Destruir el Estado, utopía y realidad
La utopía radical, sea neoliberal o socialista, de debilitar o anular lo público hace de la sociedad un infierno de precariedad institucional.
El Estado está bajo asedio. Fuerzas de uno y otro lado del espectro ideológico encuentran en las instituciones modernas y republicanas restricciones no solo indeseables, sino susceptibles de ser eliminadas, ora por acción, ora por omisión. La gobernanza del Estado incomoda a la gobernabilidad, y la razón instrumental se impone con sus propósitos de corto plazo y su falta de perspectiva en el tiempo y en el espacio.
La utopía, entendida como el ideal orientador de la práctica y el conocimiento, se ha convertido, irónicamente, en la visión que extrema las posiciones y prácticas ideológicas. En su libro de 1984, Crítica de la razón utópica, F. Hinkelammert (1931-2023) argumenta que tanto el pensamiento burgués como el socialista han caído en una “ingenuidad utópica”, que distorsiona la percepción de la realidad social. El filósofo alemán-costarricense afirma que las utopías deben ser vistas como regulaciones trascendentales de la praxis, no como metas concretas, y que la razón utópica comete el error de creer que se trata de metas efectivamente alcanzables y no una proyección del futuro deseable.
Ideologías
La razón utópica que analiza Hinkelammert está presente en toda suerte de ideologías y se presenta en forma de discurso transformador. La manifestación más visible está en líderes como Javier Milei o Donald Trump, que representan una seria amenaza a las instituciones estatales y los derechos humanos. Pero no únicamente: menos visibles, pero no menos polémicos son los líderes del polo ideológico opuesto, que en nombre de la revolución representan idéntica amenaza.
La diferencia fundamental está en que el argentino se nombra a sí mismo ‘anarcocapitalista’ y ha prometido destruir el Estado desde adentro, y lo intenta con ahínco y el efectivo apoyo de amplios sectores conservadores y neoliberales, mientras que el estadounidense, que todavía es solo candidato a la reelección, se muestra más proclive a las políticas discriminatorias y segregacionistas, que requieren del poder estatal; ambas producen el incremento de las desigualdades con su efecto de crecientes privilegios para unos y penurias para el resto. En la vereda ideológica opuesta, los privilegios también se incrementan a costa del mal funcionamiento de las instituciones y favorecen a quienes más cerca están del poder.
Destruyendo al Estado
Casi cuatro décadas antes de que el Presidente argentino accediera al poder para quebrarlo y dejar todo a la autorregulación del mercado, Hinkelammert había caracterizado la utopía anarcocapitalista. La creencia central del anarcocapitalismo es que el mercado puede autorregularse sin intervención estatal; se basa en una visión idealizada del individuo como un agente completamente racional y autónomo, lo que nuestro filósofo considera desconectado de las realidades sociales y económicas que afectan a las personas; el anarcocapitalismo rechaza la necesidad de instituciones mediadoras que faciliten la transición hacia una sociedad más justa; en el camino, confunde la libertad individual con la ausencia de orden, lo que puede llevar a situaciones caóticas, no a la utopía anarquista.
Asimismo, aunque el anarcocapitalismo se opone a la violencia del Estado, produce formas de violencia estructural al no abordar las desigualdades inherentes al capitalismo; se caracteriza también por criticar el orden establecido, sin ofrecer una propuesta clara para construir un nuevo orden social; su discurso se fundamenta en una visión maniquea que divide el mundo entre «libertad» (representada por el mercado) y «opresión» (representada por el Estado), sin reconocer las complejidades intermedias. Finalmente, la utopía anarcocapitalista ignora el contexto histórico y social en el que se desarrollan las relaciones humanas, lo que limita su capacidad para ofrecer soluciones efectivas a los problemas contemporáneos.
La izquierda también
Pero no solo el neoliberalismo o su versión radicalizada pugna por destruir el Estado; por razones distintas, pero con resultados similares, algunos gobiernos regidos por líderes autoidentificados como socialistas atentan contra la institucionalidad de sus respectivos países aludiendo a la necesidad de prevalecer ante los modos y las formas de la derecha, es decir del neoliberalismo. Es la actualización de la pugna entre las utopías socialista y neoliberal, en clave menos idealista y mucho más pragmática, instrumental.
Así, allí donde los unos ensayan sofisticadas formas de maldad en forma de individualismo exacerbado y culto desmedido a la estabilidad macroeconómica a costa del bienestar de la mayoría de la población, los otros reemplazan la gestión por propaganda y descuidan su deber de garantizar hasta los más esenciales derechos, con el efecto de sacrificar el bienestar y hasta la seguridad de la mayoría de la población, inerme ante instituciones no solo ineficaces, sino también corruptas.
La cuestión del Estado
Allí donde los unos comulgan, en todo o en parte, con el ideario fascista, sobre todo en su visión maniquea y sus altas dosis de violencia, física y psicológica, y que en esencia sirve para capturar el poder y sus instituciones en favor de grupos tan minoritarios como privilegiados, los otros ponen este ideario en práctica con grandes dosis de intolerancia y violencia con el adversario político, al extremo de despojarle de todos sus derechos al quitarle hasta la ciudadanía.
También, allí donde los unos buscan eliminar o cuando menos reducir la capacidad de regulación estatal, para evitar que afecten los intereses privados de unos cuantos, los otros dañan sistemáticamente las instituciones que suponen frenos y contrapesos a su propia acción y a la de sus adictos. En tales circunstancias, la noción de “casta” se vuelve polisémica, cuando no abiertamente confusa.
El resultado de este estado de cosas producto de la razón utópica, lejos de ser una distopía, es decir un futuro negativo y sombrío, es un presente caracterizado por la precariedad, la incertidumbre y la ausencia de garantías, constitucionales o no. Se destruye el Estado, no importa en nombre de qué intereses o ideales, sin realmente destruirlo, convirtiendo en un infierno el mundo de la vida.
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