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Éstas son personas de bien y éxito que una vez vivieron en las calles

Desde hace 17 años, la Fundación Arco Iris trabaja en bien de miles de niños, niñas y adolescentes que, por distintas razones, se vieron obligados a vivir y trabajar en las calles o sufrieron violencia en sus hogares. De cientos de triunfadores, La Razón escogió a cuatro; éstas son sus vidas. 

«Para muchos el padre José (Neuenhofer, promotor de la Fundación) es el único y verdadero padre que hemos conocido. Y gracias a él soy una mejor ciudadana y no un problema», es el testimonio de Maruja Mamani, que se especializó en tejido industrial en uno de los hogares de Arco Iris. Las chompas que Maruja confecciona tienen calidad de exportación.
«Ellos me sacaron de la calle. Ahora dirijo la panadería de la Fundación que cada día produce miles de panes y pasteles que tienen el toque de la fina repostería alemana», cuenta por su parte Alberto Cahuya.

Ambos coinciden en que nada hubiera sido posible «sin la voluntad y la decisión» que le pusieron a la necesidad de cambiar su destino. Así como la alimentación, el techo y el apoyo que recibieron y reciben los miles de beneficiarios de Arco Iris, no serían posibles sin la solidaridad de ciudadanos y empresas comprometidas con la labor de la Fundación.

banquete. A fin de recaudar fondos —que servirán para atender a los 300 niños que viven en los hogares, 900 a los que llegan con alimentación, 1.500 que reciben apoyo escolar, social y psicológico y unos 4.000 que reciben apoyo legal— la Fundación organiza una cena de beneficencia que ha denominado Banquete de Migajas. Año que pasa, el evento se constituye en una tradición.

La actividad de carácter social y sin fines de lucro se realizará en el hotel Radisson el día miércoles 15 de junio a horas 19.00. La adhesión personal tiene un valor de Bs 100, que incluye el derecho a participar de una rifa.

Otro proyecto ejecutado

A través del proyecto «Trabajadores de la calle», la Fundación se acerca a niños, niñas y adolescentes que trabajan a cambio de una remuneración. Coordina con 15 asociaciones de lustracalzados que congrega a unas 800 personas, así como a vendedores de dulces, voceadores y otros para facilitarles acceso a servicios de salud, formación en derechos humanos, ciudadanos y asistencia legal.

Alberto Cahuaya
es el jefe de la panadería de la Fundación y chef profesional
‘El tata cura y sus ángeles me hallaron en la calle para salvarme’

Es jefe de la panadería de la Fundación Arco Iris. Cada día, él y su equipo, emplean alrededor de 50 quintales de harina para producir panes y pasteles que tienen las características de la fina repostería alemana. Alberto y otros jóvenes que vivieron en el hogar de niños fueron capacitados por maestros alemanes.

«En esta unidad productiva trabajamos hombres y mujeres que nos hemos beneficiado de la  Fundación Arco Iris, a los que nos sacaron, o mejor diría, nos  rescataron de la calle y nos dieron un techo, comida, y educación; a cambio sólo nos pedían fuerza de voluntad para ser mejores. Algunos lo hemos logrado, otros no» relata Alberto mientras trabaja en su oficio.

Pese a la gran responsabilidad que tiene todos los días al estar al frente de la panadería, con sencillez y amargura recuerda que quedó huérfano cuando tenía 3 años y que para sobrevivir tuvo que vivir en las calles. «He trabajado desde muy temprana edad, fui lustrabotas, vendedor de helados, limpié autos, en fin, hacía todo lo que se podía para poder sobrevivir».
Recuerda que «a los 8 ó 9 años ya había conocido y probado muchas cosas. Me mantenía boleando (mascando coca) e incluso andaba chueco hasta que conocí al tata cura y a sus ángeles, ellos me encontraron en la calle para salvarme».

El tata cura al que se refiere es el padre José y los ángeles, los psicólogos, pedagogos, educadores y otros que día a día trabajan con los niños que llegan a los hogares de la Fundación.

Dice que pertenece a una de las primeras generaciones de niños a los que Arco Iris ayudó. «Tenía como 12 años, me encontraron en la calle, me dieron un techo, me encaminaron. No es tarea fácil enseñar a respetar reglas y normas a gente que ha vivido en la calle, porque la vida en la calle es muy dura. Mis dos hermanos fueron vencidos, a estas alturas ambos han muerto, eran alcohólicos. Uno de ellos falleció por el frío, al otro le dio un paro cardíaco».

Alberto, quien además es chef, cree que tuvo suerte, pero también voluntad para cambiar su destino. «Cuando eramos jovencitos, la Fundación nos empezó a capacitar en panadería. El 2009 teníamos un maestro alemán que se quedó hasta el año 2000, fue un gran maestro. Como todos saben, los alemanes son estrictos y les gusta la calidad y la puntualidad. Creo que es lo más importante que hemos aprendido y por eso ahora nuestra producción es de calidad».

«Además de panadería, con ayuda de la Fundación estudié en la Escuela Hotelera y soy chef profesional», agrega.

Alberto comenta que la panadería produce el pan que consumen los niños y niñas que viven en los hogares que tiene el centro, pero además el producto se vende en supermercados y en las tiendas que la Fundación abrió, una ubicada en frente al mercado de Sopocachi, otra frente al mercado de Achumani y una en la calle 21 de Calacoto, además de en un café restaurante que está en la calle Bolívar, a unos pasos de la plaza Murillo.

«Unas 15 personas trabajamos toda la noche, a las 05.00 de la mañana el pan está listo. Trabajamos en función de satisfacer las necesidades de nuestros clientes y seguimos enseñando a nuevas generaciones».

Ana María Nina es trabajadora social y ayuda a niños que viven en el hogar donde ella se crió

‘Pese a la tragedia, los niños siempre añoran vivir con sus padres’

J.O. n «Mi madre murió cuando tenía 7 años y a mi padre se le hizo difícil cuidar de cinco niñas. A tres nos trajo aquí (hogar de niñas Arco Iris) y a otras dos las llevó al hogar Virgen de Fátima, es decir, que éste es el único hogar que tuve», dice Ana María.

Con una sonrisa sincera y segura de sí misma da «gracias a Dios por este hogar que me ha dado una niñez feliz, no lo cambiaría por nada, ha sido sana, linda. Mi educadora fue la madre que a mí y a otras compañeras, incluidas mis dos hermanas, nos ha guiado».

Con satisfacción recuerda que logró el bachillerato e ingresó a la Universidad Mayor de San Andrés a estudiar Trabajo Social, para ayudar y tratar problemáticas que vio muy de cerca, pues en el hogar compartió su vida con niñas que venían de hogares destruidos, víctimas de padres alcohólicos, de padres privados de libertad, abusadas sexualmente o simplemente de la calle, «el hogar grande» donde se vive bajo las reglas que les impone el desafío de la sobrevivencia.

Es fuerte, pero muy sensible y un par de lágrimas le brotan de los ojos, cuando cuenta que hoy, siendo profesional, «el destino y mi esfuerzo me ha dado la oportunidad de trabajar para el hogar donde me he criado. Desde mi puesto de trabajadora social atiendo los casos de niñas que llegan a la Fundación Arco Iris».

Con satisfacción cuenta que conseguir este trabajo le demandó seguir el procedimiento que cualquier otra profesional hubiera hecho; fue así que se presentó a una convocatoria pública y tuvo que competir por el cargo. Con cierta humildad, cree que el haber vivido en el hogar, le ha permitido «sumar algunos puntos al momento de la calificación».

«Ahora me siento realizada, pero lo que me parte el corazón es ver a las niñas sufrir por el deseo que tienen de volver a sus hogares, aunque en el mismo hayan sido víctima de violencia, a veces de abuso sexual, y donde las mamás, por distintas razones, protegen a los agresores. Pese a toda la tragedia, los niños siempre añoran vivir con sus padres».

Con la madurez que le ha dado la vida, se remonta a su niñez y dice no recordar la ausencia de una madre. «Creo que no he conocido eso que muchas niñas sienten, tal vez porque quedé huérfana muy niña. La relación de afecto con mi padre también es distante. El tiene otra familia y nosotros respetamos eso. Yo y mis hermanas nos hemos criado en los hogares y hemos tenido la oportunidad de estudiar. Dos somos trabajadoras sociales, mi otra hermana estudia Contabilidad. Si bien la mayor no estudió en la universidad, hoy está casada y ha formado su familia. Yo le debo a este hogar lo que soy», dice Ana María.

Maruja Mamani es pieza clave en la producción de chompas, en un proyecto de la Fundación Arco Iris

 «Cuando tenía 10 años una monjita se cruzó en mi camino para sacarme de la calle y me llevó a vivir al hogar. Mi padre es alcohólico, me maltrataba mucho y yo me escapaba de casa. Vivía en la calle y me alimentaba en un comedor popular», relata Maruja.

Hoy ella tiene 29 años y es un ejemplo de profesional y pieza clave para los desafíos que ha decidido emprender la unidad productiva de la Fundación Arco Iris. Fue capacitada en Alemania para manejar una moderna máquina de tejido industrial que produce prendas en fina lana de alpaca y con calidad de exportación.

«Yo siempre digo que vivir en este hogar es lo mejor que me ha pasado en la vida. Era chiquita, pero de alguna manera sabía que aquí adentro iba a estar mejor que en mi casa o que en la calle», comenta al recordar que siempre supo aprovechar las oportunidades que tuvo para capacitarse.

«De niños somos felices, vamos a la escuela y aquí tenemos profesores que nos dan apoyo escolar. Un año antes de salir bachiller, el hogar nos capacita y tenemos opciones, está la panadería o el taller de artesanía. Para los varones hay carpintería, pero además la Fundación nos apoya en otros cursos de capacitación, yo estudie chamarrería industrial, peluquería y secretariado. Ahora estoy con tejido industrial», cuenta con satisfacción.

Sin embargo, su felicidad es incompleta, pues recuerda que sus hermanos no corrieron su misma suerte. «Mi hermano mayor también se escapaba de casa porque mi padre era muy violento. De chiquito se fue a Cochabamba, vivió en un hogar, pero no le fue tan bien, creo que para los varones es más difícil; mis otros hermanos viven con mi mamá».

Al salir del hogar, cuando cumplió la mayoría de edad, ingresó a la universidad para estudiar Marketing, pero curso sólo un año de la carrera porque decidió capacitarse y actualizarse en las técnicas del tejido industrial.

«Mi esfuerzo para actualizarme permanentemente me ha dado la oportunidad de trabajar para la Fundación y siento que con mi trabajo retribuyo, especialmente al padre José, que es el verdadero papá que tenemos todos los niños y niñas que vivimos en el hogar».

Asegura, con solvencia, que ahora que tiene la oportunidad de enseñar sus saberes a las niñas del hogar, es lo que más le llena de satisfacción y que entre sus desafíos está llegar a producir chompas con fino acabado y con calidad de exportación. «Hacer una chompa con menguado no es lo mismo que hacer una tela y cortarla. Estoy especializada en programación y fibra de alpaca, puedo distinguir entre lo que es una lana pura de otra mezclada», dice.

Claudia Rodríguez
dejó las calles y es una empresaria exitosa

‘He vivido en el hogar hasta mis 19 años. El padre José salvó mi vida’

Claudia tenía 14 años cuando, por primera vez, durmió una noche completa. «Sin el temor a que los jóvenes que tomaban con mi papá me hagan algo. Ése fue el mejor día de mi vida, pasé la noche en una cama de verdad», cuenta. Hoy tiene 26 años, han pasado 12 años desde que dejó las calles.

Recuerda que fue un 19 de enero del 2008 cuando llegó al hogar de Niñas de Obrajes de la Fundación Arco Iris. «Allí había comida y no tenía que estar buscándola. Esa mañana desperté y respire otro aire. Salí al patio a trotar porque me gustaba hacer deporte. Mis compañeras me decían ‘caballito’; me sentía protegida».

Claudia comenta que procede de una familia «donde había mucha violencia por parte de mis papás. Los dos eran alcohólicos. Cuando tenía cinco años mi padre perdió la vista y se hundió aún más en la bebida». Sobre su madre, cuenta que era una persona humilde y que a pesar de que no asistió a la escuela «era muy trabajadora. Se dedicaba a cargar los bultos en el mercado. Pero, era constantemente golpeada por mi padre».

Recuerda que, estando en la calle, se refugiaban del frío en un ambiente hecho de cartones, plásticos y maderas viejas. «Teníamos una mesa como cama. Vivíamos en la basura y la comida la sacábamos de ahí. Hacía mis tareas sobre una caja de tomates».

Con lágrimas en los ojos, relata que fue golpeada por otros niños de la calle cuando intentaba trabajar cuidando autos. «Tenía que trabajar, mi papá no veía y mi mamá se fue. Yo tenía miedo de dejar a mi padre pese a los golpes».

La Defensoría de la Niñez la llevó al hogar. «Viví allí hasta mis 19 años y recibí apoyo psicológico y escolar, Aprendí computación, artesanías, peluquería, chamarrería. Recuerdo a mis amigas Mariela y Maruja, doña Esther y las maestras Rina y Ana, que me ayudaron mucho. Pero, el padre José (Neuenhofer) salvó mi vida. Él es mi único padre. Yo lo amo. Ha sido un ángel».

Hoy, Claudia vive su sueño hecho realidad, tener una familia. Está casada con Enrique y tiene una hija. Se siente una exitosa empresaria, es dueña de una ferretería que está en expansión; abrieron una sucursal.