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Un desmesurado intérprete de la realidad de México

A la hora de su muerte, a sus 83 años, el escritor mexicano Carlos Fuentes había publicado 22 novelas, acababa de entregar a la imprenta una nueva y, antes siquiera de que ésta saliera de las prensas, ya había comenzado a escribir otra. Pero su obra no se agota, ni mucho menos, en esas cifras. Hay que sumarle por lo menos diez volúmenes de cuentos y una docena de libros de ensayo. Y muchos ases y espadas desparramados en las páginas de periódicos de medio mundo. Fue, sin duda, un escritor desmesurado.

La desmesura de Fuentes, sin embargo, no sólo es cuantitativa. La idea que tenía de la literatura era también desmesurada. La novela era para él —como para Balzac o Sthendal— un género mayor destinado a dar cuenta de una realidad igualmente mayor. El nombre de esa realidad —la cifra de esa desmesura— cabe en las tres sílabas a las que dedicó sus trabajos y sus días: México.

Hay una circunstancia vital que acaso está en el origen de esa actitud.  Para él, la lengua siempre fue una conquista. Hijo de un diplomático, nació en Panamá en 1928 y pasó sus primeros años en Estados Unidos, cuya lengua y literatura llegó a dominar como propias. En ese tiempo, volver a México durante sus vacaciones —lo reconoció en diversas oportunidades— era recuperar su lengua, y recuperar su lengua era recuperar su identidad. Y así fue como quiso escribir su obra: como un conquistador y un reconquistador de la identidad.

En 1954 publicó su primer libro: Los días enmascarados. Ese volumen incluye el cuento Chac Mool. Su personaje, un burócrata del México postrevolucionario, en un mercado de barrio un día compra una imagen de Chac Mool, el dios azteca de la lluvia. La presencia de esa imagen, poco a poco, va dominando su vida al punto que lo obliga a huir y lo lleva a la muerte. El crítico Christopher Domínguez Michael ha encontrado en esa historia una cifra de la imagen de México que gobierna la escritura de Fuentes: un país que quiere encaminarse a la modernidad (finalmente, el sueño revolucionario) pero que está dominado (todavía) por las fuerzas ancestrales del mito.

Pero el verdadero debut literario de Fuentes vendría unos años después, con la publicación de La región más transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962). Esa tensión entre el mito y la historia, entre las fuerzas de la modernidad y las fuerzas genésicas del pasado, encuentra en estas novelas su mejor forma.

La visión que tiene Fuentes de México está sin duda influenciada por El laberinto de la soledad, el extenso ensayo de Octavio Paz publicado en 1950 en el que el poeta se pregunta por el ser mexicano, por la mexicanidad. La soledad del mexicano para Paz es resultado de su doble desarraigo: de sus raíces y de la modernidad.

Lo nuevo en Fuentes es el lenguaje. Aparece como un vigoroso y audaz narrador capaz de incorporar y asumir creativamente los logros y los desafíos en los que se había debatido  la novela en la primera mitad del siglo XX, de  Joyce a Faulkner. Hay unanimidad en la crítica: con esos libros, Fuentes inaugura la modernidad de la novela mexicana. En sus páginas, su búsqueda de lo mexicano es una búsqueda crítica, aguda, lúcida pero también desmesurada y por ello finalmente desesperanzada. Ese impulso encontrará años más tarde su expresión más radical —y para muchos la más lograda— en Terra Nostra (1974), una extensa y desafiante novela en la que Fuentes se sumerge en el magma barroco de las dos orillas de la lengua y de la historia de México y de América Latina.  

En los años 60, las tensiones que Fuentes intentaba resolver en sus novelas eran, de alguna manera, comunes a la narrativa emergente en el continente. La identidad latinoamericana y la experimentación formal fueron las señas con las que el llamado boom irrumpiría y sería ampliamente reconocido en la escena internacional. Fuentes entroncó con propiedad, pero también con sentido de la oportunidad, en ese fenómeno. No es casual que su nombre, junto a los de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa esté entre los emblemas del boom.

De ahí en adelante, sin embargo, Fuentes sucumbirá a la propia fuerza que lo había impulsado: se asumió como el intérprete de México. Agotada la experimentación narrativa, a Fuentes sólo le quedaba una imagen de México. Esa imagen, sin embargo, pronto se evidenció anacrónica. México, finalmente, antes de terminar el siglo XX se había modernizado; no así la visión que Fuentes tenía de su país. Paradójicamente, el gran modernizador resultó provinciano. En su lenguaje, por otra parte, era cada vez más difícil reconocer al vigoroso narrador de otros tiempos. En 1985, por ejemplo, publicó Gringo viejo, una novela en la que se sumergió una vez más en la Revolución Mexicana. Pero esta vez es una Revolución de postal, para lectores ajenos o desprevenidos, llena de trenes, de sombreros y de adelitas. De ahí en adelante, las novelas que publicó ya no podían sumar a su ambicioso proyecto narrativo. Fueron, por el contrario, una implacable y penosa resta.

Esa es la ambigüedad de la obra de ese desmesurado escritor mexicano llamado Carlos Fuentes.