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Cinco personas con sida narran sus historias

La Comunidad Encuentro es una residencia para enfermos con VIH-sida. Son pacientes «terminales» que luchan para permanecer con vida el mayor tiempo posible. A mediados de noviembre eran 22, pero en agosto otros ocho habían muerto por complicaciones del mal. 

Sentado y con los codos apoyados en las rodillas, Alejandro agacha la cabeza y mira sus delgados dedos que se mueven como si tuvieran vida propia. Piensa. Duda. Intenta buscar una respuesta y vuelve a mover los dedos. Como en cámara lenta levanta la cabeza y fija sus ojos negros en el periodista. «No me voy a morir», dice saboreando cada letra como si estuviera poseído por un sentimiento de venganza.

Deja de mover las manos, se inclina en el respaldo del asiento y su mirada va al cielo sin nubes; otra vez agacha la cabeza y observa el pasto verde y uniforme. «No me quiero morir», señala y empieza a llorar despacio, sin lágrimas. Junto a él están una amiga y una enfermera. Se acercan a ambos lados de sus hombros y le recuerdan que no está solo. Le hablan de Dios y de los milagros que incluso le pueden tocar a él.

Alejandro es uno de los pacientes que están en la Comunidad Encuentro, a 13 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz. En la institución sólo se recibe a pacientes con VIH-sida. Son gente que vive con la muerte soplándole en la nuca. El miércoles 17 de noviembre eran 22 las personas internadas. La Razón habló con cinco.

Antes de quebrarse en llanto y de empezar a rezar en silencio, Alejandro cuenta su historia como si se tratara de una resumida biografía del abandono. «Nací en La Paz. Mis padres son de allá y yo me vine a Santa Cruz. De eso hace tiempo ya. Le cuento que no conocí a mis padres; mi madre murió cuando yo apenas tenía dos años y mi padre vivía con otra mujer. Me crié solo».

Bueno, no se crió tan solo, sino que dos mujeres se hicieron cargo de él y lo tuvieron como a un «recogido». Cuando pasó la adolescencia decidió buscar su propio rumbo y, al concluir el cuartel, se fue a Santa Cruz. Mientras habla se acaricia su morena quijada, tiene los cabellos opacos.

«Siempre estuve solo, no tengo ni esposa ni hijos, nada. Nadie me viene a ver». Lo único que tenía hasta hace unos tres meses era un trabajo de albañil y algunos amigos ocasionales. Ahora, a sus 22 años, todas sus pertenencias se resumen en una muda de ropa que le queda ancha porque cierto día, y sin razón aparente, empezó a perder peso y enflaqueció.

Cuando se le pregunta cómo fue que contrajo el VIH-sida guarda silencio por un momento prolongado. Entonces busca las palabras y las encuentra; primero empieza a responder despacio y luego va de prisa: «Como le decía, tenía mis amigos y cuando acabábamos de trabajar me llevaban a tomar y luego íbamos con mujeres. Ahí ha debido ser, no me he cuidado, no usaba preservativos y ahora aquí estoy».

Fue hace un año cuando el médico lo examinó, recibió un diagnóstico previo y se sometió a exámenes de VIH. Cuatro semanas después supo que era positivo. Así se convirtió en uno de los 5.835 afectados con la enfermedad en el país. «Me sentí solo, estaba solo, nadie estaba a mi alrededor, sólo el médico, nadie más».

María. Detrás de María se ve descender un caudaloso río además de palmeras con las hojas quietas que destacan por su tonalidad verde brillante. Las rocas, sin embargo, no impiden el paso raudo del silencioso río, mientras que los puentes son sólo imágenes pintadas detrás de ella.

A María le gusta su habitación, así con el dibujo del río en una de las cuatro paredes y las otras pintadas de celeste, el catre de una plaza y una gran ventana desde donde se ven los árboles gigantes que le dan sombra a la Comunidad Encuentro. Dice que se siente como en casa.

Aquel mediodía del miércoles 17 de noviembre ella tenía puesta la camisola de la Comunidad y un buzo azul. Estaba tan delgada que parecía un maniquí, con los brazos escuálidos, la mirada hundida y oscura. Parecía que se hubiera escapado de alguna fotografía que retrata el drama de la hambruna en África.

Está, literalmente, hecha de piel y huesos. Hace unos ocho meses se internó en la Comunidad Encuentro, pero todavía no puede subir de peso. Los vómitos no la dejan en paz y pasa los días tejiendo el pasado y soñando con su futuro.

«Yo soy de Potosí, no conozco cómo será Potosí porque me fui así nomás y llegué acá a Santa Cruz, donde tengo mi familia y mis hijos, en el Kilómetro 6». No dice nada sobre el papá de sus hijos, hay recuerdos que quiere ahuyentar de su memoria; sólo explica que no hay una noche que no lance una oración al cielo. «Tengo que vivir por mis cuatro hijos. Sé que Dios no me va a fallar, él me va a dar la voluntad, no me puede dejar sin verlos».

Según las enfermeras que trabajan en la Comunidad Encuentro, la mayor parte de las personas que allí llega se aferra a la vida y a Dios.

Un recuerdo de su paso por la institución son las fotos de algunos. En el amplio estar de la Comunidad se ven los rostros de los internos que pasaron por allí. Hay caras juveniles, niños, hombres y mujeres que tienen en la mirada la misma esperanza de María.

Santiago. Al cruzar los 40 años Santiago se enamoró de un tipo que hoy en día no significa nada para él. Echado, con dos sueros picándole en los antebrazos, él apenas puede hablar porque una tos insistente no le deja expresar sus ideas. Está luchando contra una recaída.

Toda su niñez la pasó en el campo, allá en San Antonio de Lomerío, en Santa Cruz. Dice que se las arregló por su cuenta para salir adelante y estudiar Derecho. «Ya me he graduado de la (Universidad) Gabriel (René Moreno) y cuando salga de acá voy a titularme. Después voy a ponerme a…», empieza a toser y se olvida de su idea.

Quiere vomitar. Pide un poco de agua. Últimamente sólo quiere tomar agua y recordar la época feliz de su vida, cuando estaba enamorado de un chaqueño y pensaba que iban a pasar una vida juntos. «Ahora he renunciado a él porque esto (su relación) me llevó a una enfermedad y lo he renunciado. No quiero volver con él».

Ya ha planeado muchas cosas para cuando salga de la Comunidad. Señala que va a priorizar a Dios y sus estudios. Echado en su cama de una plaza, con una plegaria encima de su lecho, Santiago ya no puede hablar, y le ha venido otro ataque de tos.

Carmen. Carmen es bonita. A pesar de aquellos granitos que le han salido en el rostro, en los labios y dentro de la boca; es bonita a pesar de que está muy delgada y sus brazos se ven débiles y largos. Además de bonita es coqueta, por eso amarra su cabello casi rubio en una cola de caballo y lanza la mejor sonrisa que una muchacha de 23 años puede tener.

Ella fue mamá poco después de cumplir los 15 años. Y hace poco más de año y medio, cuando le detectaron VIH-sida, estaba embarazada de cuatro meses. Era su tercera hija.

El día que le dieron la noticia sintió que el mundo se le venía encima. Indica que nunca pensó en la persona que la contagió y decidió someter a sus tres hijas a las pruebas. «La mayorcita ha dado positivo», sostiene mirando al piso y de repente su rostro coqueto se llena de tristeza.

El futuro se ha convertido en una palabra sin sentido. «No sé si estaré en Navidad o después, no sé», manifiesta y sus ojos empiezan a aguarse; pero se aguanta. Acota con otra sonrisa: «Acá me he vuelto bien llorona».

Carlos. «Ya es mi segunda enfermedad grave, antes me han operado del intestino delgado y he salido bien», relata Carlos, uno de los más optimistas en la Comunidad. Cuando La Razón habló con él, tenía un mes y 10 días de «internado», y miraba el noticiero meridiano de un canal. Echado en su silla de mimbre, pone su mano a manera de almohada e intenta recordar cómo fue que se contagió. Es una pregunta que se hizo cientos de veces y hasta ahora no halla la respuesta.

«Era comerciante y viajaba a La Paz y Cochabamba, en uno de esos viajes ha debido ser. Nunca pensé que algo así me iba a pasar». Habla, apaga el televisor y se acerca a la ventana con malla milimétrica. Observa el patio de la Comunidad, el cielo está claro y cuenta sobre su familia. Dice que estaba casado y que se separó hace cinco o seis años, «pero ya les hicieron exámenes a mis hijos y ellos no tienen nada».

La única que viene a visitarlo es su mamá. «Aparece por acá cada 15 días y yo le digo que ya voy a salir porque me voy a sanar y me iré otra vez a vender». Reza, reza cada día para que se le cumplan sus sueños.

El martes 30 de noviembre, La Razón se comunicó con una enfermera de la Comunidad. Ella contó que María y Santiago fallecieron la semana pasada. Ambos, hasta el último momento, se aferraron a la vida.

En el país hay 5.835 personas con VIH-sida

El primer día de diciembre es el Día Mundial de Lucha contra el Sida. En el país, este mal se ha ido multiplicando en las dos últimas décadas. En Bolivia, allá por 1984 se descubrió el primer caso de una persona con VIH-sida. Desde entonces hasta septiembre del 2010, existen 5.835 contagiados.

Según los datos del programa nacional ITS/VIH/Sida, del Ministerio de Salud y Deportes, en el país ya han fallecido por causa del sida 614 personas; mientras que sólo durante esta gestión (hasta septiembre) 113 contagiados perdieron la vida a causa de esta enfermedad. Hay más datos que revelan la destrucción de este mal: en el país, los casos nuevos reportados hasta septiembre del 2010 son 945.

El departamento con más casos es Santa Cruz, seguido de Cochabamba y La Paz (ver infografía de la izquierda). La relación hombre mujer es de 2 a 1. Es decir, que por cada mujer VIH (positivo) hay dos hombres que viven en la misma condición.