Ana Colque y el FMI
FMI
De las muertes en febrero de 2003 existe un responsable directo del que debería hablarse mucho más: el Fondo Monetario Internacional.
El punto sobre la i
Ana Colque era enfermera y, en el nublado día del 13 de febrero de 2003, se presentó como voluntaria para asistir a las decenas de heridos y muertos que, desde el día anterior, anegaban la ciudad de La Paz. Tenía 24 años de edad y un hijo, Luis, de casi dos años, que dejó bajo el cuidado de su abuela.
La ambulancia en la que ella estaba, junto a la doctora Carla Espinoza, fue enviada al centro de la ciudad, a un edificio muy cerca de la Iglesia de San Francisco. Respondían a una llamada de auxilio hecha por el portero porque Ronald Collanqui, un albañil de 25 años, había sido alcanzado por un disparo mientras recogía su material de trabajo en el techo del edificio.
Ana y Carla llegaron al lugar vistiendo sus distintivos médicos y portando banderas blancas con cruces rojas en medio de ellas. Era imposible que no se las distinguiese como personal de salud. Como fue demostrado por filmaciones, a pocas cuadras, en la esquina entre las calles Comercio y Genaro Sanjinés, un grupo de francotiradores de las Fuerzas Armadas disparó primero a Ronald, luego cuando Ana y Carla se acercaron para intentar prestar primeros auxilios, Carla recibió un disparo en el rostro y Ana, uno en el pecho. Carla salvó la vida de milagro, Ronald murió desangrado y Ana también cayó asesinada.
Pero el dedo que jaló del gatillo, que disparó la bala, que hirió y que mató no solo correspondía a esos francotiradores. El Gobierno presidido por Gonzalo Sánchez de Lozada y su gabinete ministerial son también culpables. Sin embargo, existe un responsable directo del que debería hablarse mucho más: el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Si uno hace una revisión de la prensa de la década de los noventa, verá que Bolivia estuvo en el escaparate del FMI y del Banco Mundial, como país modelo en la aplicación de las políticas denominadas como de ajuste estructural. Se privatizaron los recursos naturales y las más importantes empresas del país. Se prometió que generarían cientos de miles de empleos, que Bolivia sería parte de la globalización, que por fin saldría de la pobreza gracias a la sacrosanta inversión extranjera.
En 2003, después de 15 años de aplicación del modelo neoliberal, las condiciones económicas y sociales se deterioraron de tal modo que la pobreza superó 60%, el desempleo se cuadruplicó en los diez años previos, llegando a 14%.
Asimismo, las cifras macroeconómicas también mostraban la inviabilidad de ese modelo. El déficit fiscal subió de 3 a más de 8%. Por esas razones, el presupuesto del Estado no se destinaba a inversiones dedicadas a satisfacer las necesidades básicas de la población, sino a cubrir el gasto corriente y el pago de la deuda externa.
Bolivia repetía la conocida maldición de ser un mendigo sentado en una silla de oro. El gas estaba en manos extranjeras y la política financiera del Estado en manos del FMI. El Fondo es una institución financiera internacional que, a diferencia de la Asamblea General de la ONU que adopta resoluciones bajo la fórmula de un país un voto, es controlada por un puñado de países. Sus decisiones están destinadas a preservar la hegemonía del capital global, controlado también por un puñado de corporaciones trasnacionales.
En 2003, el Fondo impuso a Bolivia la condición de que el déficit fuera reducido hasta un 5,5 %. Sin un ápice de dignidad soberana, el Gobierno aceptó esas condiciones. Entonces, la pregunta era: ¿De dónde se conseguiría el dinero para reducir el déficit fiscal?
El Gobierno no se planteó que las empresas que explotaban los hidrocarburos en nuestro país incrementaran su contribución impositiva. Eran intocables, controlaban las decisiones del Gobierno y los medios de comunicación.
Así, el domingo, 9 de febrero, en un mensaje televisado, Sánchez de Lozada anunció el envío de dos proyectos de ley al Congreso: uno sobre el Presupuesto General y otro de modificaciones a la Ley tributaria.
En resumen, decidieron imponer un nuevo impuesto al salario de varios sectores de trabajadores. Es decir, hacer caer el peso de la crisis en los más vulnerables, asestando un nuevo golpe a sus precarias condiciones de vida.
El denominado impuestazo fue rechazado inmediatamente por todas las organizaciones sociales. El entonces diputado Evo Morales hizo un llamado a protestar en contra de esta medida. También la Central Obrera Boliviana condenó la medida y convocó a movilizaciones. El 11 de febrero se anunció un motín policial, rechazando la medida del Gobierno y replegando a sus efectivos de sus servicios habituales.
El 12 de febrero, el centro del poder político boliviano, la plaza Murillo, flanqueada por el Palacio de Gobierno, el Congreso Nacional y la Catedral Metropolitana, se convertiría en el escenario de un enfrentamiento armado entre miembros de dos instituciones: las Fuerzas Armadas y la Policía Boliviana.
Esa mañana, ante la ausencia de resguardo policial, estudiantes de los colegios Ayacucho y San Felipe de Austria protestaron lanzando objetos a los vidrios y la fachada del Palacio Quemado. Más tarde, la plaza fue militarizada, por un lado, y, por otro, se convirtió en el punto de concentración de efectivos de varias unidades policiales amotinadas.
En esas circunstancias, en representación de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, llegamos para intentar mediar. Nos reunimos primero con tres ministros y, luego, con los policías amotinados. Se acordó una mesa de diálogo, pero cuando acompañábamos a una comisión de policías para dirigirnos al palacio, poco antes de cruzar el umbral del garaje del recinto policial, fuimos recibidos por una ráfaga de ametralladora. Uno de los policías recibió un disparo en la cabeza y, poco después, otro cayó inerte.
También puede leer: ‘Reforma de la justicia’, ese proceso
El Gobierno no tenía intención de dialogar, sino de aplacar por la fuerza las crecientes movilizaciones. Ese día, murieron 10 policías, 4 civiles y 4 militares. Las manifestaciones y protestas continuaron y varias instituciones del Estado y las sedes de los partidos políticos neoliberales fueron atacadas. El Gobierno y los policías amotinados firmaron un acuerdo al amanecer del 13. Ese día se desplegaron unidades militares para reprimir la protesta y 16 personas fueron asesinadas.
Los sucesos de febrero de 2003 fueron un eslabón en la profunda crisis estatal que Bolivia sufría. Esa crisis ya se manifestaba claramente en la denominada Guerra del Agua de 2000, los levantamientos aymaras del mismo año. Todas como antecedentes de los sucesos de octubre de 2003 y el ocaso del modelo neoliberal.
Los nombres Ana Colque, Ronald Collanqui y Carla Espinoza deben resonar en los salones en el que se toman decisiones como las que se tomaron contra Bolivia. Este no es solo un episodio de la historia de Bolivia que no debe olvidarse, debe ser una lección para los pueblos del mundo, en particular, sobre el rol del Fondo Monetario Internacional y su impacto en la grave crisis de deuda que acecha a varios países del sur.
(*)Sacha Llorenti es abogado.