 esa articulación global de los procesos productivos ya no ha continuado expandiéndose y, desde entonces, ha comenzado a retraerse paulatinamente (WTO, Global value chain… 2022). Las palabras de moda entre los CEOs del mundo son ahora “nearshoring”, “friendshoring” o, en los clásicos eufemismos de la presidenta de la Unión Europea, Von der Leyen, “reducir riesgos”.

Guerra de subvenciones.

En la última década, la estantería globalista, anteriormente ya agrietada por el progresismo latinoamericano, comienza a desmoronarse. El sagrado mandamiento respecto a que los estados deben ser austeros y reducir al minino los gastos, es ahora una insensatez contra fáctica. El 2008, a raíz de la crisis de las hipotecas subprime que arrastro al mundo a una crisis financiera, las economías avanzadas tuvier o n q u e movilizar el equivalente al 1,5 % de su PIB para contener la caída de las acciones bancarias y de las bolas de valores. El 2020, ante el “gran encierro” frente al Covid-19, el esfuerzo fiscal extraordinario llego al 18% del PIB, inundando la sociedad de emisión monetaria para pagar salarios, solventar deudas empresariales, sostener las acciones de las empresas e implementar ayudas sociales (FMI, monitor fiscal, 2021). El endeudamiento público mundial, que durante los años “dorados” del neoliberalismo acato una rigurosa disciplina fiscal con una deuda pública baja, alrededor del 50 % del PIB, en la última década ha saltado hasta el 80%, y en EEUU al 110 % (Kansas City Fed, 2023). Por su parte, el gasto público, que durante 30 años se mantuvo en torno al 24% respecto al PIB, en los últimos años ha saltado al 34% (Banco Mundial, 2023). El elevado endeudamiento público, no es ni una pasajera enfermedad económica ni un patrimonio latinoamericano. Es la nueva normalidad global.

Y para la pesadilla de los liberales, no solo hay un nuevo Estado gastador, sino además ahora industrialista y generador de mercados. El presidente norteamericano Biden, desde el 2022, ha movilizado cerca de $us 400.000 millones para subvencionar la fabricación de autos eléctricos, tecnologías verdes y microchips en EEUU, con tecnología de EEUU y trabajadores en EEUU (Ley IRA, Ley Chips). “Consuma americano” es el nuevo lema proteccionista. Europa no se queda atrás. Según el Observatorio económico Brugel, entre el 2022 hasta julio del 2023, los gobiernos han tenido que subvencionar a sus ciudadanos con 651.000 millones de euros el precio final de la energía eléctrica. Para Alemania, esto ha alcanzado al 5% de su PIB anual. En el viejo lenguaje liberal, una ineficiencia pasmosa. Pero en estos tiempos, los intereses de la guerra contra Rusia están por encima de las delicatesen del mercado.

Además de todo ello, desde el 2019, las subvenciones estatales a la industria de la Unión Europea, de manera directa mediante transferencias y reducciones tributarias; y de manera indirecta mediante préstamos y garantías, suman anualmente el 3,2 % del PIB (OCDE, junio 2023). En casos más osados, los estados han nacionalizado la generación de la electricidad (Francia), o la distribución del gas (Alemania). Por su parte, la India y Corea del Sur acaban de aprobar generosos incentivos estatales a la producción de determinados productos Y en la China, está en marcha su plan para que el 2025, el 70% de las materias primas básicas de sus manufacturas sean nacionales (Harvard Review, otoño 2018). De menos de 34 intervenciones de “políticas industriales” en el mundo el 2010, se ha pasado a 1.568 el 2022 ( Juhasz, Rodrik, agosto 2023)

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El orden global está cambiando rápidamente y las ideologías dominantes también. De la antigua gubernamentalidad sostenida en el libre mercado, el globalismo, el Estado mínimo y el solitario emprendedurismo, estamos transitando a una legitimidad política aun difusa, pero en la que parecen comenzar a destacar otras bases de anclaje, como el industrialismo local, la autonomía tecnológica y la competitividad en mercados segmentados (Thurbon, 2023).

Ciertamente, todo ello no impide que por acá o por allá, renazca con violento furor, el melancólico apego a los imaginados años gloriosos del libre comercio. Son fósiles políticos que no por ello son inofensivos y meramente carnavalescos. Estos defensores del libre mercado que, como se lamenta el The Economist, ahora son tratados como “una reliquia colonial” en extinción, han provocado mucho dolor social en su aventura, como en Brasil, y lo seguirá haciendo, como en Argentina. Lo curioso es que Latinoamérica, que vanguardizó este regreso a políticas proteccionistas, sea también donde se engendren las versiones más pervertidas y crueles de este anacronismo liberal.

Esto no significa que se impondrá el nacionalismo económico. El tiempo de incertidumbre aun continuara por una década o más. Pero, este proteccionismo que ahora comienza a expandirse es distinto al que prevaleció en los años 40’s del siglo XX. Las subvenciones estatales ya no apuntalan tanto a un Estado productor, sino a un sector privado que necesita de la protección y guía estatal para prosperar. Igualmente, la nueva “sustitución de importaciones”, que nos recuerda a la antigua consigna de la CEPAL, ahora es selectiva, en áreas estratégicas ordenadas por criterios políticomilitares; en tanto que el resto de las importaciones que se mantendrán, buscan ser relocalizadas a otros mercados más cercanos o políticamente aliados. Pareciera ser que estamos ante el nacimiento de un nuevo modelo hibrido, anfibio, que combina proteccionismo y libre cambio, según necesidades nacionales.

(*)Álvaro García Linera es exvicepresidente de Bolivia

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La igualdad como agravio

García Linera reflexiona sobre las cuestiones de la igualdad económica y su vinculación con la polarización social.

/ 9 de julio de 2023 / 06:30

DIBUJO LIBRE

¿Porque sociedades donde los ingresos económicos han mejorado en las últimas décadas presentan altos grados de polarización política? Estados Unidos, como la mayor parte de los países de Europa, han visto modestos progresos del ingreso medio de sus habitantes, sin embargo, desde hace una década atrás, atraviesan crecientes grados de crispación política y malestar social. Como lo han mostrado varios economistas (Pikkety 2019 Deaton, 2015), la desigualdad, entendida como la proporción de los ingresos que la mayoría de las personas reciben respecto a lo que unos pocos ricos obtienen, se ha incrementado de manera abrumadora en favor de estos últimos, despertando conciencia de injusticia y frustración colectiva (Sandel, 2020).

Sin embargo, varios estudios sobre polarización en EEUU (Esteban, Ray, 2011), han verificado que en los años 90s del siglo XX, no solo hubo un incremento de la desigualdad, sino que los propios ingresos medios disminuyeron temporalmente, sin que ello hada dado lugar a antagonismos públicos. Pareciera ser que además de la injusticia redistributiva, se necesitara la experiencia de una perdida, de una usurpación, para que se genere un estado de crispación social. Puede ser la sustracción de reconocimientos, de oportunidades o de certidumbres susceptibles de desencadenar oposiciones enguerrilladas.

Los fatídicos acontecimientos políticos del 2019 en Bolivia, son una experiencia paradigmática de esta formación de polarizaciones políticas.

Desde la llegada de Evo Morales al gobierno, entre 2006-2019, cerca de un 30% la población, mayoritariamente indígena, paso de la pobreza a ingresos medios. El salario mínimo se multiplico por 5, el crecimiento económico se estabilizo en torno a un 4,5 % anual y la desigualdad paso de 0,58 a 0, 41 en la escala de Gini (UDAPE, 2019). Sin embargo, desde inicios del gobierno, sectores de clases medias tradicionales, vinculadas a profesiones liberales y la antigua administración pública se ubicaron en una irreductible oposición política al gobierno de Evo y, con el tiempo, asumiendo militantemente un antagonismo cultural a todo lo que el representaba. Pese a que en 14 años, no habían sido objeto de ninguna temida expropiación de bienes, habían mejorado gradualmente sus ingresos salariales y hasta había aumentado su capacidad de consumo y ahorro, el 2019 salieron a las calles; realizaron paros de protestas, quemaron ánforas electorales, apoyaron el nombramiento de una presidenta del Estado sin sesión congresal, legitimaron la masacre cometida por militares y policías en contra de humildes pobladores que defendían al gobierno democrático, y hasta rezaron alrededor de cuarteles militares para que los uniformados instauren una dictadura militar. La explicación de que tenían razones legales para oponerse a la repostulación de Evo, olvida que los alegatos jurídicos adquieren emotividad moral solo cuando condensan la defensa de determinados bienes materiales o inmateriales.

Hace tres años, demostramos que la base material que sustento, y sigue sosteniendo, esta politización desdemocratizadora entre las clases medias tradicionales bolivianas, es la perdida de reconocimientos, de exclusividades, de cargos y contrataciones estatales anteriormente asequibles de manera “naturalizada” por origen social, abolengo y lealtad étnica. Bienes y recursos que ahora están a disposición de muchas más personas, procedentes de orígenes sociales e identidades étnicas diferentes (naciones indígenas). Claro, la llegada de Evo al gobierno y la instauración de un Estado Plurinacional, ha significado un raudo ascenso social económico de sectores indígena populares; ha posibilitado una remoción del origen social de la totalidad de las jerarquías de la burocracia estatal que, encima, debido a las políticas de nacionalización, ahora controla cerca del 35% del PIB nacional. El Estado ha trastocado los títulos de legitimación para optar a un puesto laboral (ministerios, diputaciones, sistema de justicia, embajadas, empresas públicas, etc.) o la adjudicación de obras públicas. Si antes contaba un apellido de origen extranjero, redes de amistad endogámicas, un título de posgrado, el color de piel blanqueda (el capital étnico); ahora cuenta muchísimo más la filiación a un sindicato obrero o campesino; saber hablar aymara o quechua o moverse en las redes de lealtad étnica de las comunidades indígenas.

El ascenso económico de sectores populares e indígenas, con la consiguiente devaluación de la etnicidad criollo-mestiza para acceder a reconocimientos, contrataciones y nombramientos públicos, ha significado un avance extraordinario de la igualdad social. Y es algo que debe continuar. Pero, estos avances de justicia social y democratización económica, también han despertado odios viscerales y resentimientos morales de unas clases medias tradicionales que viven esta ampliación de derechos colectivos como una expropiación imperdonable de su estatus social, de sus privilegios de sangre y color de piel heredados de sus padres y abuelos. Para ellas, la igualdad es un agravio al orden naturalizado de la sociedad.

El ensanchamiento de las clases medias, devalúa las posiciones y el estatus de las antiguas clases medias. La depreciación del capital étnico mestizo-criollo (herencia colonial) que anteriormente garantizaba beneficios públicos y reconocimientos, instaura otros criterios de valor social asentado en las practicas mayoritarias de la población (popular, indígena), y empuja a la decadencia los antiguos parámetros de movilidad social ascendente. Se tratan de hechos inevitables del avance de la justicia y la igualdad. Pero, ineludiblemente, todo ello genera rechazos, tanto más viscerales si los antiguos privilegios de clase media se sustentaban principalmente en el linaje.

Con otras particularidades, un fenómeno parecido se ha dado en Brasil con sus clases medias frente al ascenso social, vía educación y consumo, de sectores populares (Anderson, 2019). Y, en cierta medida, el odio contra los migrantes anidado entre clases laboriosas de países del norte, puede tener las mismas raíces anti-igualitarias.

La “Gran Convergencia”

Esta vinculación entre igualdad económica y polarización social la retoma el economista B. Milanovic para estudiar los efectos de la reducción de la desigualdad en el mundo (Foreing Affairs, 14 /VI/2023). El ex jefe del departamento de investigación del Banco Mundial (B.M.), reconoce que, en las últimas décadas, al interior de cada país ha aumentado la desigualdad; pero, vista a escala global, esta ha disminuido. Para comprobar ello, introduce el concepto de “desigualdad global” para estudiar la disparidad de ingresos entre todos los ciudadanos del mundo. Tomando como cero el momento de igualdad absoluta, en la que todos los habitantes del mundo tienen los mismos ingresos, y 100, cuando una sola persona concentra todos los ingresos, comprueba que la desigualdad planetaria ha disminuido notablemente en las últimas 3 décadas de globalización.

Con una mirada de largo plazo, ve cómo es que desde los años 1820 hasta 1990, la desigualdad mundial ha tenido un crecimiento sostenido, pasando de 50 a 70 puntos. Si antes de la revolución industrial del siglo XIX, el país más rico (Inglaterra) tenía un PIB 5 veces mayor que el más pobre (Nepal), a fines del siglo XX, la diferencia entre el PIB del más rico (EEUU) y el más pobre llego a ser de 100 a 1. Pero desde fines del siglo XX hasta ahora, la desigualdad ha caído de 70 puntos a 60, fundamentalmente por el ascenso económico del país más poblado del planeta: China.

Y lo más relevante del articulo son los efectos de esta asiatización de la riqueza en las jerarquías y consumos globales. Comprueba que las clases medias y populares de las economías occidentales, que durante un siglo ocuparon la posición media alta y alta de los ingresos mundiales, ahora están retrocediendo. Por ejemplo, un ciudadano pobre de Norteamérica que en 1988 ocupaba el percentil 74 de los ingresos mundiales, el 2018 ocupa el percentil 67. De la misma manera, un italiano, de ingresos medios, ha visto caer su posición 20 puntos en el mismo periodo. Y en general se trata de un declive de los sectores medios y pobres de los países occidentales ricos en el rango global. En contraparte, un ciudadano medio chino, que en 1988 ocupaba el percentil 35, ha alcanzado el percentil global 70 en 2018. En general, las clases medias y bajas de “occidente” están siendo gradualmente desplazadas en su jerarquía mundial y en el acceso a bienes globales (eventos culturales, vacaciones, innovaciones tecnológicas, etc.), por una nueva clase media global proveniente de los países asiáticos. Y a medida que ciertos consumos globales ya se están volviendo inaccesibles para estas clases populares y medias occidentales, la sensación de “perdida” se acrecienta, con la consiguiente polarización social.

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Milanovic considera que, por ahora, los más ricos globales, que son un 80% occidentales y japoneses, no han sido afectados de manera sustancial. Sin embargo, es probable que, de mantenerse las tasas de crecimiento de China, y de crecimiento mediocre de EEUU y Europa, en los siguientes 20 años, el porcentaje de ricos globales chinos igualara a la de los norteamericanos; en tanto que las clases populares y medias occidentales perderán aún más rápido sus posiciones jerárquicas en la riqueza global, reflejando el “cambio en el orden económico mundial”. Las variaciones geográficas en el PIB mundial, son por demás elocuentes de este proceso: Entre el año 2010 y 2020, EEUU cayo de una participación del 30%, al 25%. En tanto que China paso del 3,7 % al 17, 3 % (B.M., 2023).

Tenemos entonces, en el caso de Bolivia y del mundo considerado en su conjunto, que experiencias de mejora de ingresos económicos en “clases” medias, pero retroceso en sus jerarquías y antiguos privilegios debido a políticas de igualdad, producen sensaciones de “perdida” y desquiciamiento del orden moral de la sociedad por intrusión de sectores “igualados”. Sobre esta base vendrá luego el crecimiento del antagonismo pasional hacia los “otros” (los migrantes, los indígenas, las mujeres, los “comunistas”, etc.). Es la reacción a la decadencia de su poder y estatus. El miedo al “gran reemplazo” que nubla la razón de no pocos votantes de las sociedades occidentales ricas (EEUU, Europa), quizá no tenga que ver solo con la creencia de que los latinos, los africanos o los musulmanes sustituyan a las poblaciones “blancas”. Sino con el horror y resentimiento que les despierta el saber de su inexorable desplazamiento en los privilegios globales que los “occidentales” disfrutaron durante los últimos 200 años de colonialismos imperiales. Y es que, como lo señala Tooze (2023), ahora ya “solo son pasajeros de un tren conducido por otros”.

(*)Álvaro García Linera es exvicepresidente de Bolivia

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Capitalismo tardío y neo catrastofismos

Un análisis sobre la economía mundial, en medio del ánimo sombrío que reflejan las principales instituciones capitalistas en la actualidad.

Crece la preocupación entre las principales institucionesque impulsaron el capitalismo en las décadas pasadas.

Por Álvaro García Linera

/ 18 de junio de 2023 / 06:41

El punto sobre la i

Hubo un tiempo que el patrimonio de las lecturas terminales del capitalismo la poseía el marxismo. Durante las primeras décadas del siglo XX, la crisis del liberalismo decimonónico, la primera guerra mundial, la revolución soviética y el quiebre de las bolsas de 1929, alimentaron un extraordinario debate económico acerca de la inminente debacle de la moderna sociedad burguesa. Para la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo, (La acumulación del Capital, 1913), la saturación de los nuevos mercados ocupados por el comercio y la producción capitalista anunciaba su inminente derrumbe. Aunque claro, no logro ver que el mercantilismo pudo densificar los consumos en los mercados existentes, y ocupar nuevos espacios “exteriores” como las sociedades agrarias o la unidad doméstica urbana.

K. Kautsky, (Teoría de las Crisis, 1901), padre de la socialdemocracia europea, anunciaba que el desacople entre producción y consumo mundial, la llamada sobreproducción, era el síntoma decisivo de la imposibilidad de la continuidad histórica del capitalismo. Sin embargo, la devastación material que conllevaron las guerras, y las propias depresiones económicas, jugaron el papel de “destrucción creativa” schumpeteriana que volvió a acoplar producción con consumo. H. Grossman (La ley de la Acumulación…, 1929), gran economista polaco, creía que la sobreacumulación de capital, debido a las constantes innovaciones tecnológicas que desplazaban el trabajo humano, reducían la cantidad de trabajo impago apropiado por los empresarios, en relación a los montos de inversión realizados, lo que, a la larga, llevaría a un colapso del sistema en su conjunto. Sin embargo, como viene aconteciendo a lo largo de décadas, esta tendencia decreciente de la tasa de ganancia, está acompañada también de un crecimiento sostenido de la masa de ganancia absorbida por la inversión que dinamiza la inversión. P. Mattick, otro gran economista marxista radicado en EEUU, consideraba que la sobresaturación de capital a escala mundial, más la competencia inter empresarial, llevarían a una “crisis mortal del capitalismo” al constreñir el nivel de los ingresos de las clases laboriosas (The Permanent Crisis, 1933). Pero no tomo en cuenta que la mejora de la productividad laboral general, eleva los ingresos de las clases menesterosas, en tanto que, el trabajo barato de las sociedades periféricas y el trabajo doméstico gratuito, ayudaron a sostener lo que U. Brand denomina el “modo de vida imperial” del capitalismo desarrollado.

Independientemente de que, con el tiempo, varios de los postulados de estas reflexiones fueron superados por la propia realidad, el gran aporte de esta polémica radico en poner la atención en la recurrente manifestación de límites en el desarrollo histórico de la sociedad capitalista. Si bien todos estos autores, incorporaban el factor decisivo de las luchas sociales para derribar el orden económico, consideraban que la eficacia de esas luchas necesitaba unas condiciones de posibilidad material que permitieran el derrumbe del capitalismo existente y su sustitución por otra organización económica de la sociedad.

Los trente glorieuses que emergieron después de la segunda guerra mundial (1945-1975) y que dieron los mayores índices de expansión económica y bienestar social a Europa y EEUU, aplacaron el debate sobre el derrumbe. La implosión del llamado “socialismo real” en 1989 y el triunfo inapelable del capitalismo de libre empresa en los años posteriores, cerraron temporalmente cualquier referencia en torno a los límites del capitalismo. De hecho, desde entonces podía presentarse como el insuperable final del camino del progreso humano. Pero la celebración del “fin de la historia” no duro mucho.

Primero, fueron las alarmas sobre las barreras naturales a esta forma de producir fundada en la ganancia permanente. Los efectos dramáticos en el medio ambiente, o que Marx llama la fractura del “intercambio metabólico” entre naturaleza y ser humano, comenzaron a ser expuestos, no solo con el inminente riesgo apocalíptico del trastrocamiento del clima, la biodiversidad y la vida terrestre, sino también con los limites materiales naturales a una continua expansión de la producción y la acumulación capitalista. Sugirió así un nuevo catastrofismo, ahora centrado, no tanto en las barreras a la acumulación empresarial, como en el agotamiento de los componentes materiales que permiten la producción y la acumulación burguesa. No es ya la organización social capitalista la que manifiesta sus propias fronteras (de acumulación, de desigualdad, de luchas sociales, etc.), sino la naturaleza la que es el límite de la ganancia ilimitada.

Cada nuevo informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU, es más aterrador que el anterior, en tanto que el Reloj Climático señala que estamos a “segundos” de rebasar los 1,5 ºC de temperatura por encima de la era preindustrial, lo que llevara a una vorágine de desastrosos e irreversibles efectos medioambientales y biológicos en el mundo. Sin embargo, por ahora, este neo colapsismo ambiental, ha dado lugar a un fatalismo impotente que no logra visualizar un orden económico-social diferente al capitalismo existente. Se plantea atenuar su desarrollo, direccionarlo o, en el mejor de los casos des-desarrollarlo (Latouche, 2023), dejando de lado que, si algo caracteriza precisamente al capitalismo, es la tendencia a la acumulación perpetua, por encima del bienestar humano, del medioambiente o de la propia vida biológica.

Una contraparte temprana de este catastrofismo ambiental, es el desplome inducido, llamado aceleracionismo (Srnicek, Fisher); que propone exacerbar aún más la expansión capitalista a fin que sus fuerzas prometeicas, disolventes y de autoorganización, estallen creando condiciones para una otra sociedad.

Pero lo verdaderamente llamativo del último tiempo, es el catastrofismo analítico de las instituciones y “tanques pensantes” del propio capitalismo global. Eufóricas durante décadas con el imaginado triunfo definitivo del libre mercado, el FMI, Banco Mundial, BIS, Rand Corporation, World Economic Forum, McKensey, etc., en los últimos meses han pasado de un pesimismo temporal a un pesimismo catastrofista.

El FMI, ese portaaviones político, acorazado de dinero y datos econométricos, que durante décadas se encargó de encuadrar a América Latina y Europa del este en el ineluctable destino “final” de la humanidad, el libre-mercado, ahora se lamenta del “desmoronamiento” del orden planetario liberal y predice que la “fragmentación geoeconómica” en marcha traerá una contracción de hasta un 7% del PIB mundial en los siguientes años (Geoeconomic Fragmentation…, enero de 2023). Por su parte, el Banco Mundial, esa caballería global del “consenso de Washington”, ahora se detiene atónito ante el futuro incierto y augura una venidera “década perdida “con la caída de un tercio del crecimiento global respecto a los primeros 10 años del siglo XXI” (Global Economic Prospects, junio 2023).

Y el que más sorprende sobre el porvenir del capitalismo, es el McKinsey Global Institute. Considerado como la empresa de consultoría más famosa e influyente del mundo, y que ha formado a la mayor cantidad de CEOs de grandes empresas, acaba de realizar un análisis crítico y calamitoso del porvenir del capitalismo mundial capaz de disputar umbrales de fatalismo a las más enjundiosas versiones catastrofistas del marxismo del siglo XX. Comienza su estudio señalando que, en los últimos 40 años, el capitalismo global se ha desplegado por medio de una anomalía peligrosa: que el crecimiento del valor de los activos (acciones, bienes raíces) y de la deuda (estatal, empresarial, personal), fue más rápido que el crecimiento del PIB. Es decir, el valor en papeles se desacoplo del valor real de la economía. Por cada 1 dólar de activo real, el activo ficticio creció 1,3 veces. Desde 1993 hasta el 2021, dice el documento, el capital no persiguió inversiones productivas, sino la riqueza de papeles: el valor de los bienes raíces creció 33% por encima del PIB. Los activos 100%; la deuda 90%, y los depósitos un 124% (The Future of Wealth and Growth…, mayo de 2023)

Para aumentar los males endémicos, la inversión productiva ha disminuido como porcentaje del PIB. En la UE, 55% más baja que entre 1995-2008. Y en Estados Unidos, 40% menos. Por su parte, la productividad ha reducido su tasa de crecimiento. Si entre 1980 al 2000 aumento un 1,8% anual, entre el 2000-2021 tan solo un 0,8%. La esperanza de que la digitalización y la I+D revolucione la productividad ha fracasado por la ausencia de “habilidades necesarias” en la fuerza laboral y, sobre todo, porque son tecnologías de ciclos de vida cortos que “pueden absorber ahorros solo por periodos muy limitados” antes de volverse obsoletas o transferir conocimiento a los competidores. Esta ralentización de la productividad del capitalismo tardío, antiguo baluarte de su superioridad histórica, no es un problema pasajero: es un límite estructural del propio capitalismo. Se ha creado así un círculo vicioso: aumenta la participación de los grandes dueños en la riqueza global; disminuye la participación de los trabajadores que reduce el consumo proporcional y crece el valor “en papel” de los activos debido al ahorro de los ricos. Se trata de un problema de sobreproducción con efectos de desvió especulativo de la riqueza que suscribiría el propio Marx (El Capital, Tomo III).

¿Frente a este desastre, que opciones hay al frente? El instituto más deseado por todos los graduados en ramas económicas de las universidades más prestigiosas del mundo, ve 4 opciones, cada cual más problemática que la anterior. La primera, mantener lo mismo que ahora; crecimiento ficticio, PIB aumentando por debajo del 1%, demanda débil, bajo aumento de la productividad, mayor desigualdad. En resumen, volver al estancamiento secular.

La segunda, políticas de defensa nacional (nacionalismo económico): aumento de la inversión pública, crecimiento moderado del salario y el consumo, inflación por encima del 4%, disminución de valor de las acciones y bienes raíces, aumento de la deuda y contracción de la riqueza de los hogares en un 8,5%.

La tercera, de recesión prolongada: política fiscal austera, ajuste fiscal duro y contención de la inflación, tasas de interés altas, caída de los valores de los activos, crisis de liquidez, crisis mundial de deuda, demanda débil, zoombificacion de empresas; PIB crece 1 punto menos que la década anterior, caída del valor real de acciones y bienes raíces en un 30% o más.

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Por último, productivismo en base al aumento de la inversión en nuevas tecnologías: crecimiento del PIB de 1% por encima de la década anterior, inflación controlada, políticas publicas industriales, valor de bienes inmuebles se estancan y caen en relación al PIB, nueva ola de economías emergentes. Esta última opción, la menos conflictiva, se asemeja mucho a la señalada hace más de 100 años atrás por Luxemburgo, solo que ella ya vio la saturación de ese camino. Y en cuanto a la productividad, no hay una ruta para remontar los limites estructurales que el mismo Instituto menciona respecto a las tecnologías de rauda obsolescencia.

En síntesis, los corifeos del capitalismo han extraviado el optimismo histórico. No solo nos muestran con datos un modelo de desarrollo neoliberal desfalleciente, sino también un capitalismo estructuralmente cansado, fisurado, carente de horizonte esperanzador capaz de lanzar al mundo a una nueva etapa de prosperidad. Casi como una bestia irracional que se devora a si misma. Por ello, no cabe duda que, en estos tiempos de incertidumbre pesimista, habría que volver a desempolvar y enriquecer los previsores debates marxistas sobre las condiciones del “derrumbe” capitalista.

(*)Álvaro García Linera exvicepresidente de Bolivia

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El FMI y sus huérfanos ideológicos

Hay un desquiciamiento cognitivo en los hijos ideológicos del FMI, su mundo plano se está hundiendo y no entienden por qué.

Hoy día resulta que de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el ‘libre mercado’, ya no queda nada más que la nostalgia

/ 30 de abril de 2023 / 07:00

DIBUJO LIBRE

Hubo un tiempo en que las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre cómo reorganizar la economía eran leídas, defendidas y ejecutadas como si se tratara de un mandato divino. Eran los años 90 del siglo pasado, cuando cada estudio del curso de la economía mundial o convenio alcanzado con tal o cual país, no solo emanaba un enjundioso optimismo histórico con lo que se estaba proponiendo, sino que, además, venía acompañado de una apodíctica y eficiente difusión piramidal que iba de ministros de Economía a parlamentarios; de asesores económicos de gobiernos a reconocidos empresarios locales; de prestigiosas universidades a comentaristas de televisión y periódicos; de académicos a tertulianos de café, que se relamían los labios con cada frase, con cada dato, con cada sugerencia de este organismo internacional.

Eran los tiempos del “gran consenso social” tejido por una profusa red molecular de opinión pública dedicada a consentir que los sacrificios colectivos de la pérdida de derechos, de la expropiación de bienes públicos y del abandono estatal, iban a redimirse con un brillante éxito individual de volverse empresario, accionista o director de empresa. Privatizar todo, desproteger todo y dejar que el libre mercado se encargue del resto eran los credos fundadores de un nuevo mundo de emprendedores, al que inmediatamente los clérigos de esta religión acompañaban, en medio de responsos e incienso, con frasecitas huecas como “achicar el Estado para agrandar la nación”, “país de ganadores”, “distribución por goteo” o “fin de la historia”.

Pero, al despuntar el siglo XXI todo comenzó a fracturarse. La pobreza, escondida debajo del tapete del “emprendedurismo” saltó por los aires. Las desigualdades brutales quebraron consensos y el libre mercado corría a arrodillarse ante el Estado para demandar rescates financieros o subvenciones: primero, ante la crisis de las hipotecas subprime; luego, ante el gran encierro del COVID-19; después, ante el poderío productivo de China; luego, ante la elevación de los precios de los combustibles; después, ante los quiebres bancarios; luego, ante el cambio climático…

Y ahora resulta que de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el “libre mercado”, ya no queda nada más que la nostalgia. En 2020, el Estado ha salvado a las empresas y a las bolsas de valores de las grandes economías del norte. El comercio mundial y los capitales transfronterizos han ralentizado estructuralmente su crecimiento; las subvenciones a la energía, los alimentos y al consumo han desplazado a la libre oferta y demanda. La “seguridad nacional” o el expansionismo geopolítico han asesinado a la ley de la oferta y demanda para definir los precios de los combustibles, de las redes de telecomunicaciones, de los microprocesadores o de la transición energética. Europeos y norteamericanos premian con dinero público a los empresarios que retraen sus cadenas de valor a cada país y castigan la eficiencia de la externalización de los costos. El globalismo está siendo sustituido por el nacionalismo económico y la geopolítica.

Esto lo sabe el FMI. Y lo lamenta infinitamente. En un reciente estudio (Fragmentation geoeconomic and the future of multilateralism), hace un recuento de este catastrófico retroceso del libre mercado. Muestra cómo después de un largo flujo globalista que va de 1980 a 2010, se ha entrado en un reflujo que puede durar décadas.

Para ello brinda datos del retraimiento del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas, con respecto al PIB, de 45% a 33%. Del incremento mundial, hasta en 400%, de medidas restrictivas y proteccionistas.

Habla de encuestas que revelan el sustancial aumento de la desconfianza social con la globalización (50%) y el crecimiento de la demanda de medidas proyectivas (33%). El estudio también proporciona datos sobre el terremoto en los imaginarios colectivos que está acompañando todo esto al comprobar cómo es que las palabras de “seguridad nacional”, “nearshoring” o “deslocalización” están sustituyendo de manera abrumadora el viejo léxico mercantilista en las instituciones internacionales, entre empresarios y directivos de empresas. Para rematar este panorama adverso, el último informe de abril sobre la economía mundial (World Economic Outlook) muestra cómo es que la inversión extranjera directa de haber alcanzado 5% con respecto al PIB el 2008, ha caído a menos de 2% en 2022. Para ensombrecer el efecto de estos hechos, los informes también señalan que estas “desgracias” traerán una posible caída del PIB mundial del orden de 2 a 7% en los siguientes años. Pero, a pesar de esto, no le queda más que admitir que lejos de tratarse de un recodo en el camino que será enderezado por un inmediato y triunfal regreso del libre mercado, esta “slowglobalization” es un hecho estructural y de largo aliento.

Decir estas cosas a una institución que durante décadas fue el oráculo del triunfo inevitable del libre mercado, no es fácil. Acarrea traumas internos, frustraciones existenciales y una catarata de contradicciones casi paranoicas.

Esto ya se hizo manifiesto el 2020, cuando al finalizar el “gran encierro” ante la pandemia, el FMI recomendó a los gobiernos de los países subir los impuestos a los ricos y aumentar la inversión pública, tanto en protección social como en capital (World Economic Outlook, 2020); exactamente todo lo contrario de lo que había exigido los 40 años previos. Más desconcertante aún es comparar las anteriores imposiciones a los países en “vías de desarrollo” (que levanten barreras arancelarias, abran sus mercados y acepten un mundo sin “perjudiciales” fronteras), con la nueva teoría fondomonetarista del semáforo de “compromisos diferenciales” (Outlook, 2023) en el que cada país podrá optar, de manera “pragmática”, por acuerdos comerciales sin restricciones allá donde existen acuerdos globales (semáforo en verde); acuerdos regionales, donde no hay alineamiento extendido de preferencias (semáforo en amarillo); y, medidas protectoras unilaterales, donde cada gobierno opta por sus propios intereses internos (semáforo en rojo).

Pero donde esta inversión lógica del mundo llega a groseras antinomias es cuando, en el mismo documento, se ofrecen dos caminos antagónicos para un mismo problema. Frente a la crisis de la deuda soberana, que en los últimos 5 años se ha disparado en todo el mundo, el FMI exige, por una parte, la “consolidación fiscal”, eufemismo para reducir la inversión pública, contraer gastos sociales y despedir personal, como lo intenta imponer en Argentina. Pero, por otra, dedica todo un capítulo para demostrar que por experiencia histórica comparada en 33 economías de mercado emergentes y 21 economías desarrolladas, entre 1980 y 2019, los casos de contracción fiscal no han generado una reducción significativa del endeudamiento. Y, por el contrario, los datos fácticos muestran que la inflación moderada reduce el valor nominal de la deuda y, la expansión del gasto fiscal dirigida a aumentar el PIB mediante un “choque positivo de oferta y demanda” reducen notablemente los índices del endeudamiento público hasta en un tercio. Ciertamente esto es una obviedad. Solo haciendo crecer la economía y los ingresos que tiene el Estado, se puede reducir los porcentajes de deuda y pagar los créditos; más aún en un mundo en que hay un repliegue estructural de la inversión extranjera, que está optando por refugiarse en los países económicamente más fuertes, por las altas tasas de interés que otorgan y la incertidumbre económica que ha corroído cualquier atisbo de confianza en el porvenir.

Milton Friedman, guía espiritual de los tiempos neoliberales, recomendaba saber “cuando la marea está cambiando” para poder volver efectiva una doctrina económica. Se refería a tener sensibilidad para comprender los cambios en la opinión pública, en la atmósfera intelectual y en la gente común. Él lo supo percibir en los años 70, cuando el armazón keynesiano se desmoronaba y, junto con otros, pudieron irradiar el nuevo credo económico. Pero está claro que sus acólitos del FMI no lo están haciendo con suficiente perspicacia.

Pero donde el desquiciamiento cognitivo es mucho mayor, es en los hijos ideológicos de los organismos internacionales del orden globalista. Portadores de un entusiasmo liberal que compensa un recortado talento, todo el ejército de “analistas económicos”, consultores, profesores, políticos y promotores del libre mercado que bebían del dogma derramado desde el FMI o el BM, han quedado descocados. Su mundo plano se está hundiendo y no entienden por qué.

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Unos han optado por el estupor paralizante. Se sienten traicionados por una realidad que no se adecuó a sus profecías y les cambió las preguntas a sus respuestas. El resultado es el desconcierto ante una sociedad que ha extraviado su rumbo.

Otros han devenido en espectros llorosos de un orden económico que se está desvaneciendo junto con sus certidumbres y, ante la evidencia, no queda más que aferrarse a los recuerdos melancólicos de unos compromisos para los que la historia aún no estaba preparada.

Y, finalmente, están los hijos zombis. Se trata de criaturas despiadadas nacidas y alimentadas por un tiempo histórico, unos paradigmas y unas circunstancias económicas que hoy ya no existen más. El consenso y optimismo globalista que les infundía vida ha muerto al igual que ellos. Pero aún no se han dado cuenta o no lo aceptan; y deambulan furiosos fagocitando las hilachas corrompidas del viejo orden arrastrado por la inercia y el viento. A diferencia del espectro, que solo vagabundea por los rincones de las conciencias patéticas, el zombi es violento y destructor. Como ya no busca seducir con el libre mercado sino imponer y sancionar a sus detractores, se propone “dinamitar” las reglas económicas; compite por la rapidez de “terapias de shock” y, hasta hay quienes resucitan chapuceras propuestas de “vouchers” educativos. Son iliberales dispuestos a defender un liberalismo a palos.

Con todo, representan la memoria fósil de un fracaso que condujo a los estallidos continentales de 2001-2003. Con la agravante de que, a diferencia de entonces, prometen no ser “blandos” y poner en regla a los revoltosos, es decir, más desastres en espiral. Quizá a eso se refería Antonio Gramsci cuando hablaba de las expresiones morbosas o monstruosas de una hegemonía desfalleciente propia de un “interregno”.

(*)Álvaro García L. es investigador social, exvicepresidente

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