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¿Ser o no ser niño trabajador?

A una semana de la Navidad, un puñado de niños y adolescentes trabajadores con toda la dignidad a cuestas protagonizaba una de las manifestaciones más decorosa de los últimos años, poniendo al desnudo a un Estado insensible, ya que en esa vorágine de lograr leyes, muchas de ellas no comprenden la complejidad de los temas que abordan, lo que devela una insensibilidad que asusta. A partir de su propia vivencia cotidiana, miembros de la Unión de Niños y Niñas Trabajadores de Bolivia (Unatsbo) se movilizaron para rechazar el artículo del nuevo Código de la Niña, Niño y Adolescente que plantea limitar la edad para ocuparse y ganarse el sustento diario. Durante la protesta, fueron gasificados por la Policía boliviana, lo que causó una ola de indignación.

Más allá de las connotaciones de esta represión inaudita, que inclusive fue usada grotescamente por la oposición, esta protesta dejó entrever la gama de matices que rodean al trabajo infantil. Por ejemplo, Henry Apaza, de 13 años, que vende cigarrillos en El Alto desde los siete años le explicó al propio presidente Evo Morales sus objeciones: “No pueden dejar sin trabajo a quienes por las circunstancias de la vida tenemos que trabajar. Le hemos dicho que hay chicos y chicas de cinco años que venden chicles y dulces al lado de sus madres o de sus hermanos”. Estos niños pusieron en entredicho la parálisis reflexiva de un Estado cuya visión se reduce a la fórmula esquemática de que el “niño en vez de trabajar debe estudiar y jugar”, y que no ve los entretelones de este asunto, pese a que en una sociedad tan compleja como la boliviana (signada por la pobreza, el abandono y/o la crisis familiar),  el trabajo infantil es una de sus derivaciones.

Obviamente todos queremos que nuestros niños se dediquen a jugar y estudiar. Sin embargo, soslayar aquel contexto que los impulsa  a trabajar es como intentar tapar el sol con un dedo. Es muy difícil ser niño en esas circunstancias, según los cánones convencionales. De allí que no solo la preocupación, sino también la lucidez de los niños trabajadores sean la punta del iceberg. Aunque, como el propio presidente Morales afirmó, “el trabajo de los niños y jóvenes no puede eliminarse, pero eso no quiere decir que se vaya a permitir la explotación laboral”. En rigor, hay casos extremos como la minería o la zafra, donde los niños trabajan en situaciones extremadamente precarias de explotación.

El trabajo infantil en Bolivia deviene de diferentes aristas perversas para que un buffet de “doctorcitos” y de legisladores traten de resolver solos este enmarañado asunto. Mientras tanto, los niños trabajadores, a través de su movilización, pusieron en la agenda informativa una asignatura que por sus variadas implicancias necesita de una gran sensibilidad de los legisladores y de los gobernantes, tanto del oficialismo como de la oposición, quienes se mostraron incapaces de entrever la complejidad de este asunto. La protesta también puso entredicho el poco tino de la Policía, que una vez más, como ocurrió en el curso de la movilización a favor del TIPNIS, develaron la carencia de una actitud inteligente para resolver conflictos sociales, ya que asumen el sendero más fácil y más peligroso: la represión.

La gran disyuntiva del trabajo infantil, por lo tanto, no admite ni la apología ni  el rechazo, sino todo lo contrario. Es decir, concebir el trabajo infantil en su génesis y en sus secuelas, precisamente allí donde se necesita mucha inteligencia, pero, sobre todo, mucha sensibilidad para descifrar esa disyuntiva hamletiana: ¿Ser o no ser niño trabajador?