El monopolio de la enunciación legítima
El exvicepresidente presenta su más reciente análisis en relación a la coyuntura, que tiene como telón de fondo las múltiples crisis presentes.
Fue Bourdieu quien comprendió que una de las cualidades definitorias de los estados modernos es su capacidad de monopolizar las fuentes de enunciación de “verdades” sociales con efecto vinculante en un territorio. No se trata de que sus declaraciones sean verdaderas; de hecho, muchas veces son falsas. Pero, regularmente, son aceptadas como “verdaderas” por una sociedad que las asume, tolera y cumple. A esto él le llamó el monopolio estatal del capital simbólico, que permite que sus acciones y enunciados sean portadores, por lo general, de una implícita legitimidad colectiva.
El núcleo de la legitimidad
Ciertamente, el Estado no es el único portador de legitimidad. La sociedad civil es siempre la fuente originaria de los consensos y, en su interior, existen múltiples motores de legitimación, como los medios de comunicación, las iglesias, las universidades, los sindicatos, los intelectuales, los “influencers”, etc. Pero se trata de legitimidades fragmentadas, referidas a los miembros de la cofradía religiosa, a los partícipes de una rama de la “opinión pública”, a los agremiados, etc. En cambio, las legitimaciones universales, generales y comunes a todos tienden a concentrarse en el Estado.
Por ejemplo, el monopolio de las titulaciones que certifican conocimientos escolares; la elaboración de leyes que supuestamente favorecerían por igual a todos los ciudadanos, o el ejercicio de la seguridad pública que disminuye los delitos. No importa si el estudiante obtuvo calificaciones por favores económicos, si tal ley resultó de sobornos a gobernantes para favorecer algún negocio inmobiliario privado o si las infracciones a la propiedad disminuyen a costa del aumento de las agresiones con uso de violencia. Al final, la certificación estatal garantiza la “verdad” del conocimiento adquirido, del beneficio colectivo de la ley o de la reducción del delito. El Estado puede llevar adelante estas arbitrariedades con recursos públicos sin que gran parte de la población se entere o, cuando se entera, lo haga aceptando lo que la información oficial y los portavoces justifican.
Esta legitimidad de las acciones estatales se verifica cuando el orden social funciona con regularidad. Pero la legitimidad se paraliza o fragmenta cuando el régimen económico o político entra en crisis. Las enunciaciones estatales dejan de ser creíbles; sus narrativas no generan adhesiones y el acatamiento a sus disposiciones se pone en duda. Es como si el Estado y sus funcionarios, hasta entonces portadores de una cierta aura de excelencia y superioridad, regresaran a la terrenalidad del descrédito y la impugnación cotidiana.
Pasó en Argentina en 2002 tras el fracaso de la convertibilidad; pasó en Grecia tras la recesión y austeridad impuestas por la “troika” europea y, en general, con el ascenso del ciclo de protestas sociales y la llegada de gobiernos progresistas o “populistas” en Latinoamérica y otras regiones del mundo. Que la emergencia de gobiernos “populistas” ocurra en medio de un malestar económico, la pérdida de ingresos y la sensación colectiva de un agravio por parte de las viejas élites no es un hecho menor. Habla de que el monopolio de la legitimidad siempre requiere una materialidad de verosimilitud, sin la cual, sencillamente, se desploma.
La respuesta de Bourdieu respecto a que el monopolio estatal del poder simbólico se basta a sí mismo para fundar su eficacia no puede explicar por qué, en ocasiones de crisis, la legitimación estatal se erosiona o desploma, lo cual equivale a cuestionar qué es lo que realmente la sostiene.
Y es que el monopolio estatal de la enunciación legítima tiene como condición subyacente el monopolio de los bienes, condiciones y recursos comunes de la sociedad. Como señaló Marx, ese es precisamente el núcleo del Estado, y sobre su gestión reposan los rangos de credibilidad o incredulidad de las enunciaciones estatales.
La condición de posibilidad de la legitimidad estatal radica en la gestión gubernamental relativamente “universal” de esos bienes y condiciones comunes (impuestos, riquezas públicas, derechos, reconocimiento, bienestar social, etc.). La estabilidad económica y los derechos básicos garantizados establecen un marco de recepción tolerante de las emisiones estatales y habilitan una lucha política partidaria en torno a esta centralidad. Pero cuando los bienes materiales y simbólicos de la sociedad se contraen y se reparten de manera agresivamente segmentada, cuando las condiciones generales de la vida social se fracturan, lo común (por monopolios) deja de ser verosímil; esto es, la autoridad estatal se corroe, dando lugar a una crisis de hegemonía.
Un régimen estatal puede convivir con la degradación de las condiciones de vida, el enojo social, la pérdida de derechos e incluso el ejercicio arbitrario de la represión, siempre y cuando se trate de segmentos minoritarios de la población: minorías sociales, ramas sindicales, estudiantes o habitantes de una región. Pero cuando el deterioro de las condiciones de vida abarca a mayorías sociales, cuando el recorte de algún derecho es generalizado y la ofensa o represión es indiscriminada, el sentido de lo común y de lo universal es puesto en jaque y, con ello, la propia plausibilidad del régimen estatal vigente. Son tiempos de descrédito de los gobernantes; el monopolio de las “verdades” estatales se resquebraja por todas partes. El gobierno deja de ser creíble y, haga lo que haga, siempre estará bajo sospecha pública o burla.
Las crisis económicas y los recortes de derechos o reconocimientos siempre anteceden a una parálisis y fragmentación de la legitimidad estatal, pues el horizonte predictivo común imaginado, alrededor del cual las familias y las clases sociales ordenan el curso esperado de sus vidas, se desquicia, se desploma y desmembra el sentido de cohesión y destino compartido. La divergencia de élites políticas y la polarización social, que en ocasiones ha llevado al ascenso de los progresismos (Latinoamérica, España, Gran Bretaña) y de los autoritarismos y populismos (Trump, Orbán, Meloni) en las últimas dos décadas, han estado precedidos de retracciones económicas y visibilidad de agravios, propios de la fase descendente del orden económico neoliberal global.
Legitimidad fragmentada
La corrosión de la legitimidad estatal no necesariamente extravía la fuente de los consensos sociales. Provoca una crisis de hegemonía, una crisis del régimen estatal, es decir, un estupor en la forma de organizar la vida en común y el destino común imaginado de las sociedades. Pero da lugar a la expansión de otras fuentes de legitimidad desde la sociedad civil, bajo la forma de acción colectiva, politización de nuevos sectores anteriormente apáticos, cambios bruscos en los temas de interés de la opinión pública, papel creciente de las redes y protagonismo de nuevos intelectuales, que disputan credibilidad con el discurso oficial. Cuando esas fuentes de nuevos consensos y proyectos de reforma del Estado y la economía se canalizan al interior del viejo sistema de partidos políticos, se producen cismas y reformas profundas en sus ideologías y propuestas económicas; así, la transición hegemónica se lleva a cabo mediante cataclismos regulados. Es el camino, por ahora, de Estados Unidos, Gran Bretaña y Argentina con el kirchnerismo. Cuando el malestar social se canaliza por fuera del esquema de partidos tradicionales, emergen nuevas fuerzas y discursos políticos rupturistas, que reconfiguran el sistema partidario, como en Brasil, Francia, Alemania, España, Uruguay o, recientemente, en Argentina. Que esperpentos políticos como Milei en Argentina puedan imponer arcaísmos monetaristas como solución a los problemas de inflación no es una astucia de manejo de redes, sino el resultado del hastío de una sociedad ante un Estado intervencionista que llevó al país a una inflación del 150%.
Pero cuando las fuentes de legitimidad se estacionan en nodos activos de la sociedad civil movilizada, como sindicatos, gremios, flujos de acción colectiva y sus representantes emergentes, la crisis de legitimidad estatal es radical. Estamos no solo ante el agotamiento temporal de una parte de las “verdades” estatales, sino además ante el surgimiento de otras “verdades” con pretensión de universalidad, de nuevos comunes cohesionadores. Por ello, no bastará un recambio de narrativas y programas de las antiguas élites, como en el primer caso, ni una ampliación de élites, como en el segundo; conducirá a una sustitución de los bloques sociales con capacidad de producir nuevos esquemas universales para toda la sociedad, un nuevo horizonte predictivo y, con ello, una nueva coalición social con capacidad hegemónica.
Es el momento de lo que Gramsci llamó un “empate catastrófico” entre una fuente de legitimidad estatal en declive, raída y devaluada, y fuentes de legitimación social portadoras de grandes reformas sociales.
Que el conglomerado de instituciones monopolizadoras de lo común (el Estado) que es capaz de movilizar recursos comunes se muestre en competencia e, incluso, en desventaja ante nodos de la sociedad civil cuya virtud es, por ahora, solo una promesa de una manera de organizar esos recursos comunes, habla del poderío político de la imaginación colectiva sobre esos recursos comunes al momento de definir la formación de los liderazgos históricos y las hegemonías duraderas.
En todo caso, lo relevante del ocaso de un sistema de legitimación estatal es la disonancia entre los esquemas de emisión estatal y el esquema de recepción social. Es como si hablaran idiomas distintos o como si las palabras tuvieran significados diferentes. El desconcierto y la pavorosa orfandad que todo ello provoca en los gobernantes quedan perfectamente ilustrados en la creencia de la esposa del presidente chileno Piñera, quien calificaba a los sublevados de 2019 como “alienígenas”.
A la vez, la parálisis de las creencias estatales no puede ser indefinida, por lo que, casi paralelamente, sectores crecientes de la población se ven impulsados a abrazar una predisposición o apertura hacia nuevas creencias compartidas, habilitando una audiencia para los renovadores de los viejos partidos, los marginados del sistema de partidos (ahora convertidos en adalides de una renovación intelectual y moral de la política), o para las enunciaciones resultantes de la acción colectiva.
Y es que allí donde la transición de esquemas estatales de legitimación viene acompañada de estallidos sociales, son estos movimientos sociales los que también actúan como intelectuales colectivos capaces de promover rupturas y adhesiones cognitivas en amplios sectores populares. La acción colectiva siempre actúa como una epifanía cognitiva, como una gramática de nuevos cursos de acción posibles para la sociedad sobre los modos de organizar la vida en común, es decir, sobre la disputa de los universales legítimos de una sociedad. Lo que en la literatura se estudia como “doble poder” es una variante radical de este factor disruptivo de lo decible y lo posible que acompaña los momentos de efervescencia social.
En resumen, a estas tres formas de transición de un régimen de legitimación estatal les corresponden distintas formas institucionales y discursivas de formación de un nuevo régimen de legitimidad.
Legitimidad extraviada
Pero también puede suceder que al crepúsculo de un régimen de legitimación estatal no le acompañe un sustituto, ni desde el viejo sistema de partidos, ni desde los “outsiders” ni desde una movilización social ausente. En este caso, la sociedad entra en un período temporal de descomposición fragmentada en cámara lenta, como sucede hoy en Bolivia. Sin embargo, está claro que esto tampoco puede ser duradero.
Le puede interesar: El TSE envío una ley corta a la Asamblea para garantizar las elecciones judiciales