Tras la lectura de los libros publicados en vida por Blanca Wiethüchter , junto a los dos editados en 2005 (un año después de su muerte), una inquietante sensación permanece y se apodera de la mente. Se trata del latigazo emocional que produce encontrarse ante la obra de una gran poeta, donde escritura y posicionamiento ético y moral van unidos, donde el esfuerzo para dar voz propia a una vida vivida con intensidad, singularidad y compromiso —consigo misma en primer lugar, y con la escritura y la sociedad más tarde— está presente. Algo difícil de explicar con palabras salta como un dardo de fuego que se clava en la carne y quema por dentro. Algo inquietante recorre la piel después de leer el conjunto de esta obra donde la sabiduría, la intuición, la belleza y la verdad se anteponen a cualquier efecto distorsionador. La escritura de Blanca Wiethüchter surge siempre desde un pozo que es, en primer lugar, cúmulo de todo lo que la mirada resalta.

Dentro del contexto latinoamericano —y específicamente el ámbito boliviano—, la poesía de Blanca Wiethüchter crece en su valoración y dimensión. Desde el inicio de su carrera, cuando publicó sus primeros libros bajo la guía y el seguimiento amistoso y atento de Jaime Saenz, su propuesta fue vista de inmediato como un soplo de aire fresco, desprejuiciado y absolutamente libre que sacudía un panorama creativo ligado sobre todo a acontecimientos sociales y políticos. Desde su aparición, la singularidad y desapego de su obra a modas y obligaciones la han convertido en un referente que nombra y crea un nuevo espacio de expresión y conocimiento.

Más allá de sus fronteras, la poesía boliviana es muy poco conocida, el acceso a las publicaciones es difícil, y la distribución, tortuosa y complicada. Pero es también sabido que ofrece nombres de enorme interés y valor. El caso de Blanca Wiethüchter es, en este sentido, emblemático: se trata de una voz que la mayoría de poetas sabe situar, en especial en América Latina, donde la red de festivales y amistades transfronterizas rompen aislamientos. Por desgracia no es suficientemente leída. Es una situación que sorprende: estamos ante una autora respetada y valorada; su nombre se pronuncia siempre con admiración, pero su obra ha sufrido las consecuencias de la escasa distribución fuera de las fronteras bolivianas. Por lo mismo me atrevo a decir que el misterio, el atractivo del descubrimiento, la excitación de la novedad acompañará a cualquier lector interesado en ella, y que esa emoción estalla al ser abordada por primera vez.

Tuve el privilegio de conocer personalmente a Blanca Wiethüchter, junto a su esposo, el músico y compositor Alberto Villalpando, en Bogotá, en el festival internacional de poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo en el verano de 2001. Escucharla fue una revelación: ¿cómo se puede decir y sugerir tanto en el reducido espacio de un poema? Esa transparencia y luminosidad que la caracterizan, ese estilete afilado que logra erizar a cualquier lector al rozar su sensibilidad, ¿cómo atesora tanta sabiduría vital dejando emerger tan solo una mínima parte? La lectura de los dos libros que me regaló —Ítaca y La lagarta— fue una auténtica revelación y supe, al momento, que algo nos uniría, que su poesía se iba a convertir en lectura recurrente. El poder de atravesar el lenguaje para sugerir, nombrar, mencionar y darle la vuelta a los sentidos me dejó una imborrable impresión.

Durante una entrevista (difundida en CD), en un momento no exento de carga emotiva, Wiethüchter comenta que, habiendo nacido en La Paz, su primera lengua fue el alemán, y lo siguió siendo en la etapa de escolarización, en su primera formación; y como, hasta mucho más tarde, tuvo la conciencia de ser boliviana y tomar —diría incluso apoderarse— del español como lengua de vida. Esa formación alemana —lengua  que, sin duda, marcó un temperamento y una forma de ser y sentir— le proporciona una determinada mirada, una sensibilidad de la que no podrá nunca desprenderse, a pesar de elegir el español como lengua de creación. Y es seguramente esa ambivalencia, esa fisura, ese quiebre, lo que le permitirá cultivar todo lo insólito, lo que le dará su especificidad. Por esa herida nacerá la poesía.

Blanca Wiethüchter vivió dividida, desde niña y para siempre, entre dos maneras, dos mundos, dos opciones. Y si al inicio, anterior a la madurez, tal situación pudo resultar de extrema dureza, con el tiempo será ya fuente de riqueza. Todo punto de partida insólito se convierte en fuente de satisfacción. Volar en solitario, alcanzar a rozar el sol hasta quemarse, puede ser con el tiempo una adicción. Llegado ahí, lo difícil es querer seguir caminos ya trillados. Como bien lo saben los estudiosos de la mística, una vez que la soledad deja de ser un peso y se convierte en algo deseado, es la forma más elevada de compartir, de estar con, es la última etapa de la generosidad. Y como sucede al acercarse al pensamiento unitivo de Hildegard von Bingen, la herida es dolor —sí, cómo no—, pero de ella mana la sangre que fecunda, el grito que nombra. Y esa voz quiere ser la voz del asombro.

De lo dicho se deduce una profunda seriedad que se expande por toda la poesía aquí presentada, desde la primera publicación, Asistir al tiempo (1975). Una seriedad para nada solemne vibra en cada verso, y se trata de la seriedad de la entrega total a un concepto de vida y creación. La poeta vive para escribir, ahí reside el sentido de su existencia al haber elegido un camino diferente, y lo sigue, pues sabe que si lo abandona sólo le queda perderse en el abismo.

Como toda iniciación, se trata siempre de una elección sin retorno. Ella misma crea el ritual y lo cultiva a medida que avanza. La reflexión sobre la vida y la escritura es el fondo sobre el que se teje un entramado de propuestas y preocupaciones —también descubrimientos—, que acaban siempre en la interrogación, la búsqueda, la sorpresa, el deslumbramiento. La poeta deja ver una mirada entrenada, y destaca en cada ocasión ese brillo que está ahí, pese lo que pese,  donde reside el único sentido pleno de la existencia.

ALQUIMIA

Blanca Wiethüchter es una poeta —no sólo por formación escolar o educación familiar— muy unida a la tradición poética europea, y digo esto pues, a mi modo de ver, entronca con una visión cercana a la propuesta por Rilke, donde el poeta es visto (sentido) como un ser retirado que realiza su tarea de tipo alquímico en soledad: la experiencia vivida se deja madurar y es gracias al tiempo, y de forma inesperada, que aparece un lejano eco en la escritura. Ese camino que Blanca Wiethüchter cultivó y defendió con tanta fuerza va unido a la defensa de la búsqueda, del hallazgo, mostrando una constante preocupación por el hecho de escribir, es decir, por aquello que supone el hecho de escribir. Lenguaje escrito y oral son dos caras inseparables de un mismo ejercicio, y la búsqueda de la manera de decir será una de las inquietudes que acompañarán siempre a la poeta. Tal reflexión no tiene dogma alguno, ya que permite una enorme variedad de respuestas y posibilidades.

Por medio del uso del lenguaje se pertenece a determinada comunidad espiritual y esa pertenencia perpetua tiene su lado doloroso. Se cultiva y se transforma, se suma y se resta, se intensifica y se aligera, pero cuando la poeta entra en la vía de la comunicación y el conocimiento mistérico, ya no se puede salir de esa dinámica.

Es curioso que la poesía de Blanca Wiethüchter entronca con la tradición alemana romántica a la vez que con la sensibilidad andina por el paisaje, por la naturaleza. Esa mirada hacia el entorno en el que las emociones se convierten en arquetipos se da con extremada fuerza en dos ámbitos, y la poeta, por ambos lados, logra aunar mundos en apariencia distantes, sensibilidades que, con el cultivo adecuado, resultan ser complementarias.

Si en nuestros días el lenguaje ha sido manipulado y trastocado en sus significados para despistar y controlar, con el fin de llevarnos por caminos ajenos al descubrimiento de la sencillez y la felicidad, la poesía de Blanca Wiethüchter es uno de los antídotos más eficaces contra el mal mayor, por su capacidad directa y clara de llegar a lo esencial, de anteponer la comprensión de un mundo personal, inquebrantable. Como lectores nos vemos deslumbrados porque, en ese sentido, cada poema es un talismán: hay un filo, un brillo, un despojamiento que empuja y arrastra, y que va desechando todo sentimiento de acumulación.

Si la curiosidad y la capacidad de deslumbramiento es patrimonio de la juventud, la poesía e Blanca Wiethüchter será siempre patrimonio joven.

Fuerza, intuición, desplazamiento de la voluntad y del conocimiento hacia el paisaje, la naturaleza llevada a un plano central, la fuerza motora y creadora de la tierra, las montañas, el agua y ese Illimani que enciende su nieve en tantos momentos de su poesía, esa defensa de una propuesta que es ya una tradición pero vista desde un ángulo renovado, o el acercamiento de los ojos a la dura tierra andina para poder elevar la vista al sol, atrapar un instante de luz que corre directo hasta el corazón, y así poder permanecer.

Encontramos en la poesía aquí seleccionada una tremenda tensión en el posicionamiento del yo poético. Se trata de un yo que observa y se coloca ante el objeto elegido, dejándose impregnar por su emanación para poder sentir en absoluta libertad. El yo poético se integra a un espacio de contemplación y de hondura espiritual. Deambula, eso sí, siempre, toma la ciudad, y esa ciudad es, sin duda, La Paz, “ese lugar alto y extraño” de la dedicatoria que me hizo en uno de sus libros.  La ciudad como espacio donde tiene lugar la convivencia y el intercambio del ser humano contemporáneo, algo que subyace en su propuesta, pero se trata de seres humanos que pueden estar vivos o muertos, poco importa, ya que el encuentro y la interrelación que siempre se produce es el verdadero centro de atención. Así y todo no hay sueño, no hay ensoñación; hay una intensa vigilia que une la férrea defensa de una ética siempre recuperada con el compromiso personal y, por consecuencia, con la sociedad. Y todo puede reducirse a la palabra generosidad.

Quiero acabar con unas palabras de amor y entrega a la persona y a la poeta Blanca Wiethüchter, siempre tan cercana. Mi agradecimiento a la editora, María Luisa Martínez Passarge, que con tanto entusiasmo y buena disposición acoge esta propuesta. A Alberto Villalpando por su colaboración, sin la que esta antología no hubiera sido posible. Y a la poeta boliviana Vilma Tapia por su apoyo y ánimo en todo momento, por sus valiosos consejos y amistad.