CARA Y SELLO

En un periodo especialmente crítico de la vida democrática del país, y luego de un proceso electoral turbulento que ha producido una reconfiguración de fuerzas políticas a nivel nacional, Rodrigo Ayala hace un relato histórico que permite guardar, por sobre la fragilidad de la memoria, importantes hechos que definieron la disputa política de los últimos años en Tarija. Y analiza la lucha por el control de los espacios de poder institucional y el discurso dominante de la “tarijeñidad” como dispositivo de control ideológico que ha permitido sostener, hasta el momento, la estructura tradicional de poder departamental.

Los actores tradicionales de la élite política tarijeña (dirigentes, familias acomodadas e influyentes, clase media tradicional y emergente), ubicados en la cúspide de la pirámide que metafóricamente describe Ayala, durante muchos años ejercieron un control del escenario político departamental, no tanto por su capacidad de representación territorial, sino por la centralidad del poder en la capital. En la base de la estructura de poder se ubican liderazgos campesinos con mayor cobertura, pero con un mínimo control que no trasciende lo coyuntural. En la parte intermedia de la pirámide se ubican grupos elitarios de las provincias, que antes del proceso constituyente pasaban casi desapercibidos, pero que cobraron gran relevancia a partir de la vigencia de la autonomía regional del Gran Chaco, cambiando significativamente la dinámica política departamental.

Las élites políticas chaqueñas cobraron importancia a partir de la disponibilidad de recursos millonarios durante el periodo de bonanza económica dependiente de la industria del gas y del marco autonómico que permite su administración regional, disminuyendo de manera importante el control de las élites políticas tradicionales sobre los recursos económicos, sociales y las estructuras institucionales de poder político, en una disputa por el poder que por primera vez tiene un nuevo escenario, distante 300 kilómetros de la plaza principal de la capital chapaca. Esta reconfiguración del escenario político, a decir de Ayala, hace temblar el que fue un sólido vértice de la pirámide de poder sociopolítico, consolidado históricamente en torno a una clase media tradicional con orígenes feudales y características racializadas, espacialmente ubicada en el centro de la ciudad de Tarija.

Son varios los elementos propios y de contexto que favorecieron la jerarquización de las élites chaqueñas. Algunos de los más importantes son la desestructuración de los partidos tradicionales, fragmentados en agrupaciones ciudadanas de oposición, especialmente frágiles en el departamento; y la necesidad del MAS de construir alianzas que puedan enfrentar la resistencia antioficialista en Tarija, una resistencia que hasta el momento no ha podido vencer pese a que varios de sus adeptos, simpatizantes, partidarios y candidatos son parte de la élite tradicional.

Si bien el empoderamiento de las élites chaqueñas ha marcado el proceso de reconfiguración de fuerzas y dinámicas políticas en el departamento, y sostienen en gran medida la representatividad del MAS en instancias departamentales, regionales y locales, la estructura de poder sigue resistiendo, incluso con el retorno de viejos liderazgos.

El discurso de la tarijeñidad. En un afán por explicar el sostenimiento de la pirámide del poder en el departamento, Ayala identifica al discurso de la tarijeñidad (el de la defensa de “los intereses de Tarija” frente al centralismo, al olvido, la postergación y al saqueo) como un dispositivo ideológico que sostiene desde hace años un muro conservador que protege los privilegios de las élites tradicionales en Tarija.

El discurso de la tarijeñidad se construye sobre los sentimientos nostálgicos provocados por la noción de pérdida de un pasado idealizado, que están en los cimientos de la identidad tarijeña, y plantea revivir una idea deformada del pasado, que no solo es irreconstruible, sino que fundamentalmente es excluyente. Es un discurso que deja fuera a la diversidad de actores de diferentes clases sociales, orígenes étnicos, orientaciones sexuales, inmigrantes, etcétera; e impide ver y aceptar la conformación plural y diversa de la sociedad tarijeña actual.

Este dispositivo sin duda ha jugado un rol fundamental en la estrategia política de la élite tradicional tarijeña, pero tiene una importancia que supera la dinámica electoral y los intereses de una disminuida y cada vez más cooptada clase política tradicional. Más allá de quienes hayan podido utilizar y favorecerse política y electoralmente utilizando el discurso de la tarijeñidad, su importancia está dada por el rol coercitivo que cumple en la construcción identitaria local, constituyéndose en un parámetro dominante de la normatividad social.

Este discurso hegemónico de tarijeñidad embandera un conjunto de pautas socioculturales y políticas conservadoras, centralistas, clasistas, racistas, machistas, etc. y está luchando por no ser desplazado. Esta disputa ideológica no la está liderando ningún partido político, sino un heterogéneo y cada vez más grande conjunto de actores políticos ciudadanos, muchos de ellos urbanos: grupos juveniles, colectivos de mujeres, artistas, organizaciones barriales, migrantes, etc., pero también liderazgos indígenas y campesinos.

Todos estos actores han graffiteado el muro de la tarijeñidad y amenazan con voltearlo, porque más allá de sus contradicciones y la pluralidad de sus intereses y visiones, interpelan la normatividad conservadora que los invisibiliza y les niega un espacio en el escenario de la sociedad tarijeña.

Finalmente, los actores chaqueños, que en algún momento habían intentado perforar también este muro luchando por un espacio en el escenario político departamental, parecen concentrados en construir sus propios muros en el escenario regional.

 (*)Alba G.Van Der Valk es socióloga