«El Florecimiento del Cerezo», una innovadora propuesta de teatro que fusiona el bunraku japonés con elementos de la cultura andina, se presenta hoy domingo 19 de enero en Teatro Nuna. La obra, que tuvo un estreno discreto a finales del año pasado, regresa ahora con una puesta en escena más elaborada que promete cautivar al público con su singular propuesta bilingüe en quechua y español, acompañada de danza contemporánea y música en vivo.
Kike Gorena, director de Teatro La Cueva y artífice de esta producción, es un destacado dramaturgo potosino que ha dedicado más de dos décadas a la creación teatral en Bolivia. Desde la fundación de esta iniciativa en el año 2000, Gorena ha desarrollado una trayectoria marcada por la innovación y el compromiso con la creación de obras originales, muchas de las cuales han sido premiadas y presentadas internacionalmente.
La obra representa un giro significativo en la escena teatral boliviana al entretejer elementos del teatro tradicional japonés con la cosmovisión andina. Esta fusión no solo refleja la madurez creativa del teatro contemporáneo en Bolivia, sino que también evidencia la evolución del sector hacia producciones más especializadas y profesionales, donde cada rol -desde la dirección hasta la gestión cultural- cobra una importancia específica en el desarrollo de propuestas escénicas cada vez más ambiciosas.
— ¿Cómo nace la idea de hacer poner “El Florecimiento del Cerezo” en tablas? ¿Cuáles son los principales detalles de la obra?
— Es una obra muy particular, ya que, entre estas disciplinas, el teatro antiguo japonés llamado bunraku, nunca se había presentado aquí. He partido usando esta línea estética del bunraku porque desde hace tiempo había sentido que existe una conexión entre la cultura asiática y la cultura andina. Esto surgió a partir de escuchar música autóctona andina, donde he podido percibir dejos similares a la lírica japonesa y la lírica del kabuki.
Desde ahí, he pensado en cómo poner aquello en escena. Así llegué al bunraku, que tiene elementos muy clásicos: un taiyu o narrador, acompañado por un músico que toca el shamisen en Japón. Ellos cuentan una historia en la cual el narrador hace las voces de todos los personajes: varones, mujeres y ancianos. Es solo una voz la que se escucha en el bunraku mientras se manipulan marionetas. En mi caso, en vez de marionetas, he usado bailarines contemporáneos.
He dirigido a bailarines que practican una técnica llamada puppet de danza urbana, que trata de emular los movimientos de una marioneta. Por eso, para hacer esta versión de bunraku andino, interpretado en quechua y español, he optado por estos bailarines.
Esta es la apuesta: tender un puente cultural entre estas dos culturas, la asiática y la andina. Además, el sustento filosófico que tienen ambas culturas está siempre ligado al respeto por la naturaleza; ahí es donde se encuentran los puntos de convergencia, así como en la fonética del idioma japonés con el aymara y el quechua.
Incluso hay palabras que tienen significados muy parecidos o similares. Hay muchos puntos de conexión donde se siente la resonancia entre estas dos culturas. También hay autores como Enrique Dussel que hablan de acercamientos comerciales que habrían tenido los asiáticos mucho antes del descubrimiento de América por Cristóbal Colón.
Usar el bunraku también representa una bocanada de aire fresco, ya que siempre he trabajado en mis obras con el humor. Esta vez quería apelar a algo más contemplativo, buscando que el espectador afine su rango de percepción a uno más estrecho, donde no suceden cosas grandilocuentes en el escenario ni hay despliegues de efectos importantes.
Lo que busco es que el espectador se adentre poco a poco en este tipo de trance, similar a lo que se vive en un ritual donde todos están inmersos: los intérpretes y los espectadores. La apuesta es que quienes presencien la obra lleguen a captar estos detalles que podríamos considerar minimalistas.
— ¿Cómo fue el proceso de escribir la obra y ponerla en quechua y español?
— La dramaturgia vino después, como añadidura. Yo tenía claro lo que quería hacer y cómo se veía en mi cabeza esta obra, pero faltaba asentarlo en un argumento. El universo de esta obra habla de alguien que viene del área rural y se encuentra un poco turbado y perdido en la ciudad. Se siente enfermo, más aún por la pérdida de sus padres; el personaje está tocando fondo. Este personaje de niño creía llevar un samurái dentro, como símbolo de poder.
Durante toda la obra se desarrolla la recuperación de este samurái perdido, como la redención que hace el personaje. Para esto debe aislarse de la ciudad yendo hasta la cima del Illampu, donde tendrá un encuentro con la naturaleza, con sus voces y con el universo. Para escribir la obra tuve que estudiar mucho sobre la filosofía y la cosmovisión andina, donde hay mucho simbolismo. En la parte más cruda de su pena, cuando el personaje está en el cementerio, le cae un rayo que, según la cultura andina, no mata sino que hace sabio. A raíz de esto, recibe la revelación de que su cura está en la cima de la montaña.
He tenido que estructurar la obra en episodios como cantos, ya que el bunraku es cantado y narrado. Una vez dividida en cantos, me acerqué al compositor musical Marcelo González, quien hizo la propuesta musical. Para trabajar con los bailarines, al ser mi primera experiencia en este ámbito, recurrí a María Elena Filomeno, reconocida bailarina contemporánea, quien como asistente coreográfica me ayudó a diseñar todo el espectáculo.
— ¿Qué viene hacia adelante para la obra? ¿Cuántos artistas componen el elenco? ¿Cómo ha sido el trabajo?
— Tengo la ambición de que la vean la mayor cantidad de personas posible. Esta obra tiende un puente entre lo urbano y lo rural, por lo que me gustaría que viaje mucho al campo. Por eso ha sido una decisión muy importante y meditada hacerla en aymara o en quechua. Yo vengo de Potosí, donde toda la parte del sur habla quechua, así que finalmente me decidí por este idioma por el apego a mi región, pensando que en algún momento circularemos por esos lugares.
En escena están dos bailarines: Kelly Márquez y Edwin Villarroel, conocido como Chukuta. También están los dos músicos, Marcelo y Anki González, de Ceviche Mixto. Fuera de escena hemos trabajado en escenografía con Soledad Calle, una escenógrafa muy reconocida en cine y teatro. El maquillaje lo ha realizado Kantay Melgarejo y el vestuario, que es una propuesta magnífica, lo ha hecho Belén Iñiguez. Ha sido un equipo muy sólido.
Me siento muy agradecido porque creo que he llegado a las personas indicadas. Como director, siempre trato de ser cuidadoso al formar un elenco, ya que se compartirán muchas horas de trabajo y debe cuidarse la salud moral del equipo. En este caso, todas las decisiones han sido acertadas.
— ¿Con qué apoyos contaste?
— La obra ya se presentó a finales del año pasado, creo que en noviembre o diciembre. Cabe recalcar que siempre es difícil empezar un proyecto porque no se puede contar solo con la taquilla para pagar al equipo. En este caso, contamos con el impulso de un fondo del Banco Central de Bolivia. Con este apoyo hicimos la obra y la presentamos en noviembre, aunque no fue un estreno muy anunciado porque había muchas obras en esa época. Esta presentación es de alguna forma un estreno porque nos estamos dando el tiempo de preparar el espacio adecuado. Ya hemos presentado esta obra en la Casa de la Cultura Modesta Sanjinés, y creo que el Nuna es el espacio ideal para ella.
— ¿Qué planes tienes para la obra?
— En marzo queremos hacer una pequeña gira por los espacios que ya manejamos en Santa Cruz, Cochabamba y Samaipata. Esa será la primera salida de la obra y después iremos también por Sucre y otros lugares. Esta obra tiene una proyección internacional; todavía no se ha hecho en Bolivia una obra de este estilo, así que pienso que puede ser muy llamativa para festivales, a los que siempre la postularemos.
— Cuéntanos un poco sobre el Teatro La Cueva, ¿cómo empieza y cuál es su trayectoria?
— Yo estudiaba en Sucre cuando fundamos el Teatro La Cueva en el 2000, del cual han surgido dos directores: Darío Torres y yo. Somos los dos directores y únicos integrantes del grupo, aunque no funciona tanto como grupo o compañía, sino más bien como una marca. Darío hace sus producciones y yo las mías. Cuando estábamos en Sucre sí trabajábamos con la idea de grupo; todas las obras las hacíamos con los mismos seis integrantes. Ahora nos hemos abierto a este formato, que es más el modo paceño de hacer teatro y que nos viene bien a ambos porque escribimos nuestras propias obras. Muchas veces ya escribimos pensando en a quién vamos a invitar; a mí me interesa ser muy preciso en el casting, por ejemplo, si necesitamos un personaje mayor de 60 años, busco un actor de esa edad en lugar de hacer que un compañero más joven interprete ese papel. Así ha funcionado La Cueva durante muchos años. Hemos presentado varias obras, todas de nuestra autoría; muchas han salido del país y otras han sido premiadas.
— En un escenario más grande, ¿cuál es tu panorama del teatro en Bolivia? Con tu trayectoria, seguramente has tenido la oportunidad de ver mucho del arte y la evolución de las tablas.
— Creo que el teatro boliviano está bien posicionado y goza de buena salud. Por ejemplo, aquí en La Paz hay nuevas generaciones dedicadas al teatro. Cuando yo empecé también veía a los mayores, que ya eran muy conocidos, y uno se sentía minúsculo, con un largo camino por delante para llegar a esos lugares destacados. Siento que ahora hay una nueva camada y todavía hay otra después de esta, así que siempre hay renovación.
Para hablar del teatro en general, creo que las perspectivas apuntan a la separación de roles. En mis épocas, todos hacíamos de todo: publicidad, vestuario, escenografía, escritura… nos involucrábamos en todo. Pero ahora se están separando los roles y se hace cada vez más urgente el papel del gestor y productor cultural. Son estas personas a las que acudes cuando tienes una idea o proyecto; si el productor cree en tu idea, te apoyará y conseguirá los elementos necesarios para que se ejecute y llegue a buen término.
Mientras más nos especialicemos y más experimentados sean estos productores y gestores, las obras partirán con un piso más sólido. No es lo mismo empezar una obra sin presupuesto que con un fondo que al menos cubra el sueldo del escenógrafo, vestuarista y técnico de iluminación. En ese caso, solo queda estrenar y empezar a ganar de la taquilla para compartir con el equipo. Es distinto cuando empiezas sin dinero, pues la taquilla del estreno y de todas las temporadas del primer año va pagando los gastos en los que has incurrido.
Al menos en La Paz hay fondos concursables, hay formas de buscar financiamiento para no hacerlo solo «por amor al arte», como a veces se quiere exigir a los artistas. A veces no se suele reconocer el valor de una entrada, puede parecer cara, pero el trabajo de una obra de teatro implica al menos cuatro meses de ensayos. Las personas que van a los ensayos durante esos cuatro meses han gastado en transporte, alimentación, entonces la taquilla de alguna forma debe cubrir toda esa inversión.
Es aún más complejo en el caso del que escribe y dirige, porque requiere mayor tiempo de maduración. Una obra, si te apuras, puedes escribirla en seis meses, pero lo normal es que tome más, incluso un año. Si en un año escribes y en otros cuatro meses ensayas con los actores, estamos hablando de casi un año y medio de trabajo ad honorem que tiene que justificarse. Si no es económicamente, creo que muchos artistas ven la satisfacción y los frutos de otra índole, como puede ser el conocimiento, los viajes, la libertad que te da moverte con el teatro. La libertad creativa es muy valiosa para mí, en todo ámbito donde tengo la dicha de poder expresar mis ideas y después tener un público que las escuchará y verá lo que hago.
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