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Manual de Zombis

Entre las manifestaciones de la escritura paródica contemporánea, ninguna tan útil como la que –en lengua inglesa– ha imaginado una serie de libros y sitios web de autoayuda que nos aconsejan, de maneras prácticas y detalladas, cómo sobrevivir un ataque de zombis. Uno de estos textos, por ejemplo, aconseja, entre otras cosas: 1. Siempre apunte a la cabeza; 2. Aléjese de las ventanas; 3. Actúe como zombi; 4. Nunca diga “volveré”; 5. No se haga al héroe; 6. Corra como loco.

Otra de estas guías, distinta por su tono decididamente reflexivo, sostiene: “Lo primero es lo primero. Es decir, conocer al enemigo. Y los zombis vienen en dos sabores: los rápidos y los lentos. Los rápidos son los más chéveres, pero el problema es que se necesita más que un bate de baseball y un par de zapatillas deportivas para sobrevivirlos. En cuanto a los lentos: ¿por qué diablos alguien debería morir por un ataque de zombis lentos? Si usted no puede escapar de un zombi lento, merece ser descuartizado”.

No sé si los zombis que se sugieren, apenas, en las películas de Martín Boulocq puedan ser conjurados a partir de estos consejos. De hecho, al lidiar con los zombis que los persiguen, sus personajes suelen cometer un error tras otro: parecen decir “volveré” y lo hacen; quieren correr, pero lo hacen en círculos; y, aunque discreto, el suyo es un comportamiento que recuerda al heroísmo. (Lo que sí logran, aunque no les sirva de mucho, es que actúan a veces como zombis)…

ESPERA. Explico un poco a lo que llamo “zombis” en estas películas. En general, y entre otras maneras de acercarse a ellas, se puede decir que en las cintas de Boulocq hay como un trauma o enfermedad que empuja a sus personajes a vivir un tiempo de espera, suspendido, inminencia de algo que nunca se produce. Esos personajes —hablen poco o mucho, disimulen o no— creen escapar de las ruinas de una vida destruida, del cáncer o simplemente de los padres, pero en realidad su destino o deseo los empuja a desplazarse en círculos, incapaces de seguir viviendo por esa presencia casi invisible de los regresos de lo reprimido, de persistentes muertos-vivientes que joden la vida. Se crea así para ellos un espacio liminar, de ansiosa espera en la que el pasado ya no es suficiente y el futuro todavía no ha llegado. No por nada las películas de Boulocq, y ya no como una mera elección formal, no pueden ser sino siempre, y hasta ahora, exploraciones de determinadas temporalidades narrativas. O, si se quiere, de una sola: el tiempo de la espera.

En Rojo, por ejemplo, Boulocq se demora en ese mundo clasemediero, ensimismado y discreto, al que los cuentos de Rodrigo Hasbún, el coguionista, también apuntan. La trama, recordemos, es simple y lo de menos: una mujer es separada del mundo por la enfermedad (aunque el «mundo» en Hasbún suele ser reducido a una serie de relaciones amorosas o familiares). Esa separación provoca que algunos de los actos rutinarios y de las ceremonias irreflexivas de la vida cotidiana adquieran, indirectamente, un pathos, un rostro entre siniestro y trágico. Así, Rojo es construida como una serie de situaciones que han perdido su eje, para usar una frase de Hamlet, y que nos remiten a la enfermedad en tanto trauma, es decir, al tipo de hecho que no se manifiesta, sino en aquello que deforma.

VIEJOS. Pero donde mejor podemos descubrir esas formas que son las formas de un contenido preciso, en el cine de Boulocq, es en Los Viejos (que, por otra parte, también podría haberse llamado, sin pérdida, Los Zombis). Éste, el segundo largometraje de Martín Boulocq, se abre con una serie de deterioradas imágenes documentales que, suponemos, registran la represión que acompañó a uno de nuestros golpes militares. Vemos a soldados en maniobras violentas y rápidas, a “subversivos” amontonados y obligados a desnudarse en medio altiplano a punta de cañón, vemos golpes bajos y humillaciones teatrales. Son imágenes en blanco y negro, tomadas con una cámara que parece ser, en sí misma, un instrumento de la represión, y que poseen el aura de la inmediatez: simples, cercanas, directas, “reales”. Provocan, claro, desazón: nos sentimos obscenos, testigos involuntarios de algo que no deberíamos estar viendo, mirones y cómplices del dolor. Vemos luego a Toño (Roberto Guilhon), personaje central, cagando detrás de unos adobes en medio del altiplano. Algo ha cambiado radicalmente, más allá de la fotografía en color: hace su aparición un registro que dominará los 72 minutos de la película,  un registro para el cual la palabra “ver” es una pobre descripción: entrevemos, más bien, o adivinamos a un personaje apenas distinguible de lejos, desdibujado por reflejos, observado desde el interior de un auto, vistos a través de una ventana. Este inicial contraste de registros (documental vs. indirecto) más que ser un anuncio de lo que vendrá es una presentación de lo que no veremos: el “ahora” de la película abandona, casi por completo, la inmediatez documental-realista y es construido a través del reflejo, la indirección, la elipsis. Se propone acaso lo siguiente: frente a los traumas o zombis de la Historia (¿las imágenes en blanco y negro?) no nos queda otra que representar el presente como una serie de borrones, de imágenes parciales, de retazos de realidad fuera de foco.

Se puede, de hecho, enumerar las formas evidentes del desdibujamiento visual que Boulocq reserva a sus personajes: en principio, habría que nombrar el desencuentro sistemático entre personas e imagen. Pero, más allá de este inventario posible, lo que importa es que los personajes, cuasi fantasmáticos, escapan de la imagen directa, como si se escondieran ya no por timidez, sino por el terror de ser vistos. Esta descomposición visual de las personas contrasta en Los viejos con la claridad, lírica a ratos, de sus imágenes de la naturaleza. Nos demoramos (pues Boulocq es un devoto fiel de la toma larga) en cuadros del entorno…

MUERTE. Habría también que decir, por otra parte, que —en tanto ejercicio de estilo—  es una película menos interesada en contar una historia que en sugerir sus estragos. Es, en ello, un regreso a la escena del crimen, a una historia de amor trunca, a un patriarca moribundo, a un país que no ha saldado, ni mucho menos, sus cuentas históricas. La tesis final de la película implica una audacia: la muerte de “los viejos” (el patriarca, los dictadores, esa generación) permitirá a los protagonistas seguir viviendo, empezar de nuevo. Hay, en esta idea, la reinstauración de una vieja confianza edípica: despachado el padre, el camino es nuevo. Pero en esta versión de un viejo mito interesa sobre todo la brutalidad con la que se la plantea. A saber: eliminado el escollo, de repente todo es posible: reír, una batalla amorosa con espaguetis y harina, un paseo en motocicleta. La película puede, incluso, permitirse la ligereza de cerrarse con una canción de Los Ronisch.

Podríamos tal vez resumir lo dicho imaginando el “manual de zombis” que el cine de Boulocq propone. Ese hipotético manual debería incluir los siguientes consejos: 1. Cuídese de los zombis lentos, que son —pese a rumores que dicen lo contrario— los más peligrosos: se toman su tiempo y eliminarlos supone desperdiciar toda una vida en ellos. 2. Lo más peligroso de los zombis lentos no es tanto su ataque o su presencia, sino nuestra espera, que no es sino nuestra imposibilidad de imaginar que no existen. 3. Obviamente, unas zapatillas deportivas, un buen bate de béisbol o una simple carrerita no bastan. 4.

La única manera de eliminarlos es regresando. 5. En suma, si nos armamos de valor y el azar —es decir, el prójimo— ayuda, puede que los sobrevivamos y acabemos cantando una de los Ronisch.

(Fragmentos de la ponencia presentada por el autor en el Tercer Encuentro de Cineastas organizado por Espacio Simón I. Patiño.)