La crisis intelectual del proceso de cambio
Imagen: RODWY CAZÓN
El MAS se debate entre las sombras del ayer, las urgencias del ahora y las incertidumbres del mañana.
Imagen: RODWY CAZÓN
El autor reflexiona sobre las ideas políticas, o su ausencia, en la disputa por el poder en Bolivia
Dibujo Libre
Hace un par de semanas, un reconocido economista y nostálgico gonista preguntaba, ¿qué es crisis? Se cuestionaba reafirmando la existencia de una crisis que la gente no reconoce a pesar de tantos indicadores. El economista, que, desde el 2006 amenaza con crisis y el fracaso económico del modelo, indagaba para demostrar lo que para él es indiscutible. Lejos de cualquier diferencia, lo evidente es que la oposición intelectual al proceso de cambio y al gobierno del MAS tiene datos e interpretaciones, aunque ninguna de conjunto, pero que, antes que razonamientos, son deseos políticos. Este es el clima político e intelectual en la confundida y dispersa oposición, y así fue desde el principio del proceso, actualizan datos o circunstancias y sin mayor variación, porque, igual, “todo está mal”.
Hoy ocurre con la oposición intelectual al proceso político, una mímesis de cuando Falange Socialista Boliviana (FSB) denunciaba al MNR por la Revolución del 52 y sus irreconciliables diferencias ideológicas. Para FSB, que se asentaba en el falangismo español y la lucha contra el comunismo, la revolución del MNR era su antítesis. Había un abismo intelectual entre ambos partidos, pero fue un error de FSB confundir la revolución de abril con el comunismo, porque la insurrección popular que puso el gobierno al MNR fue un proyecto político nacionalista en contra de la rosca minera y el gamonalismo, que mantenían al país en un atraso casi feudal y que el crisol del Chaco decidió enfrentar desde lo nacional. Décadas después, la historia se encargó de demostrar que, más allá de los ejemplares logros democráticos como el voto y la educación universal, la seguridad social o la protección del trabajador, el gobierno revolucionario había fracasado en gestionar la estatización de la minería y, más allá de la justa redistribución de la tierra, no pudo sentar las bases para modernizar la producción agropecuaria y menos superar la pobreza campesina y peor la indígena. El MNR se destrozaría a sí mismo y dejaría a los militares con la consigna nacionalista invertida cooptando al campesino, desnacionalizando lo que pudieran y, finalmente, sometiendo al país a la Alianza para el Progreso norteamericana; con la única notable excepción de la nacionalización de la Gulf. Fin de la historia, pero, y esto es central para dimensionar el impacto y el alcance de los procesos políticos nacionalistas y populares, como el que construyó la revolución de abril, es que duró, a contar del gobierno de Villarroel, casi cinco décadas.
En el balance de la actual oposición hay una confusión parecida. Se confunde el horizonte del proceso político del MAS IPSP “indígena originario campesino” creado y sostenido por las principales organizaciones sociales matrices, con los resultados gubernamentales que en uno y en varios casos son más que deficientes, sin comprender que en la base del proceso está el agotamiento de la hegemonía de los partidos políticos de los sectores dominantes, la clase media y los ejes urbanos y que, en consecuencia, les toca inventar un sujeto político si acaso pretenden volver a disputar el poder. La revolución de abril dejó para siempre a los campesinos la tenencia y la propiedad de la tierra y ahora a los indígenas de tierra bajas en calidad de territorios y las conquistas democráticas alcanzadas no solo que no se revirtieron, sino que se profundizaron, abriendo el camino para la actual sociedad boliviana plurinacional del estado monocultural. El dilema de hoy para la oposición es cómo y con qué proyecto político se rearticula para enfrentar al proceso político vigente y frente a lo cual no ha podido avanzar en una tesis política alternativa. Acá hay una inocultable crisis intelectual porque la nueva articulación política tiene que plantear un modelo de sociedad y estado que tenga de referencia el actual y sea capaz de seducir a un electorado de fuerte filiación étnica y social.
¿Y qué pasó en lo intelectual al interior del proceso de cambio? Claramente fue de poco a menos -ya el 2010 se reclamaba por la falta de debate político interno- hasta prácticamente desaparecer con el “no hay lugar para librepensantes”, como línea política de cohesión partidaria que sacrificaba la reflexión, la autocrítica y el debate, imprescindibles para la salud intelectual y democrática de cualquier proyecto y proceso de transformación política y social. En consecuencia, no es casual que luego de romperse la verticalidad de la organización y un discurso político crecientemente empobrecido por falta de ideas, se haya llegado al penoso concurso de insultos, insinuaciones, acusaciones y conspiraciones que han hecho irreversible la fractura del MAS y que, finalmente, el debate político entre las dos fracciones y con el enriquecedor aporte de la oposición, se redujese a la suerte de una persona, el mando del aparato, la titularidad de una sigla y la acusación de traición como argumento político principal.
Un balance objetivo y crítico de lo sucedió con las ideas políticas del proceso de cambio y su desarrollo desde el gobierno, a partir del 2006, debe partir de que el proceso político empezó con un par de consignas enormes pero genéricas: “Recuperación de los recursos naturales y Asamblea Constituyente”. En resumen, el ideario nacionalista que venía de la guerra del Chaco con las nacionalizaciones, la fundación de YPFB y la creación de las principales empresas del estado; nada especialmente novedoso, aunque el escenario cobró relevancia luego de la ominosa liquidación neoliberal de nuestras principales empresas como YPFB, ENTEL, LAB, etcétera. En cuanto a la Asamblea Constituyente, el escenario político e institucional que sentaría las bases del nuevo estado y la sociedad plurinacional, empezó con la desventaja de su propia ley de convocatoria (excesivo número de asambleístas) y produjo un texto largo que acabó negociado en el antiguo Parlamento deformándose más y que si bien recoge generosamente la demanda social -de hecho el texto base lo hizo el Pacto de Unidad- es poco preciso en lo dogmático y lo orgánico, ni hablar de la Tercera Parte que instaura el modelo autonómico, poco trabajada y contradictoriamente centralista.
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El sostén del proceso y de los tres sucesivos gobiernos fue la nacionalización de los hidrocarburos, que no fue una estricta nacionalización sino una renegociación de los contratos petroleros permitió financiar la acción gubernamental multiplicando por cinco o seis los ingresos estatales. Luego vendría la seguidilla de nacionalizaciones que cada primero de mayo recuperaba una empresa o una entidad del patrimonio estatal hasta que, incluso este último gobierno, recuperó las dos AFP. Todo este importante accionar estatal y gubernamental se mostró sólido como conjunto, acompañado de la redistribución de los ingresos, la ampliación de la cobertura democrática de los servicios públicos y, consecuentemente, alcanzando el mayor logro del proceso, la inclusión social. Sin embargo, no hubo la menor discusión sobre el rendimiento del modelo, el horizonte del estado y la sociedad que se buscaba alcanzar y, por el contrario, se insistía en el discurso etnicista y corporativo que fundamentó el arranque del proceso, pero que empezaba a perforar el consenso democrático imprescindible para proyectar un nuevo estado y nueva sociedad que incluyera a todos. El golpe final a la debacle intelectual fue cuando el afán prorroguista sustituyó las ideas y las políticas de estado por el programa de la reelección presidencial. Ahí acabó todo. Las aguas deslindaron a una inmensa mayoría que apoyaba y una minoría marginal que quedó casi sin registro. Hoy, esto es lo que reeditamos, la reelección del único versus un sector ya no marginal y menos minoritario que ha creado otras expectativas en el interregno golpista y la actual gestión gubernamental y en consecuencia ha desatado las tensiones no resueltas y para lo cual no hay práctica democrática que ayude a resolver una diferencia política al interior de la organización.
En esta crisis intelectual está gran parte de la crisis política que vivimos de forma áspera y frontal. Suma el grave conflicto institucional de la postergación las elecciones judiciales y la prórroga dictada por el Tribunal Constitucional Plurinacional, dejándonos en manos de operadores políticos cuya virtud y especialidad es la capacidad de insultar, deslizar insinuaciones o, directamente, imaginar una contrareforma napoleónica, en el extremo de la hilaridad, alcanzando una dimensión de la política que bien podemos calificar de pathocracia, porque reúne lo esencialmente patológico.
(*)José de la Fuente Jería es abogado