¿Sirven de algo las declaraciones de desastre?
Será siempre más atractivo políticamente el desastre que el trabajo silencioso de la prevención y la planificación.

Los Bomberos luchan para combatir los incendios y focos de calor. Foto: Archivo
DIBUJO LIBRE
Declarar el desastre significa que el gobierno es consciente de que hay una situación que está desbordando sus capacidades financieras y técnicas y que requiere de un plan de acción para enfrentar dicho escenario. La gran mayoría de las veces reconoce el desastre tarde, cuando poco se puede hacer desde el Estado para atenderlo, su reacción demorada además casi siempre es intrascendente, atendiendo la siempre la emergencia y nunca planificando evitar la emergencia.
En la práctica, es un ejercicio fuera de tiempo y contexto, y muchas veces sin financiamiento (a pesar de que el marco legislativo según Ley 602, establece porcentajes que deberían ser provisionados anualmente). Las miserias de los presupuestos nunca alcanzan, porque además es más “capitalizable” salir a atender la emergencia con una manguera de agua o sacarse una foto con un arbolito antes que realizar el trabajo “invisible”, de planear el adecuado uso del suelo, transparentar el acceso al mercado de tierras, sancionar drásticamente a los que atentan contra el medio ambiente.
En lo cotidiano, solo tiene acceso a recursos frescos el gobierno central, el resto de entidades territoriales tienen que ir a mendigar a la Asamblea Legislativa Plurinacional se apruebe el reformulado, para reinscribir recursos que no recaudan y que, faltando menos de un mes para el cierre administrativo y financiero de la gestión 2023, no tiene sentido ni apuro, salvo para pagar planilla de salarios y deudas contraídas.
Es más, por los tiempos dispuestos por la normativa del sistema SAFCO, pueden tomar semanas e inclusive meses identificar los recursos y poder liberarlos para reasignarlos a otros destinos, identificando una fuente para garantizar su aplicación, lo que involucra una obligatoriedad más a considerar en la asignación del presupuesto en cada órgano y gobierno. Posteriormente, preparar el reformulado y enviar para su aprobación a su órgano deliberativo y finalmente, si cuenta con una ley, inscribirlos y habilitarlos para su uso. Solo así pueden, aunque parezca inaudito, transcurrir varias semanas dependiendo de la pericia de los técnicos tanto del ejecutivo como del legislativo para evacuar informes sin mayor rigurosidad en el análisis.
Pero el tema no queda ahí, ahora que se cuenta con la aprobación del ente legislador y una ley promulgada por el ejecutivo, viene el camino el tortuoso de la contratación de bienes y servicios, que según la norma específica debería estar aprobada en cada repartición estatal ante la declaratoria de desastre; debería en teoría, allanar el camino para realizar compras rápidas, oportunas y pertinentes para atender la gravedad del desastre, a veces sin consciencia que este ejercicio administrativo es inocuo ante el daño irreversible por la pérdida de especies, bosques y aires.
En la práctica, las compras resultan un calvario por la papelería exigida en procesos “abreviados”, debido a las firmas requeridas en su larga ruta, por la lentitud de hacer una compra de emergencia que pueda demorar más semanas que no se disponen. Aunque parezca contradictorio, la emergencia para la legislación y procedimientos vigentes en los gobiernos, no muestran como atributo la celeridad.
La compra por emergencia se convierte en un “vía crucis”, porque los insumos o los servicios se contratan o se adquieren a veces no están disponibles, y si lo están no son de la calidad y cantidad necesaria, y llegan generalmente cuando la emergencia dejó de serlo. De manera extemporánea, las zonas afectadas reciben insumos que ya no necesitan que se dispersan en el mar de necesidades y/o apetitos de la zona.
La declaración de desastre a cargo de cualquier Gobierno, sea central, departamental o municipal nunca en Bolivia tuvo efectos inmediatos ni de magnitud. Recordemos el efecto del fenómeno del niño 2007-2008 su inacción, o los incendios descontrolados del año 2019 previos a la pandemia.
Los órganos públicos, ocupan los medios de comunicación para visibilizar una ayuda que llega tarde y donde no se la necesita con urgencia. Se procuran entregas de insumos en organizados actos para la prensa local intentando convencer al colectivo social sobre sus actuaciones.
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Finalmente, es evidente la complacencia con la alteración permanente del ecosistema a cargo de gobiernos inescrupulosos que persiguen la visibilidad mediática y la perpetuación del apoyo político, privilegiando a una minoría movilizada que toma el suelo para explotarlo con actividades económicas muchas veces no controladas, para su asentamiento o su irracional explotación, interviniendo en el mismo de manera no planificada y cambiando su destino, sin analizar el daño inmediato y posterior que se realiza al mismo.
No existen lugar en Bolivia donde no exista evidencia humana de la depredación, donde no hayan dejado huella de su intervención, alterando ecosistemas y haciendo daños directos y otros colaterales, muchas veces ignorados en su alcance e intensidad.
¿No es momento de cambiar la forma de responder al desastre y disponer de un modelo de gestión que deje de lado la visión administrativa y documental insuficiente y tardía al desastre, y que otorgue un giro radical para desarrollar las capacidades de prevención, planificación y control para esta manera aplicar leyes que solo se cumplen para algunos y no para el resto?
Concluyendo, será siempre más atractivo políticamente el desastre que el trabajo silencioso de la prevención y la planificación. Mientras no se realicen ajustes normativos al procedimiento y se dispongan de recursos frescos para financiar la retórica expresada en las declaratorias de emergencia, todo será una ilusión y no una verdadera respuesta.
(*)Vladimir Ameller Terrazas es economista