La espera. El dramático éxodo boliviano desde Santiago
“Tengo miedo de dormir en la calle, siento pena de mí mismo al estar en esta situación”.
Mario, 21 años, procedente de Potosí, conversa con la grabadora, mientras mantengo la distancia.
Qué difícil es mantener la distancia. Todos los inviernos desde que tengo uso de razón me enfermo. La gente quiere ver lo que uno hace, sienten extrañeza de los distintos ángulos en que tomo las fotos.
Converso con un señor de 65 años aproximadamente. Cada vez converso menos. Está arriba de una manta de cuadros, viste camisa blanca y lleva un pañuelo rojo en el bolsillo delantero. Se muestra amable, me cuenta que nunca esperó encontrarse en una situación así, pero está contento de quedar boca arriba y como único testigo presencial de la torre en la madrugada.
De a poco un grupo que retraté en la primera jornada comienza a inquietarse con mi presencia, me preguntan dónde trabajo, que por qué los observo tanto y por qué no estoy tomando fotos. Algunos piensan que estoy actuando, en mi cabeza pienso “qué locura exponerse al virus, cruzar todo Santiago para ir a hacer una performance afuera del consulado”.
Los jóvenes discuten sobre quién va a cargar primero su teléfono abajo del faro, mientras los adultos observan con dulzura este acto. Visto desde afuera, es una tribu que se encuentra alineada.
“Tengo ganas de olvidar Chile”, me repite una y otra vez Ulises antes de tomar su bolso y perderse por el parque.