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Disputa por el control del modelo extractivista

DIBUJO LIBRE

Nuevamente somos testigos del conflicto sobre la propiedad agraria. La disputa por la tierra es y será históricamente una contienda por el poder económico y político. Más allá de los cargados discursos de respeto al derecho ancestral de las comunidades indígenas o de garantizar el acceso a la tierra para quienes la tienen en poca cantidad, la tensión, hoy, esconde la contienda entre dos actores que buscan hacerse del monopolio de la propiedad de la tierra, como única vía de sostenibilidad del agronegocio.

En los últimos años, la alianza entre el Gobierno y el sector empresarial de Santa Cruz (Cámara Agropecuaria del Oriente, CAO; Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo, Anapo; Federación de Ganaderos de Santa Cruz, Fegasacruz, etc.) permitió la consolidación de propiedades agrarias con una extensión mayor al límite constitucional (cinco mil hectáreas), entre otras medidas que se adoptaron a favor de este sector. Por otro lado, desde la desinstitucionalización de las entidades responsables de regularizar la distribución de las tierras en el país, y en el afán de fortalecer la presencia de un actor en la región de la Chiquitanía, que dispute el poder político y económico, se dio luz verde al asentamiento de comunidades interculturales en áreas fiscales y otras sin vocación productiva agrícola.

Así queda claro que la disputa por el control del agronegocio fue y es avalada por un marco normativo permisivo y por acciones u omisiones de instancias y funcionarios estatales en todos los niveles.

En este escenario, el sujeto indígena, que emergió en 1990 como el actor que movilizó y posibilitó los principales cambios estructurales en la tenencia de la tierra luego de la recuperación de la democracia, se encuentra aislado del debate y sometido a la presión del modelo extractivista vinculado a la agroexportación, desde una mirada colonial promovida por los actores que disputan el agronegocio, aquellos que hoy enarbolan la defensa de sus tierras ancestrales, callando cuando se aprueban leyes que atentan a la sostenibilidad de estos espacios de vida y los otros que ven en las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) como esas grandes extensiones de tierra ociosa que debe ser trabajada.

Lo cierto es que en los últimos 10 años, la dotación de tierras a favor de comunidades indígenas por parte del Estado ha sido casi nula. De acuerdo a datos del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) correspondientes a la gestión 2020, en la última década, en el caso del pueblo Guaraní en la región del Chaco, en los departamentos de Santa Cruz, Chuquisaca y Tarija, se titularon 1.076.997 hectáreas de un total de 6.729.083 hectáreas demandadas.

A pocos días de haber recordado el 2 de agosto (aniversario de la promulgación del Decreto Supremo N° 3464 que dio paso a la Reforma Agraria en 1953), es claro que la problemática de la tierra en Bolivia aún es un tema pendiente, que trasciende a una discusión mayor vinculada al modelo de desarrollo agrícola del país. En los últimos 25 años (1996 – 2021) se saneó y tituló más de 89 millones de hectáreas (89.485.242 ha), superficie que representa el 87% (103.373.516 ha) del total de tierra disponible. De acuerdo al INRA, del 13% de la superficie por titular, 5.747.690 hectáreas se encuentran en proceso de titulación y 6.994.661 hectáreas se hallan paralizadas por algún tipo de conflicto.

En ese contexto, es fundamental abrir el debate y discutir a profundidad el futuro del país en materia agraria y productiva. Hasta hoy, la discusión se concentra en posiciones políticas que pretenden, desde una perspectiva institucional, encubrir una realidad mayor: el fracaso del modelo de desarrollo agroexportador cruceño, la presión sobre los territorios indígenas y los bosques y la disputa por quién se hace del control del agronegocio, modelo extensivo y depredador del medio ambiente en el actual escenario político.

 (*)Miguel Vargas Delgado es abogado, Director Ejecutivo del CEJIS